Entre el corazón y la razón

En el caso de los gobiernos nacionales, a diferencia de los locales, la comunicación de la gestión se reduce casi por defecto a la retórica. La retórica, entendida como el arte de persuadir o influir a través del discurso, es crucial. Se juzga a un gobierno por la capacidad que tiene su líder para comunicar con fuerza, para disminuir la incertidumbre y, sobre todo, por su habilidad para convencer a los demás de seguir sus ideas. En síntesis, su capacidad para legitimar sus proyectos y su visión de país.

Esa persuasión se logra, entre otras cosas, a través del lenguaje, que no es inocente, que no es neutro, y por ello las palabras que se eligen para comunicar una idea tienen una carga y una intencionalidad específicas. En este sentido, los gobiernos utilizan el lenguaje para comunicar ideas, emociones, apelaciones culturales y, en este caso, formas de gobernar. No es para nada descabellado que Petro haya dicho en varias intervenciones públicas cosas como: “Nosotros vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia” o “Somos potencia mundial de la vida”. Estas frases deben ser entendidas en el marco de las propuestas de su gobierno y de lo que significa el primero con tintes de izquierdas en el país.

Siguiendo el tema de la persuasión, Aristóteles, ya en la antigua Grecia, donde una de las habilidades más importantes era la retórica, identificó tres características que definen claramente el arte de persuadir. Primero está el ethos, esa parte del discurso que representa la credibilidad o el carácter del orador. En segundo lugar, se encuentra el pathos, que se caracteriza por el uso de las emociones para influir en la audiencia. En tercer lugar, pero no menos importante, se encuentra el logos, que es la capacidad de lograr un razonamiento lógico y argumentativo en una situación determinada.

Para Aristóteles, ninguno de los tres modos de persuasión (ethos, pathos, logos) era superior en términos absolutos; todos eran necesarios y debían usarse de manera equilibrada según la situación y el público. Sin embargo, él consideraba que el logos (la apelación a la razón y la lógica) era el más importante en contextos donde se buscaba una persuasión sólida y duradera.

Aristóteles sostenía que la persuasión basada en el razonamiento lógico tenía más peso, ya que los argumentos bien construidos podían generar un impacto más racional y profundo en la audiencia. Mientras que el ethos y el pathos eran importantes, el logos ofrecía una base más estable para convencer, pues apelaba a la inteligencia y al sentido crítico de los oyentes.

No obstante, hoy en el discurso político el pathos (el uso de emociones) parece ser el elemento que prima. Aquí Petro estaría de acuerdo conmigo y probablemente, desde la emocionalidad, se animaría a hacer un “tú a tú” con Aristóteles para hacerlo entrar en razón y actualizar sus ideas. Para decirle que él (Aristóteles) se equivoca y que él (Petro) es quien tiene la razón (como ya nos tiene acostumbrados). Desde disciplinas como la comunicación pública, el marketing electoral o el estudio de la opinión pública, hay una tendencia basada en la efectividad que genera el uso de emociones en el discurso político.

Este fenómeno no es casual, se trata de una tendencia deliberada y estudiada desde diversas disciplinas, en las que se ha identificado la efectividad de apelar a las emociones para movilizar a los electores, moldear percepciones y construir lealtades políticas.

El uso de emociones en política es habitual porque tienen la capacidad de simplificar mensajes complejos, facilitando que el público los asimile rápidamente. La teoría de la comunicación persuasiva señala que las emociones actúan como puertas de entrada a la toma de decisiones, al influir en el juicio de los votantes de manera más inmediata que los datos o los argumentos puramente racionales.

Las investigaciones inspiradas en la neurociencia y la psicología sugieren que la razón y la emoción son inseparables, y que el juicio cognitivo es intrínsecamente receptivo a las técnicas afectivas de persuasión, ya que, más que distorsiones de la razón o de los argumentos políticos, las emociones son una suerte de conducto de efectos que provocan sentimientos, orientan la cognición y, en política, orientan la preferencia electoral. Es decir, las emociones no son reacciones puramente fisiológicas, sino que enmarcan nuestras disposiciones emocionales y nos orientan a tomar actitudes hacia el mundo.

Vivimos en la era de la política emocional. El Plebiscito a favor de la Paz en Colombia (2016), el Brexit en Reino Unido (2016), los fenómenos políticos como Trump en Estados Unidos (2016-), Bolsonaro en Brasil (2019), Bukele en El Salvador (2019-) o más recientemente Javier Milei en Argentina (2023-), pasando por el auge del populismo tanto de izquierdas como de derechas en todo el mundo, parecen confirmar la premisa de que los políticos emocionalmente expresivos o los “políticos celebrities” dominan los espacios políticos y sociales que antes se consideraban bastiones de la razón y la toma racional de decisiones.

Estos acontecimientos demuestran, una vez más, que la influencia de las emociones en la formación de actitudes y opiniones es más fuerte de lo que inicialmente se creía. Las emociones no solo afectan la forma en que los ciudadanos procesan la información política, sino también su disposición a, por ejemplo, asistir a protestas (paros camioneros) o compartir información en redes sociales (la preferida de algunos, Twitter, llamada ahora X). Los estudios sobre afectividad política indican que los sentimientos de conexión emocional con un líder político (y en este caso no importa si es de izquierda, derecha, centro o Marte) pueden superar las percepciones sobre su capacidad técnica o experiencia.

Asimismo, la comunicación pública y la comunicación de la gestión gubernamental (como lo estamos viendo) han adoptado la emoción como un recurso esencial en la creación de narrativas políticas. Las emociones permiten construir relatos coherentes que resuenan con los ciudadanos (los yupis, los terratenientes, los patrones vs. los levantados, los trabajadores, los nadies). Todas estas son expresiones que se enmarcan en un mismo relato: el relato de clases al que, lastimosamente, nos tienen acostumbrados. Justamente en el marco del contexto colombiano, Mauricio García Villegas escribió un ensayo sobre las “emociones tristes” (2021). En su libro, el autor plantea que este tipo de emociones, que él denomina tristes, han sido las predominantes en la escena política y en la sociedad colombiana en general. Yo creo que no solo han sido las predominantes, sino que son las que nos impiden avanzar; las que han creado una cultura de la autopreservación donde “el vivo vive del bobo” y a cada rato aparece la frase “usted no sabe quién soy yo”.

Entonces, en lugar de datos o propuestas, los líderes políticos como Gustavo Petro se han convertido en expertos que dominan el uso de narrativas emocionales para establecer una relación más cercana y empática con su nicho, con su base (que en su caso es del 30% de quienes lo votaron). El Presidente le habla, utilizando la fórmula de Aristóteles, a su base; frente a ellos es un líder carismático, transformador de realidades, auténtico y accesible.

Pero no me malinterpreten, esto no es una crítica al uso de emociones en política. De hecho, estoy de acuerdo con Nussbaum cuando considera que las emociones son fundamentales para la política. Estoy convencida de que la democracia liberal puede y debe tenerlas en cuenta y movilizarlas a su favor. Por eso creo que Petro hace bien en utilizar un discurso altamente emocional.

Lo que sí creo es que este gobierno adolece del equilibrio que plantea Aristóteles. El equilibrio que es la base, como él mismo lo describe, para lograr respaldos duraderos y dotar de credibilidad las acciones del Presidente. Cuando afirmo que este gobierno adolece de equilibrio, sugiero una seria falta de moderación o balance en cómo se conducen las políticas y en cómo se busca apoyo público. Aristóteles creía que un gobierno exitoso no puede depender solo de la retórica emocional o de medidas populistas a corto plazo, sino que debe armonizar intereses divergentes y actuar con prudencia para generar respaldo sostenible y credibilidad a largo plazo.

Por eso, el equilibrio y el éxito de la comunicación de este gobierno pueden estar dados por la capacidad de encontrar un punto medio entre la pasión política (el uso de emociones) y la racionalidad en la toma de decisiones. Un exceso de pasión, como el que creo y siento que estamos viviendo, es la causa para que el gobierno del cambio tenga cada día un menor respaldo y que encuentre serias dificultades de credibilidad cada vez que intenta implementar sus políticas de forma efectiva. Este gobierno debería recordar que la falta de balance entre la apelación emocional y la acción racional debilita la confianza pública en las instituciones, lo que puede llevar a una pérdida de legitimidad.

Para terminar, cierro con la idea con la que arranqué: la retórica debe ser entendida como el arte de persuadir o influir a través del discurso. El problema es que, a pesar de su intención y de su exceso en el uso de apelaciones emocionales, este gobierno no ha utilizado su comunicación para convencer o persuadir. No ha sido lo suficientemente hábil para “venderle” a los escépticos que votaron por él –porque no veían más opción– su visión de país.

Sinceramente, creo que el otro problema que ha tenido este gobierno, además de la falta de balance, es que la comunicación que produce siempre ha estado a la defensiva. Desde que comenzó, todo el tiempo busca justificar, responder después de que los medios han informado, impregnando con su tono la noticia, una vez los gremios y los líderes de oposición han logrado encuadrarla, definiendo el “framing”, que no es otra cosa que la manera en que los medios de comunicación, los políticos o cualquier actor presenta y estructura la información para influir en la opinión pública, para darle un significado específico a lo que sucede.

Este, junto con su falta de balance (en esto debo insistir), es uno de los mayores problemas que tiene ahora mismo el Gobierno. Más allá de transmitir hechos de manera objetiva, desde los medios y los opinadores se está definiendo el marco con el que se “juzgan” las acciones de la actual administración nacional; se seleccionan ciertos aspectos de la realidad, destacándalos, mientras que otros son minimizados o excluidos. Y el Gobierno, en ausencia del equilibrio, deja que los demás peguen primero. De esta manera, el gobierno está perdiendo la batalla por el encuadre y está permitiendo que otros sean los que moldeen la interpretación de su propia agenda.

Aquí es necesario recordar que el framing también crea realidades. Por su conducto, los políticos pueden estructurar los hechos dentro de narrativas más amplias que resuenen con las creencias o identidades preexistentes de los ciudadanos. Además, el poder del framing se ha visto amplificado en el contexto de las redes sociales, donde la información se distribuye de manera rápida y, a menudo, sin mediadores. Por eso es necesario que el gobierno, si quiere darle un giro a su comunicación, busque tomar la delantera.

Hay que reconocer que, aunque este es un tema que afecta a todos los gobiernos, Gustavo Petro empezó en desventaja: muchas expectativas, detractores poderosos y un contexto país muy difícil después de la pandemia. Sin embargo, si de verdad quiere continuar con su agenda política, lograr transformaciones sociales de alta envergadura y tener el apoyo necesario para legitimar sus decisiones, necesita controlar la narrativa, calmar la ansiedad social y encontrar el balance persuasivo (ethos, pathos, logos).

*   Docente Universidad Externado de Colombia y consultora en comunicación estratégica

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Información adicional

Los desafíos de la comunicación del gobierno Petro
Autor/a: Angie K. González
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°317, 20 de septiembre - 20 de octubre de 2024

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