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«Es posible parar la privatización del agua». Entrevista con Oscar Olivera


 “Porque la están privatizando, hermano, se la están entregando a las trasnacionales, quieren que la paguemos cara”, advierte. Y aunque lo hace en un tono suave, lento y melodioso como el silbo de una quena quechua, no deja dudas de que lo dice con conocimiento de causa y legítima bronca.  


 


En su reciente visita a Medellín, invitado por la organización ecologista “Penca de Sábila”, Oscar Olivera vino a contarnos cómo fue el proceso de privatización del agua en Bolivia, o sea cómo ésta dejó de ser ese don preciado que la Pachamama —madre tierra en lengua aimará— le concedió a su pueblo gratis, para convertirse en un bien de intercambio comercial con rentabilidad y con dueños. Una mercancía, en suma. Y por él también supimos del movimiento ciudadano que hace seis años logró revertir el proceso de privatización del agua en Cochabamba, su ciudad natal; proceso que Oscar Olivera lideró y que quedó en la historia boliviana con el nombre de La guerra del agua.


 


La guerra del agua, en abril de 2002, fue un hito histórico, no sólo para Bolivia sino para toda América Latina. Fue la primera vez que en este continente un movimiento popular logra, a la brava, reconvertir en pública una empresa que le había sido entregada a una multinacional. La confrontación llegó al punto que la policía y el ejército bolivianos, armados con tanquetas de agua, gases lacrimógenos y fusiles cargados, arremetió contra miles de personas (Cochabamba tiene un poco más de un millón de habitantes) que armadas con piedras, palos, consignas, llantas quemadas y mucha, mucha rabia, los enfrentó en las calles exigiendo a gritos que se largara la Bechtel, la multinacional concesionaria de las aguas de la ciudad y zonas rurales.


 


Es que nadie quería a la Bechtel en Cochabamba; y con sobradas razones. Para empezar, en el medio año que alcanzó a funcionar incrementó tarifas entre el 30 y el 300 por ciento, y cortaba el servicio a las dos facturas no pagadas. A los campesinos —que fueron los que empezaron la protesta— les cobraba por el uso de pozos y abrevaderos, algo que habían usado gratis desde tiempos inmemoriales. Y todo porque el contrato de concesión le permitía el monopolio de todas las fuentes de agua de la región, incluida —léase bien— el agua lluvia. Si los campesinos instalaban un dique o cualquier otro sistema para almacenar el agua caída del cielo, pues también se las cobraban. Todo eso porque la ley de aguas que el congreso boliviano aprobó en 1999, lo permitía.


 


Finalmente, a un costo de un muerto y más de 300 contusos y heridos, la población derrotó a la Bechtel; y la volvió a derrotar en los tribunales internacionales, donde pretendía del Estado Boliviano una indemnización por 40 millones de dólares, que era, según su alegato, lo que dejaba de ganar por la suspensión unilateral del contrato de concesión, en el cual sólo había invertido un millón de dólares.


 


Oscar Olivera, quien para entonces tenía 45 años de edad y varios callos ganados en las luchas sindicales, se convertiría en cabeza visible de la Coordinadora Nacional de Defensa del Agua y la Vida, el colectivo que surgió en Cochabamba con La guerra del agua y ha seguido actuando hasta hoy, ya no sólo en defensa del agua sino también del gas, el petróleo, la coca y demás recursos naturales de Bolivia.


 


¿Qué significó histórica y políticamente para Bolivia la llamada Guerra del agua?, le preguntamos a Oscar Olivera, a lo que él responde:


 


“Fue mucho más que una victoria económica para el pueblo de Cochabamba. Fue sobre todo una victoria política. Fue el primer quiebre del modelo neoliberal en Bolivia, un modelo que está llevando a los políticos de nuestros países a entregar a las multinacionales el patrimonio colectivo representado en las empresas estatales; orquestado además por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio. Estamos asistiendo a una especie de conversión de los estados nacionales a unos estados neocoloniales, que cuidan y administran los intereses de las trasnacionales. En Cochabamba por primera vez se reversó ese proceso: logramos que volviera a ser pública una empresa que había sido entregada a una trasnacional. Demostramos que el neoliberalismo no es algo que haya que aceptar como inevitable, como nos lo han hecho creer. Si los pueblos pobres como los nuestros nos organizamos, somos capaces de defender la propiedad común del agua y los demás bienes comunes, logramos parar las privatizaciones”.


 


¿Hasta qué punto ganar La guerra del agua influyó en los movimientos populares que tumbó a Sánchez de Lozada y llevó a Evo Morales a la presidencia de Bolivia?


 


“Fue una victoria que despertó la conciencia nacional y la movilización por la defensa de nuestros bienes comunes, no sólo del agua, también de la coca, el petróleo, el gas. En el 2002, cuando el gobierno trató de penalizar la hoja de coca por presión de la embajada norteamericana, hubo una movilización popular y ese proyecto se paró. En octubre del 2003 el gobierno pretendió entregar nuestras reservas de gas a las transnacionales, hubo otra revuelta de millones de personas y Sánchez de Lozada se tuvo que ir. En enero de 2005 el pueblo de La Paz y El Alto se movilizó y logró firmar un acuerdo para expulsar a la Suez, la transnacional que tenía el monopolio del agua en esa región, porque incumplió los contratos. Hubo sí que darle una indemnización costosa, pero salió del país. En junio del 2005 otro levantamiento logró que se adelantaran las elecciones y eso le permitió a Evo Morales llegar el poder en diciembre pasado”.


 


¿Qué pasó con el servicio del agua en Cochabamba después de que la Bechtel se fue?


 


“El gobierno le devolvió a la comunidad la empresa de aguas. Pero fue muy difícil al principio porque no sabíamos qué hacer con ella; no había ni un centavo para comprar gasolina, para llevar a los trabajadores a sus puestos de trabajo, para encender bombas, etc. Tuvimos que hacer mucho esfuerzo para impedir que otra vez los empresarios privados y los políticos retomaran la empresa. Y era porque no estábamos preparados. Dimos la guerra pero después no supimos qué hacer. No teníamos una propuesta alternativa para manejar la empresa, y eso nos hizo vulnerables. Cosa diferente está pasando en el Alto y La Paz, donde la comunidad, mediante el diálogo y la concertación, logró construir una propuesta sólida para la empresa que reemplazó a la Suez. Y eso es importante porque así es como se desmonta lo que los gobiernos y los medios de comunicación nos han hecho creer: que las empresas públicas son corruptas o ineficientes, y que lo mejor son las privatizaciones”.


 


¿Qué otra enseñanza dejó la experiencia de Cochabamba?


 


“Que la administración de una empresa por la comunidad debe ser horizontal, sin jerarquías. Estas lo único que hacen es permitir que las decisiones las tomen unos cuantos dirigentes a espaldas de la comunidad. Es como se lo oí decir a un campesino: las organizaciones sociales debemos ser como el agua: transparentes y en movimiento”.


 


Y la legislación boliviana, ¿no fue un escollo para avanzar en la empresa?


 


“Claro que fue un escollo. La legislación vigente no permite empresas públicas autogestionarias con participación social, con autonomía, presupuesto participativo y formas efectivas de control. Más bien las conduce a metas expansionistas que conducen a su privatización. En Bolivia lo relacionado con el uso y el servicio del agua lo regula la Superintendencia del Agua, que está por encima de los alcaldes y el propio presidente de la república. Hay también superintendentes del gas, del petróleo y otros servicios, todos impuestos por el Banco Mundial para garantizar que el saqueo al país no tenga interferencias. Nosotros decimos que esa figura del superintendente hay que acabarla, y así lo planteamos en un nuevo proyecto de ley, para que sea un consejo estatal, con representación social, el que defina todas las políticas con respecto al agua. También planteamos que desaparezcan las concesiones, que es un eufemismo de la privatización. ¿Qué es sino privatizar entregarle a una multinacional una concepción de minas, pozos de petróleo o aguas, con derecho a hacer lo que le de la gana durante 40 años. Ahora en Bolivia está deliberando la Asamblea Constituyente, en la que tenemos la esperanza de que se consoliden formas autónomas autogestionarias de nuestros bienes comunes, particularmente el agua, para que se garantice la propiedad de los acueductos que las comunidades han construido. En Bolivia el 54% de la población se abastece con acueductos comunales. Sólo el 11% se abastece de acueductos municipales”.


 


Usted no habla de recursos naturales sino de bienes comunes, ¿tiene algún significado ese esguince lingüístico?


 


“No nos gusta hablar de recursos naturales. Es un término economisista que conduce a pensar que todo lo que la madre tierra nos da es susceptible de convertirse en mercancía, aprovecharse para el lucro. Preferimos hablar de bienes comunes, un término no sólo asociado a las necesidades del ser humano como tal sino a sus derechos como ciudadano. El agua es de todos y al mismo tiempo es de nadie. Nadie puede apropiarse de ella, y menos una trasnacional. En ese sentido tenemos la obligación de preservarla para las futuras generaciones”.


 


¿Cómo ha repercutido en otros países la experiencia boliviana en defensa del agua?


 


“La guerra del agua inspiró movimientos sociales en otros países. En Uruguay dos años después se conformó la Comisión Nacional de Defensa del Agua, hermana gemela de la Coordinadora de Cochabamba. En octubre de 2004 encabezó una movilización popular que logró enmendar la Constitución Nacional para garantizar el agua como un bien público. El 67% de los uruguayos dijo no a la privatización. En Argentina la Suez ha roto el contrato de concesión con el estado argentino ante las presiones populares por las altas tarifas y el mal servicio. En Perú hay una lucha importante para parar la contaminación de las aguas por la actividad minera. En Brasil más de 3 mil municipios están peleando que el agua siga siendo un bien público. En Venezuela las mesas técnicas del agua son espacios para que la gente se organice y construya acueductos. En Guayaquil, Ecuador, están en un proceso de expulsión de la Bechtel, la misma que privatizó las aguas en Cochabamba. En Chile el proceso de privatización está más avanzado que en todas partes. Se ha privatizado hasta el agua del mar. Todas estas experiencias las monitorea una red que agrupa países desde Canadá a la Argentina. Se llama Red Vida. Es un movimiento que intercambia experiencias, legislaciones que surgen de la base popular, y establece contactos con redes europeas”.


Un destino que no soñaba


 


La guerra del agua terminó torciéndole el rumbo a la existencia de Oscar Olivera. Antes de ella era apenas un anónimo obrero y dirigente sindical de una fábrica de zapatos en Cochabamba. Nada más. La movilización contra la Bechtel en el año 2000 lo sacó del anonimato sindical y lo puso en la primera página de los periódicos, entre otras cosas porque le abrieron un proceso judicial por rebelión, alzamiento armado, asociación para delinquir y daños a la propiedad privada. Este contencioso quedaría en el congelador con el triunfo presidencial de Evo Morales, quien fuera su aliado en las luchas populares que desde La guerra del agua tuvieron lugar en Bolivia. Tanto que el mismo Evo propuso a Oscar para Ministro de Trabajo, o diputado constituyente. Él no aceptó ni lo uno ni lo otro, porque es un hombre que carece por completo de vocación y apetito burocrático.


 


“Como ministro —dice— ya no voy a poder estar al lado de la lucha de la gente, que es donde yo me veo. Creo que el poder transformador de una sociedad no está tanto en el Gobierno como en la capacidad de movilización de la gente, como quedó demostrado en Bolivia con las protestas populares que llevaron a Evo al poder”.


 


Oscar Oliveira es desde hace 30 años (hoy tiene 50) mecánico de mantenimiento en una fábrica de zapatos en Cochabamba, donde sin embargo desde hace diez años no toca una máquina. Como dirigente del sindicato goza de franquicia para dedicarse de tiempo completo a las labores sindicales. Y vaya sí ha aprovechado esta franquicia. Le ha permitido asumir la vocería de la Coordinadora de Cochabamba por distintos países, a donde viaja invitado a compartir la experiencia boliviana y a contar la crónica de La guerra del agua. Después de Medellín seguía para Bogotá y de ahí viajaría al África, e irá después donde lo llamen porque ese es hoy su destino: ir de país en país con su cachucha vasca, su camisa de dril, sus suelas de caucho, su bolso de tela y su credo político; un destino que hace seis ni soñaba siquiera.


 


“Mi participación en las luchas fue también como un llamado de la sangre —dice—, porque mi abuelo y mi padre pelearon en la guerra del Chaco con Paraguay, por allá en los años 30 del siglo pasado, una guerra que fue por el gas de Bolivia. Esa herencia la tengo yo, y la tienen hoy muchos bolivianos. Nosotros tenemos que conservar ese patrimonio que fue defendido por nuestros padres y abuelos, para dejárselo a nuestros hijos y nietos”.


 


Oscar Olivera es de familia numerosa. Tuvo diecisiete hermanos, marca que al parecer también quiere alcanzar, o por lo menos acercarse: tiene seis hijos de su matrimonio, quienes allá en su Cochabamba natal lo estarán esperando cuando regrese de sus viajes por el mundo. Dos son niños y el resto niñas: Camila, Natalí, Solidaridad y Libertad, las dos últimas son como dos gotas de agua: son gemelas.

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