Con toda esta cargazón de razones, salgo a la selva de cemento. Mi bici es un modelo no muy viejo pero sólo le falta el timbre aquel para que se parezca a la bici del celador de la cuadra. Su pintura da para que en la universidad donde trabajo la llamen “la dálmata”. Es gruesa de cuerpo y muy resistente para cualquier trocha o camino destapado. En fin, lo que uno quiere le parece hermoso, y a mí, este caballito de acero me parece del otro mundo.
El primer recibimiento matinal me lo brinda la vecina del primer piso: ella, tan lironda con su carro, con su botadero de gases de invernadero ambulante, me observa de arriba abajo. Con mi mirada angular percibo un dejo de tristeza y desprecio en sus ojos de niña buena. La pena ajena se siente en los rostros de la antioqueñidad cuando cualquier vecino con conciencia ecológica o simplemente un hombre pobre, le da por montarse en su caballito de acero. Estas pobres gentes, que ven en el carro la muestra más rancia de estatus social, no saben que en todo el mundo, con la consigna de la lucha por un ambiente sano, la bicicleta es un estandarte de primera mano.
Después de estos pensamientos parto a
Continúo pues pensando un poco en las premonitorias palabras de mi madre, quien con su alto sentido de solidaridad y entendiendo muchas cosas de manera elemental, me incita a que no monte en bicicleta por los peligros que acarrea.
Me encuentro, como les decía, en las afueras de
Terminé este corto trayecto un tanto azarado, y, lo reconozco, un poco asustado, pues en la parte final del recorrido al querer repetir eso de la dignidad y exactamente en el puente sobre el río Medellín, vi esas ruedas grandes a dos centímetros de mi pedal. En fin, ya pasó, llegué al Alma Mater de
—Buenos días señor —saludé al vigilante, con los mismos modales que aprendí cuando alguna vez fui niño.
—Oiga, por aquí no es la entrada. Vaya a la puerta grande por
—¿Me vas a hacer dar la vuelta hombre?, déjame entrar por aquí —le dije en un tono no muy amigable, pues esa carga emocional que traía conmigo no me permitió traer a colación mi verdadera cultura.
—Esas son normas de la administración—me repitió, y me dio la espalda como si yo hubiera desaparecido de la escena.
Maldije mil veces, pero después me calmé y decidí dar esa bendita vuelta antes de devolverme para la casa. Hice lo que tenía que hacer y observé detenidamente cómo la universidad estaba cada vez más militarizada, con más vigilancia privada y más policías en las afueras. ¿Es un plan para cuidarla de sus enemigos, o será, que la están convirtiendo lenta y paulatinamente en una cárcel?
Unas horas después, cuando procedía a enrutar el dálmata para mi casa, recordé que tenía una cita en el antiguo edificio del Ferrocarril, nada más y nada menos que en Carabobo con San Juan. Mi agobio fue mayor. Era insoslayable ese viaje al centro de la ciudad que mas bien parece un viaje al centro de la tierra. Me encomendé a todos los santos que conocía, le pedí fuerzas al más reforzado de todos, a San Judas, y puse la proa en dirección sur. Para mis adentros me dije: “yo soy guapo, no creo eso que dicen de la mortandad de ciclistas, que mueren dizque hasta con el casco puesto; ah, eso es carreta”. Claro, si no hacía un pequeño ejercicio espiritual antes del viaje a ese maremágnum de carros, humos, olores, motos, hombres y furias humanas que buscan salir avante, cada uno a su manera, no iba a ser capaz; miré el horizonte y me despedí de la universidad como si fuera a pasar a mejor vida.
No pasó nada, para fortuna mía, salvo dos o tres cosillas sin importancia, como por ejemplo que me tuve que bajar del caballito cuando a los señores buseros se les ocurrió hacer un taco de la madonna en Bolívar con
Al fin llegué. Sobreviví, alcancé mi cometido. Adentro de ese lindo edificio, me esperaba un abogado amigo para entregarme unos papeles que debía firmar tan pronto como fuera posible. Me bajé de la cicla, me sequé ese sudor pegajoso, y me encaminé al interior de la edificación. Estaba ad portas de amarrar la bici a un poste para que los cacos no hicieran de las suyas, cuando apareció de la nada un vigilante privado y con tono amenazante me señaló con su dedo la salida, pues, de acuerdo a sus palabras, no se permitían esos aparatos dentro de ese edificio porque cualquiera de ellos podría ser una bicicleta-bomba y bueno, que patatín-patatán y que me fuera. Ese agobiante calor, esa ira que traía imbricada en mi espíritu, ese puño atrancado que mantuve en alto por espacio de dos horas, me impedía entender a ese guachimán que me señalaba la puerta con un desusado furor.
En medio de eso que los humanos llamamos ofuscación, pregunté no en muy buenos términos:
—¿En dónde putas dice que las bicicletas no pueden ser llevadas a esta cafetería?
—Se me sale y punto. No tengo por qué mostrarle ningún reglamento —me respondió como buen cancerbero.
—Pues no me voy a salir si no veo la tal norma que usted dice que existe —mi ímpetu lanzó esa carga de profundidad.
A todas estas aparecieron dos personajes, uno el abogado, quien con los ojos brotados y un tanto nervioso me dijo que nos fuéramos y el otro resulto ser el tal “administrador” de la susodicha cafetería, el cual, mis amigos, para su conocimiento, es un lugar público.
A mi amigo el abogado lo calmé diciéndole que como este era un país de leyes, pues que me mostraran el tal reglamento para validar la orden del guachimán. Mi amigo Guillermo, colorado como un pisco, me insistió de muy buenas maneras que saliéramos antes de que yo provocara un asalto de la fuerza pública y todo fuera peor. El tal administrador, un hombre delgado, de tez morena, en buenos términos, como el torturador bueno, me dijo que me fuera y que comprendiera que las Farc estaban poniendo bombas por todas partes y que eso de las bicicletas, en verdad, sí estaba prohibido.
Salí no sin antes dejar sentada una frase altisonante en el seno de esa apacible cafetería. Nos fuimos pues para un espacio colateral a la cafetería y allí me senté en una silla con mi amigo. De nuevo apareció un policía, armado hasta los dientes, joven y un tanto paciente. A esa hora, el calor ya había cedido, el sudor ya lo había secado y la sed, si bien seguía vigente, ya era cosa manejable, ante las noticias que me tenía deparadas este jurista. El muchacho vestido de verde, con dos granadas a los lados y un revólver, a más de un radio de alta frecuencia, nos invitó, con mucha educación, a que abandonáramos el edificio, y nos aclaró que él entendía mi incomodidad, pero que era mejor que saliéramos porque nos podían mandar un Esmad (de esos nacidos para matar) y la cosa sería peor.
Mi amigo Guillermo entendió las razones, yo le dije que ni las entendía ni las aceptaba, así existieran. Me llamó al orden mi amigo y me consoló diciéndome que Bogotá era peor. Vaya consuelo. Cabizbajo, y con mucha furia ahí sí arranqué para mi casa, pero ya no era el mismo, pues me dije para mis adentros que esto no podía quedarse así, que de una u otra manera esos cientos de ciclistas deberíamos unirnos para exigirle a este gobiernito municipal un derrotero para llevar a efecto un plan por la vida de los ciclistas, por la vida de esas personas que algo hacen por su ciudad al no agregar más basura y más desorden al que el consumismo capitalista hace sin compasión.
Cuando al día siguiente, y como lo hago todos los días, iba para mi universidad a dictar clase y al sentir un golpe lateral dado por un carro de uno de esos patanes que pasan a mil, me repetí: “eso de las ciclovías es importante y es una bandera para cualquier movimiento social pero definitivamente, la patanería, producto de esa conciencia universal del poder y de la tenencia de riquezas, se terminará sólo cuando todo en esta sociedad haya sido deconstruido”.
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