La esperanza militante enarbola su pendón.
Ernst Bloch
Muchos de los que hoy en Colombia narramos revoluciones abortadas y empujamos revoluciones urgentes somos sobrevivientes apenas. Sobrevivientes de la desaparición y del miedo que instaló en los cuerpos y en las conciencias un engendro puesto en marcha en los años setenta con el nombre de Estatuto de seguridad1 bajo el régimen de Turbay Ayala. En sus brigadas, cuarteles y caballerizas, los cuerpos de cientos de fervorosos militantes fueron destrozados y desaparecidos. Los que sobreviviesen el espanto deberían quedar convertidos en eternos cadáveres políticos por la acción paralizante del miedo. Muerte y miedo fueron los ejes prácticos de su filosofía letal. Por eso la mayoría de sus sobrevivientes se agazapa todavía hoy, varios decenios después, en sus cavernas de quietud y de espanto, de resignación y de silencio.
Por esos mismos años en los escenarios cristianos de América Latina, cuando se cocían transformaciones políticas audaces al calor de transgresoras alianzas entre creyentes y militantes sociales, de teologías políticas, de fes subversivas, de pastoreos con conciencia de clase, se desató otra especie de estatuto eclesiástico de seguridad. Con la forma de nuevo tribunal de la santa inquisición2, el poder eclesiástico soltaba sus furias contra estas nuevas praxis de creyentes y desataba sofisticados mecanismos de eliminación de los cuerpos e instalación del miedo en las conciencias. Sus prácticas macabras incluían silenciamiento de teólogos y catedráticos, señalamiento de pastoralistas ante ejércitos, brigadas y escuadrones de muerte, suspensión de funciones ministeriales, expulsión de iglesias, escuelas y universidades, enclaustramientos, exilios y despidos laborales.
Acción con eco. El miedo de la gran masa de creyentes de América Latina y de Colombia sigue ahí con su secuela que es la parálisis para la acción, para el grito, para la denuncia, para el trabajo de alumbrar conciencias y de poner en marcha nuevas prácticas libertarias. Hijas del miedo son las prácticas religiosas ingenuas y carentes de sentido y de fuerza, mucho rezo y ninguna acción, las prácticas intimistas y supersticiosas, la religiosidad folclórica y tradicional, los fundamentalismos bíblicos, las esperanzas milagreras, las castraciones corporales y mentales, las reverencias ante sacerdotes y gurúes, las obediencias ciegas y acríticas, la incapacidad para conectar fe y política.
Desde el Pedro de Galilea de hace veinte siglos hasta el argentino Francisco de hoy, místicos, santos, iluminados, profetas, pastores y caudillos del pueblo creyente cristiano, todos, sin excepción alguna, han estado habitados por el miedo. Algunos han dejado que el miedo les hiciera de trampa y de escondite y con ello murió todo espíritu de lucha. Otros, en cambio, los que hicieron significativas transformaciones en su momento histórico o en su hacer de creyentes, lo lograron por haber sido capaces de saltar por encima de sus miedos, por haber ido –digo a menudo– del miedo paralizante a la audacia revolucionaria. Teresa de Jesús –por ejemplo–, la de Ávila, la monja carmelita reformadora en pleno corazón de la inquisición del siglo 16, tenía su método peculiar para vencer los miedos: ponía la muerte ante los ojos, tomaba conciencia de ella, la llamaba y la invocaba3. La exorcizaba y le quitaba poder sobre sus decisiones y actos. Se enfocaba, siguiendo la ruta que analiza Bloch4, en el efecto de lo que esperaba, de lo que soñaba realizar. En palabras de Bloch, este método consiste en trazar la línea “por la que se mueve la fantasía de las representaciones anticipadoras y por la que esta fantasía construye, después, su ruta deseada”, su “terreno utópico”5. Es lo que Freire llamó a finales del siglo veinte, la acción esperanzada, acción contraria a toda resignación fatalista.
La profecía latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte ha seguido esa sabiduría de Teresa de Jesús y su terapia contra el miedo paralizante: No permitir que el miedo a la muerte –que es el miedo esencial en todas las circunstancias de la vida y, en nuestro caso, cuando las dictaduras se agitan y cuando los poderes se reconcentran–, les haga embolatar el objeto de su lucha y de su esperanza, de su esperanza mística y de su esperanza política: Gerardo Valencia Cano, el antioqueño obispo de los derechos de las comunidades negras del Pacífico, acorralado por el ejército, por los medios, por los jerarcas católicos y por el estado colombiano y finalmente eliminado en un atentado aéreo, rezaba “que el miedo no nuble mi mirada”; y Romero de El Salvador, con la bota y el fusil militar sobre su cabeza, rezaba en el nudo de sus miedos más azarosos “podrán matarme pero resucitaré en las luchas de mi pueblo”. Pedro Casaldáliga, flaco, poeta, frágil, obispo de la Amazonía brasileña, acosado por la dictadura militar, rezaba y escribía en las paredes de su cuarto “por mi pueblo en lucha vivo, con mi pueblo en marcha voy”. Esos testimonios, y de ellos está lleno el martirial de América Latina y de Colombia, nos dicen bien a las claras que la liberadora terapia contra el miedo paralizante es la mirada puesta en el objeto de la esperanza, es decir, en el suelo de libertades al que se quiere llegar.
Francisco, el papa, el que como jerarca argentino fue hombre de diplomacia y de prudencias, hombre de muchos cálculos que son hijos del miedo paralizante, nunca amigo declarado de las radicalidades de la teología de la liberación, al llegar a la cúspide del poder eclesiástico hace un poco más de dos años, marca una ruptura significativa: decide romper los cercos del miedo y, sabiéndose objetivo deseado de muchas balas y de muchas muertes, se enfoca en el objeto de su espera, en el objeto de la espera de la humanidad. Y desde esa postura se transforma, y transforma su palabra, y transforma su acción. Empieza a dibujar las parálisis del miedo y a invitar a vencerlas: “Actuemos sin miedo”, “hagamos lío”, “rompamos estructuras”, “este sistema no aguanta, los pueblos no aguantan, la tierra no aguanta”, repite por doquier y sin cesar.
¿Qué hace falta para romper el miedo?, ¿qué hace falta para que en Colombia rompamos el miedo y nos lancemos audazmente a construir unidad y a sembrar un ordenamiento social, político y económico incluyente, plural y equitativo, justo, hermanado y en paz?, ¿qué hace falta para que mujeres y hombres creyentes de Colombia, con fuerza nueva y lógicas nuevas derivadas de nuestra fe, volvamos a la lucha decididos a juntarnos con muchas y muchos otros para cambiar las cosas con radicalidad?
Tal vez una buena pista sobre estos interrogantes nos la brinda Ernst Bloch cuando nos invita a enfocarnos en esperar algo distinto, en creer que puede lograrse lo que esperamos y en actuar para que se dé: “La esperanza es […], en último término, un afecto práctico, militante, que enarbola su pendón. Si de la esperanza nace la confianza, tenemos o casi tenemos el afecto de la espera hecho absolutamente positivo, el polo opuesto de la desesperación”6.
* Teólogo animador de Comunión sin Fronteras. [email protected]
1 Doctrina de la seguridad nacional es un concepto utilizado para definir ciertas acciones de política exterior de Estados Unidos tendientes a que las fuerzas armadas de los países latinoamericanos modificaran su misión para dedicarse con exclusividad a garantizar el orden interno, con el fin de combatir aquellas ideologías, organizaciones o movimientos que, dentro de cada país, pudieran favorecer o apoyar al comunismo en el contexto de la Guerra Fría, legitimando la toma del poder por parte de las fuerzas armadas y la violación sistemática de los derechos humanos. El Estatuto de Seguridad Nacional fue la aplicación en Colombia de esta Doctrina, según la cual las Fuerzas Armadas debían combatir al “enemigo interno” que amenazaba los “intereses nacionales”. La analista Catalina Jiménez afirma que eso llevó a los militares a “considerar que cualquier opositor o crítico al Estado era una amenaza a los valores políticos trascendentales” de la nación”.
2 Con el término Inquisición aludo a diversas instituciones creadas con el fin de suprimir la herejía dentro del seno de la Iglesia Católica. La Inquisición medieval, de la que derivarían todas las demás, fue fundada en 1184 en el sur de Francia para combatir la herejía de los cátaros o albigenses, pero tuvo poco efecto al no proporcionarse apenas medios. La Inquisición en sí no se constituyó hasta 1231, con los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX. Con ellos el papa redujo la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometió a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado, y estableció severos castigos. El cargo de inquisidor fue confiado casi en exclusiva a los franciscanos y a los dominicos, a causa de su mejor preparación teológica y su supuesto rechazo de las ambiciones mundanas. En un principio, esta institución se implantó sólo en Alemania y Aragón, aunque poco después ya se extendió al resto de Europa, siendo su influencia diferente según el país. En 1478 es fundado en España por los Reyes Católicos –Isabel y Fernando–, con la autorización del papa Sixto IV, el Tribunal de la Santa Inquisición, un Tribunal mixto, integrado por varios eclesiásticos, expertos conocedores del dogma y moral católicos, del Estado y de la Iglesia, que se ocupaba de juzgar los delitos relacionados con la fe y las buenas costumbres. El principal propósito del Tribunal era vigilar la sinceridad de las conversiones de judíos y musulmanes. El primer inquisidor general fue el célebre fray Tomás de Torquemada.
3 Cf. Zambrano, María. Algunos lugares de la poesía. Editorial Trotta, Madrid, 2007. p. 125.
4 Bloch, Ernst. El principio esperanza. Editorial Trotta, Madrid, 2004. La conciencia anticipadora, Tomo I
5 Bloch, Ernst. Op. Cit., p. 147
6 Ibídem
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