Trece jóvenes capturados el pasado 8 de julio, y condenados por los medios de comunicación sin esperar proceso legal alguno, esperan desde la prisión que inicie su juicio formal. El proceso judicial hasta ahora afrontado despierta serias dudas sobre la independencia ideológica y administrativa del poder judicial respecto al Ejecutivo. Organizaciones políticas y sociales mantienen el apoyo a los inculpados e intentan desmentir las acusaciones urdidas en su contra. El futuro del proceso judicial se vislumbra lleno de incertidumbres y pocas certezas.
La noticia se escapa como agua entre las manos de los medios de comunicación: las detenciones de trece estudiantes y funcionarios del Distrito capitalino, que ocuparon por más de dos semanas los titulares de los grandes medios de comunicación oficiosos del país, ahora pasa al olvido, mientras los inculpados esperan por sus juicios en las cárceles de La Picota y el Buen Pastor en Bogotá.
El caso ya cumplió su papel mediático, y al igual que otros procesos del estilo, solo será retomado ocasionalmente y de forma marginal cuando las agendas y pretensiones de los medios de comunicación encuentren un breve espacio para reeditarlo. El objetivo político con este caso ya fue cumplido también por el Gobierno: dar al país una muestra importante de su “eficiencia” y “capacidad” al capturar y judicializar a los sindicados.
El proceso inició hace poco más de dos meses, el ocho de junio, con la espectacular captura 15 jóvenes en doce allanamientos realizados en la ciudad de Bogotá, y un cubrimiento extenso de la noticia por canales de televisión encargados de juzgar prematuramente a los implicados, reproducir las voces condenatorias de las autoridades policivas, gubernamentales y distritales que los asociaron con el Eln. De nuevo, como ha ocurrido en casos relacionados con otros inconformes, en esta ocasión todo estuvo permitido: juicios difamatorios en redes sociales, el empleo indiscriminado de fotografías personales para exhibir sus rostros a la opinión pública, además de seguimientos y presiones sobre sus familias.
Dudas sobre el proceso
Las primeras dudas surgieron al día siguiente de la detención, cuando fue nítido que la Fiscalía no tenía el material probatorio suficiente para sustentar las imputaciones por rebelión y terrorismo en contra de todos los implicados. Las sospechas se incrementaron cuando fueron dejados en libertad dos de los quince detenidos –porque no tenían material probatorio para justificar su detención–, sumándose a esto las maniobras en el escenario de las audiencias para justificar su traslado a establecimiento carcelario, todo reforzado con manipulaciones de fuerzas oscuras que, detrás del proceso, maquinaron amenazas en contra del Fiscal General de la Nación, los juzgados de Paloquemao y un vigilante de la Universidad Nacional que testificó en contra de Paola Salgado Piedrahita, motivos suficientes para que las jueza 77 del distrito declarara a los detenidos, tras pocas horas de su detención, como “un peligro para la comunidad”, ordenando su reclusión intramural.
Maniobras, presiones, vicios procesuales, reforzados por la reunión sostenida el martes 28 de julio por la jueza a cargo del caso con un General de la Policía, pocos minutos antes de dictar la medida de aseguramiento que condujo a los sindicados a La Picota y al Buen Pastor.
El mensaje para los movimientos de oposición
Ninguno de los argumentos esgrimidos por la defensa, para evitar la medida de aseguramiento carcelario, fue tenido en cuenta por la jueza, un golpe con alto impacto anímico entre los detenidos, familiares y organizaciones político/sociales a la que pertenecen los mismos.
El manejo del caso en los medios de comunicación, la voluntad manifiesta de someter a escarnio público a los detenidos, sumado al manejo probatorio, así como el creciente interés del Gobierno y de organismos judiciales por enviarlos a prisión a pagar altas condenas, son algunos de los factores que permiten concluir que el caso lo están usando para enviar un mensaje contundente a quienes ejercen oposición política con vocación de cambio para el país. El mensaje es claro: Están bajo constante monitoreo –confirma el Estado– y podemos fabricar las pruebas con las cuales lograr una efectiva y presta judicialización para eliminarlos políticamente en caso de que así lo requiramos.
Varias coincidencias con otros casos, para intimidar e incluso ir más allá, fueron detalladas a desdeabajo por Alexandra Bermúdez, vocera nacional del Congreso de los Pueblos, instancia de movilización a la que están inscritos once de los detenidos “Mecanismo claro: primero aparecen amenazas de los paramilitares, luego, en vez de abrir investigaciones para esclarecer esas amenazas y buscar los responsables, lo que vienen son acciones de los organismos de inteligencia del Estado alrededor de las actividades de estos dirigentes que terminan en judicializaciones, que luego se demuestra que son falsos positivos judiciales; así continúa de alguna manera esa lógica macabra que termina, en ocasiones, en asesinatos, desapariciones de dirigentes […], de ahí nuestras preocupaciones de que nos estén aplicando esa misma estrategia de eliminación del movimiento social”. Un terrible modus operandi que ilustra la sistematicidad de la represión gubernamental.
La unidad del Estado en torno a la acusación es manifiesta: las actuaciones de la Fiscalía, el proceder de la juez, el comportamiento de la Policía y los discursos de funcionarios en torno al caso, demuestran que no se trata de una simple coincidencia de postura, sino que existe el interés y la voluntad de acción conjunta entre distintos organismos estatales para lograr que sea impuesta la máxima condena a los implicados, una condena que se erige sobre la supresión de la libertad física de los individuos y la estigmatización como mecanismos de eliminación política.
Pero el Gobierno no es el único que ha cerrado filas. Alrededor de 250 organizaciones han reivindicado la labor de “los 13” como líderes políticos y estudiantiles, recibiendo el apoyo de sus organizaciones de adscripción a través de plantones, redes sociales, comunicados; un verdadero espaldarazo que les ha permitido mantener el ánimo alto, asumiendo una postura de dignidad, de rebeldía, frente al proceso al que están sometidos.
Las pruebas, la pena, el juicio
Veinticinco años para diez de los detenidos, entre treinta y treinta y cinco años para los tres restantes, estas son las penas que pedirá la Fiscalía General de Nación para los activistas detenidos. Una pena de elevadas proporciones que demuestra cuanto puede ensañarse el Estado contra quienes osen desafiar sus ordenamientos, sus disposiciones. Pero, para hacerlas efectivas, antes deben probar que los detenidos participaron en disturbios en la Universidad Nacional, violentaron a servidores públicos, fabricaron “armas de uso privativo de las Fuerzas Militares”, que tres de ellos tuvieron contacto con estructuras del Eln, además de aportar las pruebas que los inculparían como responsables por los petardos colocados en Bogotá desde mediados del 2014 y hasta julio del año en curso.
Algunas de las inquietudes guardadas respecto al proceso aluden al tiempo que las autoridades llevaban efectuando el seguimiento de los jóvenes detenidos: muchos de los registros fílmicos y fotográficos usados por la Fiscalía para imputar cargos fueron obtenidas en fechas anteriores a las autorizaciones de seguimientos. Esto quiere decir que los estudiantes estaban bajo monitoreo mucho antes de que pudieran tener cualquier interés en ellos para procesarlos judicialmente, razón que induce a diversas organizaciones sociales y políticas a cuestionarse sobre cuán difuminadas en el país se encuentran estas prácticas de monitoreo sobre líderes y activistas. A pesar de la intensidad y data de los seguimientos, llama mucho la atención que no hayan podido acumular pruebas suficientes con que imputar a los 13 las explosiones por las que fueron inicialmente sindicados y perseguidos, es decir, las autoridades policivas han reconocido indirectamente que el asunto de las explosiones, además de fortuito al caso, solo fue una simple excusa para justificar públicamente su captura, entonces, ¿dónde están los verdaderos responsables de las explosiones?
Aún no existe claridad si la fase del juicio será llevada a cabo de manera individual o colectiva, pero es seguro que el proceso, por la cantidad de implicados y por la necesidad creciente del Estado de condenarlos, cueste lo que cueste, se tomará varios meses, posiblemente más de un año. La Fiscalía será clave en esta fase del proceso pues, de su capacidad para construir las pruebas y un discurso probatorio capaz de soportar la embestida de los abogados que defienden a los activistas tras las rejas, depende el éxito de su misión. Es probable que el juicio no cuente con una cobertura siquiera similar de los medios de comunicación: es de esperar que se desarrolle en el contexto de estrategias de ocultamiento mediático que impidan a la opinión pública conocer pormenores del proceso y de la defensa de los acusados, pero si permitiendo el escenario para que el Estado pueda borrar cualquier suspicacia social sobre su violencia y la extralimitación en que está cayendo al llevar a cabo vigilancia, registro y control de activistas y opositores al régimen sin estar sindicados de delito alguno.
Conclusiones del caso
Son pocas las certezas que se tienen respecto a esta nueva fase del proceso judicial. Los 13 esperan desde las cárceles del Buen Pastor y La Picota en Bogotá el inicio de las audiencias de juzgamiento gracias a que la juez consideró que al permanecer libres podrían alterar el material probatorio de la investigación o podrían seguir delinquiendo, poniendo en riesgo con ello a la comunidad. Se trata de un nuevo caso de persecución del Gobierno que pone en entredicho, una vez más, la independencia de las instancias judiciales, subordinadas económica y políticamente al Ejecutivo, dispuestas a ver terroristas y delincuentes donde hay opositores, activistas, líderes políticos y sociales.
Los comunicados de las organizaciones, las cartas de las facultades donde están registrados los estudiantes, la voz de congresistas, fueron suficientes para que la juez 77 del circuito se percatara de que no estaba tratando precisamente con delincuentes sino con intelectuales y activistas que desarrollaban una labor abierta, con reconocimiento y respaldo social. De manera paradójica este mismo reconocimiento fue la principal motivación para justificar su detención carcelaria: “como tenían estás cualidades había que ser más severos en la aplicación de la Ley”.
La situación deja un margen de maniobra reducido a las organizaciones y familias de los jóvenes. Sin embargo las puertas de la movilización, del ejercicio de la presión sobre los actores del proceso, del desarrollo de estrategias comunicativas que permitan a la opinión pública conocer respecto al caso, no deben cerrarse. Son posibilidades que pueden ser explotadas mientras se desarrolla el juicio, contribuyendo para alcanzar un margen superior de negociación del que tuvieran si se deja el proceso exclusivamente en manos de “la justicia”. No basta con confiar en la inocencia los jóvenes, es imperante la presión social, así como la información y la movilización.
Al mismo tiempo, es necesario que el caso, si hay condena, sea elevado a instancias jurídicas internacionales. De igual manera, es fundamental obtener el apoyo de Ong’s y organizaciones de defensa de derechos humanos internacionales para que se sumen a la cruzada por la libertad de los detenidos, por la defensa del derecho a la protesta y del ejercicio de la oposición.
Las organizaciones políticas y sociales, bien pueden desechar el mensaje intimidatorio enviado por el Gobierno con estas detenciones, incrementando la representación, las acciones de movilización y de protesta. El ejercicio de la oposición debe mantenerse incolumne frente a las pretensiones de sileciamiento e intimidación de un Estado que sigue utilizando todo su poder para conservar su monolítica inmutabilidad, impidiendo la ampliación democrática que desde décadas han reclamado con discursos, marchas, piedras, quienes el establecimiento ha osado desaparecer, masacrar, silenciar o exterminar políticamente antes que escuchar.
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