Estimados/as lectores/as compartimos la serie de artículos más leídos durante el 2023. Una relectura necesaria de hechos y proyecciones de diferentes temas tanto nacionales como internacionales. Esperamos que su lectura sea de utilidad.
El tipo ideal de militante izquierdista, cuya praxis política se sustentaba en vínculos y tiempos sólidos, está en declive. Su lugar ha sido tomado por los emprendedores políticos, activistas e influencers, capaces de desenvolverse en un contexto de vínculos y tiempos fluctuantes, pero con muchos problemas para proyectar su praxis hacia la transformación social en el largo plazo.
Hace unas semanas, el senador Iván Cepeda publicó un tuit llamando la atención sobre la tendencia, seguida por los jóvenes políticos de todo el espectro ideológico, “a convertir la política en espectáculo narcisista y no en un quehacer público serio destinado al bienestar de nuestros compatriotas”. Su invitación a la reflexión apunta a uno de los efectos de lo que parece ser una transformación estructural de la acción política contemporánea: la tendencia a reemplazar cierto tipo de militante, más relevante en la izquierda que en otras corrientes, por lo que podría denominarse el emprendedor político, encarnado en figuras como el activista y el influencer.
El tipo ideal de militante, en particular de izquierda, encuadraba de manera bastante precisa en la etimología marcial del término y en la concepción de la política como extensión de la guerra por otros medios. Pelagia Nilovna Vlásova y Pável, los místicos y abnegados protagonistas de La Madre de Gorki, podrían ser la representación benevolente de dicho tipo. Se trata de seres humanos comprometidos con un proyecto colectivo de largo plazo, al punto de sacrificar religiosa y alegremente su vida por él.
A su vez, Nikolái Rubachof, protagonista de El cero y el infinito de Koestler, sería un caso menos idealizado de militante. Su praxis política está orientada por la máxima según la cual “el Partido no se equivoca jamás” porque “es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia”. Su virtual disolución como individuo no solo lo conduce a todo tipo de contradicciones, “el Partido negaba el libre albedrío del individuo, y al mismo tiempo exigía de él una abnegación voluntaria”, sino también a colaborar en el envío de camaradas indisciplinados, vistos como conspiradores, al matadero.
Ese tipo de militante reproducía, en términos generales, ciertas características de la sociedad moderna industrial. Sus vínculos sociales, provistos por el partido, eran sólidos, y el sentido de su praxis estaba orientado por un tiempo lineal y progresivo. En contraste, el emprendedor político contemporáneo tiene como condiciones de posibilidad la fluidez de los vínculos, sobre todo en el ámbito virtual, y la aceleración y disgregación del tiempo social.
Vínculos
El modelo tradicional de militante respondía a una sociedad sustentada en los vínculos que Bauman denominó sólidos, capaces de dotar a los individuos de una estabilidad en el espacio y en el tiempo: la familia tradicional, el contrato laboral a término indefinido, etcétera. En la política, especialmente de izquierdas, esa clase de vínculos se expresaba en sólidas estructuras organizativas, como los partidos de masas, los sindicatos o las organizaciones armadas. Así, el militante desempeñaba un rol específico en un entramado de sentido más amplio, que definía los límites y potencialidades de su praxis. Por eso, muy improbablemente un individuo podría tener relevancia política al margen de la organización y el proyecto político.
Hoy estas estructuras tienden a la desaparición, en el marco de procesos análogos a la precarización y flexibilización laboral, característica del postfordismo, y de la desregulación del mercado erótico y amoroso estudiado por Eva Illuoz, en la raíz de la transformación de la familia. Si el diagnóstico de Bauman es correcto, en todos estos ámbitos los vínculos sociales tienden a ser líquidos e instrumentales.
Como consecuencia, la realización personal deja de coincidir con el éxito de los proyectos colectivos. La solidaridad y el compromiso tienden a ceder frente a la competencia, instigada por la presión de “reinvención” permanente de la identidad individual según las exigencias del mercado. Este contexto posibilita el surgimiento del emprendedor político, una forma de acción cualitativamente distinta a la del militante, al menos a su tipo ideal, en la forma del activista y del influencer.
La emergencia de la figura del activista, que no debería tomarse como un término meramente sinónimo de militante, quizá podría retrotraerse a la crisis de la izquierda posterior a la caída del Muro de Berlín. Inicialmente y por distintos factores, los partidos y los sindicatos cedieron su lugar a las ONG, moradas naturales del activista. La praxis de estas organizaciones es sustancialmente distinta a aquella en la que, idealmente, se desempeñaba el militante.
Para empezar porque, aunque las ONG pueden enmarcarse en proyectos de transformación social, no pretenden ejercer el poder político, no compiten por cargos electivos ni tratan de hacer la revolución. De hecho, sus agendas políticas son institucionalizadas, no contestatarias, en gran medida porque dependen de la financiación de otras agencias, gubernamentales y no gubernamentales. A diferencia de los partidos, las ONG no necesariamente implican un vínculo sólido basado en el compromiso político, puesto que la filiación está basada predominantemente en la relación salarial. Con frecuencia, los activistas circulan en el entorno no gubernamental en distintas organizaciones con agendas de intervención afines, lo que implica un mayor grado de independencia individual.
Sin embargo, es el contexto de digitalización del ámbito público el que potencia una mayor fluidez en los vínculos políticos, especialmente por el predominio que allí tiene el influencer. De hecho, las dinámicas de las redes sociales incentivan el emprendimiento político individual. De ahí, en parte, la personalización de la política contemporánea. La estructura del mundo online, diseñada en función del marketing, la captura y la acumulación de datos, favorece la autopromoción personal.
En el espacio virtual circula demasiada información a una velocidad inusitada, imposible de procesar por los usuarios. En consecuencia, el desafío para los actores políticos es, en primer lugar, hacerse visibles. El influencer político se inscribe así en la competencia por la atención, mediante su imagen, su capital erótico y, sobre todo, su capacidad de generar polémica en los tiempos inmediatos de las redes sociales. Eso explica, en buena parte, la centralidad de las emociones en la política contemporánea. Así, los posicionamientos que más atraen la atención no necesariamente son radicales, en el sentido estricto de atender de raíz un problema, pero sí son “extremos”, en el sentido de diferenciarse y producir discusión, que se traduce en tráfico en la red. De esa manera, el influencer puede devenir en un empresario de la indignación.
Tiempos
El tiempo social “sólido” de la modernidad industrial, lineal y progresivo, era una condición de posibilidad para el tipo ideal de militante izquierdista. La idea del progreso permitía articular pasado, presente y futuro, confiriéndole sentido a una forma de vida ascética basada en el compromiso y el deber con un proyecto colectivo, una utopía: había que sacrificarse en el presente para cosechar en el futuro: “el presente es de lucha, el futuro socialista”. En cambio, la vida social en la actualidad tiene una mayor velocidad que, paradójicamente, no conduce al cambio social. Como ha sostenido Enzo Traverso, el soporte de la realidad se ofrece como algo efímero y fluctuante, todo parece cambiar a un mayor ritmo menos el marco social global. Al contrario, el sistema capitalista se alimenta de esa aceleración en la vida social. Por consiguiente, hasta cierto punto se ha diluido el vínculo de continuidad entre pasado, presente y futuro.
El presente aparece desligado del pasado, porque este último se concibe como una serie de relatos que creamos desde el ahora, se confunde con la memoria, no tiene una materialidad y, por lo tanto, no necesariamente se concibe como causa del presente. Pero el presente también aparece como desligado del futuro, porque estamos en un mundo hiper-acelerado. El ejemplo más notorio es la obsolescencia programada: cada innovación tecnológica, por nimia que sea, se vende como la realización del futuro en el presente. Como el hámster, en su proverbial rueda, estamos corriendo no para llegar al futuro, sino para no irnos al pasado, para mantenernos en el presente.
Por tal razón, el reconocimiento social ya no está dado predominantemente por el cumplimiento del deber, entendido como la satisfacción de las expectativas que el grupo tiene de cada quien, sino por el imperativo hedonista —de imposible realización en el capitalismo contemporáneo— de gozar individualmente del presente inmediato. No nos mueve fundamentalmente el ascetismo que implican las tareas de realización prolongada sino la promesa irrealizable de la recompensa instantánea. Este contexto desincentiva los procesos organizativos, que implican recompensas colectivas, no individuales, y mediatas o de largo plazo. De esa forma tienden a diluirse los proyectos colectivos, las utopías, y la acción política se concentra en el presente, en el día a día.
Aún más, los emprendedores políticos y los influencers tienen mayores posibilidades de adaptarse y beneficiarse de este régimen temporal. La fluidez del mundo virtual, por ejemplo, demanda unas tareas que pueden ser muy contrarias a la solidez y la lentitud que implica seguir el programa, la táctica y la estrategia de un partido. El funcionamiento mismo de este tipo de organización, a base de extensas reuniones y prolongadas consultas, riñe con los tiempos inmediatos en que es necesario responder en el mundo digital. En cambio, el influencer, librado de los vínculos sólidos y de la coherencia que demanda un programa, puede aprovechar eficientemente cada oportunidad, sin que su volatilidad ideológica le represente inevitablemente un costo.
De ahí el que la política contemporánea no solo se haya personalizado, sino que se esté convirtiendo en una permanente campaña electoral cuyo objetivo, más que el debate público de los problemas socialmente relevantes, es la captación de la atención. Paradójicamente, mientras problemas fundamentales de la humanidad como la crisis ambiental requieren plantearse iniciativas de largo plazo, la política parece atrapada en aquellos temas que puedan generar alguna rentabilidad en el mercado de la atención. La discusión pública se concentra en asuntos que escandalizan o indignan, como determinados aspectos de la vida privada de los políticos profesionales, que no necesariamente tienen relevancia para la vida en común.
Por esas razones, el emprendedor político se halla sumido en el horizonte político de la democracia liberal más limitada. El activista se asume como parte de un grupo de presión. Su proyecto, con frecuencia en una ONG, se basa en el ejercicio de la influencia sobre los tomadores de decisiones, partiendo del supuesto de que en una sociedad pluralista su experticia constituye un recurso fundamental de poder. La política se confunde así con la administración y el gobierno. Atrás parecen quedar el horizonte de transformación revolucionaria de la sociedad y los diagnósticos de la realidad basados en la explotación y los antagonismos de clase.
El influencer, por su parte, se asume como un empresario individual en un mercado político, separado de una “línea” política determinada. Su praxis tiende a agotarse en el performance mediático, desligado de las prácticas organizativas de base. Su sentido se configura en función de su reconocimiento en el campo político, no por la transformación social en primer lugar sino la construcción de su “carrera política” individual. Esta se convierte en un fin en sí misma, al que se subordinan otras finalidades y medios. Por eso su horizonte de sentido se agota en la competencia electoral, en el mejor de los casos, o la consecución de contratos públicos en el corto plazo.
Desafíos
A principios del siglo XX, la crítica que Rosa Luxemburgo formuló a la concepción del partido defendida por Lenin (Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa) incluyó un rechazo de su noción vertical de disciplina, propia de un ejército o de una fábrica taylorista, en beneficio de un concepto de autodisciplina más propicia para la organización y emancipación de la clase obrera: “¿Qué tienen en común la regulada docilidad de una clase oprimida y la autodisciplina y organización de una clase que lucha por su emancipación?”. Las transformaciones estructurales de la política contemporánea plantean interrogantes análogos: ¿es posible la emancipación utilizando las mismas armas de la dominación y de la explotación? O, más concretamente: ¿hasta qué punto la política de los emprendedores puede ser funcional a los proyectos emancipatorios?
Las consecuencias de esas transformaciones difícilmente se pueden eludir. La comunicación virtual, por ejemplo, hace parte indiscutible del ámbito de disputa hegemónica. Por eso, los límites entre las figuras típicas del militante, el activista y el influencer son cada vez más difíciles de establecer. Los militantes organizados se ven obligados a adoptar los modos de acción de los emprendedores políticos para que sus acciones tengan alguna eficacia. No obstante, la personalización de la política, la concentración en la “carrera individual” como fin principal de la praxis y la competencia por la atención instantánea, en detrimento de problemas sociales cuya resolución implica compromisos de largo aliento, plantean grandes problemas a la acción política de las izquierdas.
En el extremo, conducen a una política desinstitucionalizada, basada en coaliciones entre individuos notables, aquellos que consiguen la atención, con sus redes clientelares, más que entre organizaciones y proyectos colectivos. En el pasado, las sólidas estructuras organizativas, los partidos, tendían a convertirse en fines en sí mismos desplazando la finalidad de transformación social que había justificado su existencia (la “ley de hierro de la oligarquía” de R. Michels). De esa forma, la organización se convertía en un modus vivendi, tal como ahora ocurre en el terreno de las ONG, relegando su carácter de medio para el cambio social, con lo que el proyecto de largo plazo se desfiguraba.
Sin embargo, la política desinstitucionalizada tampoco es funcional de cara a las tareas de largo aliento: si los individuos se mueven en función de la recompensa instantánea y en el terreno electoral, sus posiciones tenderán a fluctuar más en el tiempo, serán más susceptibles de cooptación, etcétera. Un desafío consiste, por tanto, en encontrar un término medio, repensar la organización para que simultáneamente pueda aprovechar las oportunidades que ofrece el mundo líquido, especialmente el ámbito virtual, sin renunciar a los horizontes de transformación de largo aliento. Esto necesariamente supone una ampliación de la noción de política, actualmente muy confinada al terreno electoral, hacia actividades de comunicación cara a cara, organización de base y construcción de vínculos sociales sólidos.
Entre otras cosas, también es necesario evitar que la praxis de izquierdas quede atrapada en las dinámicas del espectáculo y la privatización de la política, consecuencia de la economía de la atención. La finalidad de la acción política emancipatoria no puede agotarse en la captación de la atención, en el número de seguidores, likes o reproducciones de mensajes. Todas estas dinámicas terminan convirtiendo a la política en un entretenimiento, no en una actividad orientada a la discusión y resolución de problemas de la vida en común, y como otros entretenimientos genera grandes ganancias a entidades privadas. Se trata de una forma superior de privatización que se nutre de la legítima indignación.
En definitiva, el desafío consiste en utilizar las formas de acción y los medios a disposición de los emprendedores políticos, principalmente virtuales, para forjar vínculos sólidos capaces de ubicar las luchas en horizontes transformadores de largo plazo. Pero, al mismo tiempo, es necesario evitar que la praxis política quede atrapada en el presente instantáneo, porque de esa forma deviene en un engranaje más del capitalismo de la atención que convierte la indignación en una mercancía.
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