¿Hemos salido en Nicaragua del siglo diecinueve? ¿Pasó en vano el siglo veinte? ¿Es que del siglo diecinueve saltamos al siglo veinte, de la vida rural a la modernidad engañosa, mientras arrastramos lo arcaico hacia lo nuevo? El pasado tenaz nos persigue como un fantasma cuya sustancia no pocas veces podemos tocar. El pasado que siempre se está repitiendo, como si la historia del país fuera una rueda que a veces parece avanzar, en ocasiones se detiene, y las más de las veces está girando hacia atrás.
Si un director de cine quisiera filmar una película de época, digamos acerca de la vida de Rubén Darío, un personaje arquetípico de nuestra historia, los escenarios estarían esperándole, congelados en el tiempo, sin necesidad de que tuviera que reconstruirlos. Digamos la escena en que la joven Rosa Sarmiento viaja en el mes de enero de 1867 desde la ciudad de León hacia las montañas de Matagalpa para dar a luz a su hijo, lejos de las amarguras provocadas por un matrimonio a la fuerza.
No habría ninguna necesidad de mandar a fabricar una carreta de bueyes de pesado camastro cubierta por un toldo de cuero crudo, que es el vehículo en que Rosa viaja por un camino rural polvoriento. El camino es largo y la carreta avanza tanto de día como de noche, cuando el boyero va por delante alumbrándose con una lámpara de aceite, y en los recodos estrechos anuncia su paso haciendo sonar un cuerno. Como ahora mismo, en el siglo veintiuno.
Las carretas de bueyes siguen andando por esos mismos caminos, las pesadas ruedas de madera hundiéndose en el fango en la época de las lluvias, batiendo el fino polvo en el verano de cielos estrellados, que es cuando Rosa prosigue su viaje hasta que los apuros del parto la hacen detenerse en el poblado de Metapa, donde parirá a Rubén el 18 de enero en el aposento de una rústica vivienda, a la luz de una vela de cebo.
La Nicaragua rural sobrevive no sólo en las carretas tiradas por bueyes. Aún se siembra el maíz grano a grano, con un espeque, como en los tiempos precolombinos. En cada hoyo se colocan cuatro semillas: una es para los ratones, otra para los pájaros, y dos son las que germinan. La cosecha dependerá del favor de los dioses.
La convivencia del pasado con el presente, no deja de causar asombros. La carreta de bueyes avanza a paso lerdo. El director de cine deberá evitar algún recodo del camino polvoriento donde se divisa, por encima de la verdura de los árboles, una antena de teléfonos celulares. Hay cuatro millones de teléfonos celulares en un país que no llega a los seis millones de habitantes. Es probable que el boyero que conduce la carreta, lleve uno en el bolsillo.
Pero es el mundo rural embalsamado el que sigue definiendo la cultura política del país. Porque el siglo diecinueve en que Rubén Darío nació, entre el atraso, la ignorancia y la miseria de una población mayormente campesina, diezmada por las continuas guerras civiles y por el cólera morbus, vio aparecer también la figura del caudillo que está todo el tiempo renaciendo, traspasa las fronteras de las décadas, y se halla siempre en lucha contra la modernidad, oponiéndose a ella, y tratando de someter a las instituciones a su propio dictado.
El caudillo del siglo diecinueve derrota a las instituciones que tratan de erigirse en medio de las guerras civiles que siguen a la independencia de 1821, y por encima de las constituciones que se quedan en el papel, impone su voluntad arbitraria. Es el latifundista dueño de miles de cabezas de ganado que convierte a sus peones en soldados de su propio ejército, y ya encima del caballo no quiere bajarse más, y de la silla del caballo pasará a la silla presidencial. Los ciudadanos le deberán la obediencia que siempre le debieron sus numerosos hijos, legítimos e ilegítimos, porque también goza del derecho de pernada, y siempre decidirá cuándo debe premiar, o cuándo debe castigar, como buen padre benévolo de mano dura.
No se ve nunca fuera del poder, porque tiene una misión mesiánica que cumplir, y por eso mandará a hacer siempre constituciones a su propia medida, o pasará por encima de ellas cuando es hora de reelegirse, o llenará las urnas de votos falsos porque el asunto es quedarse. No deja nunca de ocurrir. Sigue ocurriendo. Hay algún respiro, algún presidente civil esporádico, pero el fantasma de carne y hueso siempre está de regreso. Es general, o es comandante. Alguno de ellos se hizo llamar alguna vez Gran Mariscal.
Hasta que llega la hora en que es bajado a la fuerza, como le ocurrió al general José Santos Zelaya, caudillo de la revolución liberal de 1893, obligado a entregar el poder en 1909 a sus adversarios conservadores en armas por un dictum imperial de Estados Unidos, o como le ocurrió al general Anastasio Somoza Debayle, el último de la dinastía de medio siglo, derribado por una rebelión popular en 1979. Ahora, el turno es del comandante Daniel Ortega, que peleó para derrocar al último Somoza, y ha decidido sustituirlo para que la rueda siga girando hacia atrás.
El triunfo de los contrastes, o la suma de las imposibilidades posibles, es también el triunfo del atraso, porque debajo de la tenue capa de prosperidad que cubre a unos pocos, se abren, tan insondables como siempre, los abismos de la miseria. Nicaragua sigue siendo un país tan desigual como en el siglo diecinueve. El socialismo del siglo veintiuno de Ortega, no es más que una quimera retórica, en fidelidad a las proclamas de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).
Nicaragua es el país más desvalido de América Latina después de Haití, con un 44,7% de la población que subsiste con menos de 2 dólares al día. Mientras tanto, nos hallamos en el puesto 115 del Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, apenas por debajo de Guatemala. El desempleo global, tanto el abierto como el subempleo, se aproxima al 28% de la población económicamente activa.
Pero éstas son cifras de los organismos internacionales, no las oficiales. El empeño de Ortega en presentar una situación de bienestar para los más pobres y marginados, tiene que ver con la raíz de su discurso político de construir una Nicaragua “cristiana, socialista y solidaria”.
El populismo no resuelve el asunto de los cambios estructurales que el país necesita para entrar en la fase de un crecimiento económico sostenido. El siglo diecinueve, sigue siempre allí. La matriz agroexportadora no ha cambiado, basada en los mismos productos tradicionales, café, oro, azúcar, reses en pie y carne vacuna, que dependen de la bonanza de los precios internacionales, mientras las plantas textiles instaladas bajo el régimen de zona franca, lo que precisan es mano de obra barata. Si no, se van.
Sin un cambio verdadero, que el populismo de mano abierta está lejos de hacer posible, el país no podrá descongelar el índice anual de ingreso per cápita, que apenas se acerca a los 900 dólares, inferior al logrado en la década de los sesenta del siglo pasado. Y sin un aumento sustancial del crecimiento, que debería al menos ser duplicado, no habrá desarrollo real posible, y por tanto, tampoco reducción de la pobreza, ni la posibilidad de incrementar el gasto en la educación, que representa apenas un 3,7% del PIB. En cuanto al índice de analfabetismo, el gobierno alega que a través del programa “De Martí a Fidel”, llevado adelante con el método cubano “Yo sí puedo”, ese índice se ha reducido en menos de tres años del 19 al 4,73%. Sin embargo, en su informe oficial la UNESCO fija la cifra de analfabetos mayores de 15 años, en 30%. Y medio millón de niños permanece fuera del sistema escolar.
El dinero de los créditos del petróleo venezolano, que no está sometido al control del Estado, da vida a la política populista de Ortega, y como por arte de magia hace posible cualquier cosa. Desde “el bono solidario”, adicional al salario regular, que se paga a los empleados públicos, maestros, policías y soldados; al programa Hambre Cero, que regala a familias rurales cerdas paridas, aves ponedoras, vacas e instrumentos de labranza; al programa Usura Cero, que concede préstamos a bajo interés a pequeños empresarios; a los subsidios a las tarifas de electricidad, y a los combustibles para el transporte público, y la donación de alimentos y de materiales de construcción, todo en busca de votos.
Con los mismos fondos se financia también la campaña de Ortega, otra vez candidato presidencial en contra de la prohibición de la Constitución. Sus retratos se multiplican en plazas, calles, carreteras, cruces de camino. Son retratos gigantes, con lemas elaborados por su esposa Rosario Murillo, Primera Dama, Secretaria de Comunicación del Gobierno, y Coordinadora de los Consejos del Poder Ciudadano, en su propia caligrafía. Ella impone también en la propaganda oficial su color preferido, el rosa mexicano, que en Nicaragua es llamado rosa chicha, y su propia tipografía, la Courier New, desde los grandes rótulos panorámicos y las señales turísticas en las carreteras, hasta los membretes de la papelería oficial. Es el todo total.
Y en la época navideña, regalos masivos de juguetes, un parque de atracciones gratuito, incluida una pista de hielo para patinaje. Gigantescos árboles luminosos que permanecen encendidos casi todo el año en las rotondas de la capital. De este modo, la Navidad se vuelve eterna en Nicaragua. Un privilegio único, como si ésta fuera la clave de la modernidad. Sólo hace falta la nieve.
* Abogado, periodista y escritor, autor, entre otros, de Margarita, está linda la mar y La fugitiva (Alfaguara, 1998 y 2011) ofrece una mirada descarnada sobre su país.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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