El primer ministro de Rusia, Mijail Mishustin, se reunió en Pekín con su homólogo chino, Li Qiang, y con el presidente Xi Jinping. En esta visita, la de un responsable ruso de más alto rango desde que comenzó la invasión a Ucrania, Mishustin recibió de la potencia asiática la confirmación de que continuará de manera firme el apoyo mutuo en temas que afecten a los “intereses fundamentales de cada uno”.
En el contexto actual, caracterizado por el conflicto que se desarrolla en suelo ucranio entre Rusia y el bloque occidental, ha de entenderse que esos “intereses fundamentales” se refieren a la determinación del gobierno de Vladimir Putin de remontar el acoso y el cerco progresivo con que, desde la caída de la Unión Soviética, en 1991, Washington y sus aliados han intentado eliminar a la Federación Rusa como potencia geopolítica. La referencia es también para la hostilidad de ese mismo bloque y su pertinaz injerencismo en los asuntos internos de China, particularmente respecto a la reintegración de la isla de Taiwán a la soberanía de Pekín.
Las expresiones de Li y de Xi deben leerse también como una respuesta contundente a los recientes posicionamientos del G-7 (grupo que reúne a los siete países más ricos de Occidente: Estados Unidos, Canadá, Japón, Francia, Reino Unido, Alemania e Italia), que el domingo “instó” al gigante asiático a presionar a su socio “para que detenga su agresión militar y retire de inmediato, completa e incondicionalmente sus tropas de Ucrania”. Fue un llamamiento que se neutralizó a sí mismo desde el primer momento, pues pidió a China que abandonara a su aliado pero, al mismo tiempo, Washington la calificaba de mayor amenaza a sus intereses y reiteraba su decisión de organizar una coalición internacional para impedirle el acceso tanto a semiconductores de alta tecnología como a los instrumentos para fabricarlos, en un intento explícito de descarrilar su economía y su desarrollo militar.
El mensaje es claro: China no sólo no presionará a Rusia, sino que la apoyará de manera decidida, si bien hasta ahora no existe ningún indicio de que la ayuda incluya asistencia bélica susceptible de ser utilizada en el teatro de operaciones de Ucrania.
Este estrechamiento de las relaciones Moscú-Pekín no es gratuito; por el contrario, supone la única salida que estas potencias han encontrado al hostigamiento sistemático de Estados Unidos y los países que se han plegado a sus intereses.
El ejemplo más inmediato de las políticas antirrusas es la escalada armamentística promovida a Kiev, a cuyo gobierno se han entregado armas cada vez más poderosas, algunas de las cuales no pueden justificarse como parte de un arsenal defensivo. Es pertinente señalar, en este contexto, que el entrenamiento de pilotos ucranios en el uso de los cazas polivalentes F-16, anunciado por el presidente Joe Biden el fin de semana, introduce un factor muy peligroso en la ya delicada situación en Europa Oriental, pues la eventual entrega de aviones de combate de alta tecnología es una amenaza estratégica directa a la seguridad rusa. Una vez que las aeronaves se encuentren a disposición de Kiev, el supuesto compromiso de Volodymir Zelensky de no emplearlas contra territorio ruso será papel mojado, como lo fue la promesa de Washington de no expandir la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este.
El hecho es que se avanza hacia un conflicto que el propio Occidente ha modelado como bipolar al arrinconar simultáneamente a Rusia y China, sea amenazando con llevar los misiles de la OTAN a las puertas mismas de Moscú, o bien con el reforzamiento de una presencia armada intimidatoria en toda la región Asia-Pacífico y la injerencia ilegal en los problemas nacionales de Pekín. Si esta hostilidad injustificada no se detiene, terminará por consolidar un polo euroasiático binacional y una nueva rivalidad Este-Oeste de consecuencias indeseables para todo el planeta.
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