El mensaje de la fotografía de Evan Vucci, de sus referentes, de su secuencia, de su banda sonora, es concluyente. Trump, ese ser infinito, ha muerto. Ha nacido Trump
El atentado a Trump dejó, en pocos minutos, de ser el atentado a Trump para pasar a ser, de manera sólida y por los siglos de los siglos, algo muy diferente: la fotografía del atentado a Trump. Es necesario, por supuesto, analizar el atentado a Trump –su facilidad, su sencillez, comparada con el barroquismo de sus consecuencias, sus pérdidas humanas y sus beneficios políticos–. Pero lo que este articulete pretende es algo alejado de esa cultura policial. El análisis de la fotografía.
Se trata de una fotografía de Evan Vucci, fotógrafo de guerra, ganador de un Pulitzer y un profesional muy conocido por su cobertura de las protestas tras el asesinato de George Floyd–un crimen racista acaecido en 2020, precisamente durante la presidencia Trump, ese momento en el que fue muy sencillo, y gratuito, verbalizar el racismo–. Es decir, no es un friki, no es alguien que pasara por ahí, sino alguien con significación progresista que, al documentar al Trump recién atentado, transfiere sobre la imagen captada algo de todo eso con lo que el fotógrafo carga.
Se ha hablado mucho de la composición de la fotografía, y de sus parecidos razonables con otros productos de la serie fotográfica o, incluso, de la serie artística. En tanto que documento de reproducción seriada, la fotografía tiene miles de amigos, conocidos y saludados, pero me parece que su estructura –triangular; una estructura muy dramática, al punto que es la estructura de La Pietà, de Michelangelo, ese escalofrío–, busca y selecciona, a través de esa forma, su referente más cercano. Que, me temo, es otra fotografía, también triangular, también coral, también con una bandera –la misma, si bien invertida, en el lado inverso–. La fotografía de Trump es, así, simétrica a otra. Es decir, parte de otra. Esa otra fotografía es la que completa el sentido de la fotografía de Vucci. Y lo potencia. Y, tal vez, lo hará imparable, de aquí a noviembre. Esa fotografía, que todos llevamos en la cabeza, limpió y fijó, me temo, el significado de la de Vucci. Se trata de la fotografía Alzando la bandera en Iwo Jima, realizada por Joe Rosenthal–otra vez otro Pulitzer, otra vez fotógrafo de guerra progresista; otra vez más progresismo sobre la imagen de Trump– el 23 de febrero de 1945.
Esa fotografía fue un hito norteamericano. Difundida por AP, apareció en cientos de periódicos en apenas unas horas. Un fenómeno colectivo en aquel momento, una luminosidad inesperada, un halo de esperanza en una guerra que, en el Pacífico, no dejaba de ser una sangría diaria y sin esperanza. Al punto que Presidencia decidió aprovechar la fotografía, su éxito, su admiración y devoción social, para promocionar una séptima, y desesperada, colecta de bonos de guerra. La fotografía pasó al 3D en 1954, cuando adquiere volumen y se convierte en el grupo escultórico del Memorial de Guerra del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, en Arlington, Virginia. Un epicentro patriótico tal que, en 1961, el presidente Kennedy –el progresismo, otra vez– emitió un mandato que fijaba que la bandera de Estados Unidos ondearía en esa escultura las 24 horas del día, algo inusual en un lugar oficial, incluso ahora. Pero, unos años después de todo esto, la fotografía ya había llegado al cine, que había reconstruido la historia de la fotografía –una fotografía coral, que aludía a una epopeya colectiva, que hablaba de héroes anónimos, de un sanitario de la Navy, de tres marines que morirían antes de que la batalla de Iwo Jima concluyera, y de un héroe trágico: Ira Hayes, un indio norteamericano, sin fortuna posteriormente, víctima del alcoholismo, muerto, tal vez de frío, en 1955–. La última vez que esta historia llegó al cine fue a través de la obra maestra de Clint Eastwood –Banderas de nuestros padres, 2006–, en la que, otra vez, se vuelve a hacer hincapié en el hecho colectivo y anónimo, no solo de la guerra, sino también del heroísmo. El film narra esa fotografía, que explica la arbitrariedad de la muerte, de la guerra y del heroísmo, y que supuso, en el momento de su difusión, un giro vital en la sociedad americana, una sociedad comprometida con el New Deal y que estaba haciendo un sacrificio inusitado, consistente en dejar morir a sus hijos por una suerte de compromiso por la libertad y contra el fascismo.
Sí, esa fotografía no solo limpia, sino que hace brillar a Trump. Reinterpreta su sentido. Lo cambia, incluso. Trump está asumiendo, en esa fotografía, algo que nunca ha sido suyo: la tradición demócrata, progresista, y una idea del deber sin épica, una gesta anónima de una sociedad de emigrantes. Una idea de unidad social que, precisamente, es lo que el trumpismo precisa eliminar y dividir para poder seguir existiendo. Todos esos efectos se densifican si pensamos que las fotografías, como tal, ya no existen, sino que son parte de un mosaico de mensajes. Es decir, las fotografías existen, claro, pero comúnmente son lo que son junto a su recuerdo en movimiento y, con él, junto a sus sonidos. Tanto el movimiento como el sonido, que envolvieron esta fotografía en el momento de dispararse, también crean sentido, lo potencian.
Sobre las imágenes que conducen a esta fotografía, esa imagen congelada: Trump pareció demostrar algo que no se puede demostrar hasta que no llega el momento: ausencia de miedo a la muerte. No sé si eso es bueno o malo. Pero, en todo caso, es uno de los componentes del héroe. Héctor, para serlo, no puede ser Paris. Y Trump no fue Paris. No sé hasta qué punto son convenientes políticos sin miedo a morir, pero ese factor es imprescindible para crear el marco del héroe popular.
Sobre el sonido de la fotografía. Cuando Trump es inmovilizado por los Hombres G, levanta el puño –otra vez símbolos progresistas en esta catarata de símbolos progresistas– y dice, sin sonido, algo que todos comprendemos al leer sus labios. “Fight!”. “¡Luchad!”. Lo dice varias veces. Luchad es una palabra hermosa. Más, por ejemplo, que pasad, o rendíos. Por lo mismo, está repleta de referencias. No soy un norteamericano competente en el uso de los símbolos de esa sociedad, pero a mí el imperativo fight me transporta, directamente, a Fight the Power –1990–, aquella sinfonía anarquista, negra y, por todo ello, desesperada, de los Public Enemy –me caían muy bien; en una entrevista leí que decían: “Estamos pensando en lanzar un recopilatorio de nuestra carrera. Se llamaría Grandes Fracasos”–. Si esto es así, tras las toneladas de jabón que la fotografía de Vucci ofrece, sin poderlo evitar, a Trump, la banda sonora que acota la fotografía alude a un hombre que intenta, con todas su fuerzas, no ser reducido por varios agentes del FBI, y que, incluso, nos pide luchar, luchar contra el FBI, contra el Estado. Sí, es una incoherencia. Pero a un señor mayor no se le puede exigir mucha coherencia, y menos tras un intento de asesinato. Se trata de un señor mayor que, además, y por primera vez en su biografía, permite vislumbrar, en esa foto, el secreto de su ingeniería capilar. Una exclusiva que, tras la fotografía, tras la asunción de un nuevo rol progresista, contestatario, rebelde de verdad –esto es, ante la muerte, ese momento en el que todo es de verdad, tal vez, incluso, por primera vez en la vida–, importa un pepino.
El mensaje de la fotografía de Vucci, de sus referentes, de su secuencia, de su banda sonora, es concluyente. Trump, ese ser infinito, ha muerto. Ha nacido Trump
16/07/2024
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