Requiem por la Corte Penal Internacional
Bandera de las Naciones Unidas (ONU), a 19 de septiembre de 2022, en Nueva York (EEUU). Foto: NICOLAS MAETERLINCK / BELGA PRESS / CONTACTOPHOTO

Cuando en 1998 aplaudíamos entusiasmados la creación de una Corte Penal Internacional (C.P.I.) capaz de juzgar y castigar los más horribles crímenes cometidos por los estados, no fuimos capaces de intuir la deriva en la que, en pocas décadas, caería aquel ambicioso proyecto. Aquel ideal de Justicia al que tanto esfuerzo y cariño dedicamos se ha convertido en un instrumento de guerra, propaganda y dominación.

La realidad es que aquel gigantesco proyecto pronto dio señales de decadencia. De entrada, ninguno de los más grandes países ratificó el tratado constitutivo, lo que ya anunciaba su marginalidad respecto a la gran política. Pronto lo que vimos fue una Corte centrada, casi exclusivamente, en esos conflictos que sacuden el Tercer Mundo, lo que le dio una apariencia de Corte Colonial, mero tribunal que, desde la metrópoli en La Haya, pasa a juzgar los excesos y desmanes que se cometen en los estados fallidos y en crisis. África fue su espacio por excelencia. Los tímidos intentos de incorporar temas como la Guerra de Irak o el Conflicto Palestino, por no mencionar el “agujero negro” de Guantánamo, o fracasaron desde los primeros esfuerzos o, directamente, ni se intentaron. Y, en esto, llegó Putin.

La C.P.I., como denunciamos en medio de la euforia que reinaba entre sus artífices, adolecía de dos defectos que, a la postre, se han demostrado mortales. De entrada, como hemos dicho, esa exclusión de los verdaderamente grandes. Estados Unidos, Rusia, China o Israel, entre otros, quedaban al margen de su jurisdicción (más de dos tercios del PIB mundial y aún más de ese porcentaje de población) lo que, pese al gran número de firmantes, entrañaba la pérdida del ideal de universalidad. O sea, no era una justicia planetaria. El sistema, al final, no era más que un mero aparato privado, pese a su sede en Naciones Unidas, un mecanismo que, pese a la protesta de los internacionalistas, no deja de ser más que un club de naciones con apenas competencia entre sus propios socios.

Un segundo factor de crisis procedía de su diseño. Un aparato judicial necesita también una capacidad material para acometer su compromiso. La Corte surgía como un único Juzgado de Primera Instancia para una criminalidad extensible a todo el planeta. Miles, cientos de miles de casos sobre los hombros de solo doce jueces. Era necesario adecuar los medios disponibles a las situaciones que reclamaban justicia y, en esto, la Corte fracasó rotundamente.

Otros tribunales internacionales, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, o el mismo Tribunal Internacional de Justicia han huido de la veleidad de la primera instancia. Al aparato de una justicia internacional se debe llegar en última ratio, es decir, tras agotar, peldaño a peldaño, toda la vía jurisdiccional de los estados, con ello no solo se atemperan los conflictos, sino que también se propicia la selección “natural” de los casos. Sin embargo, la C.P.I., obra de diplomáticos y políticos, dio un salto en el vacío y optó por una solución escasamente jurídica. De entrada, la indeterminación que supone hablar de los “más grandes crímenes”, como si pudiera haber crímenes mayores que el asesinato y, por otro lado, dejando la selección a la subjetividad del fiscal o a la propuesta del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En definitiva, para alcanzar la justicia de la Corte, y la posible indemnización millonaria que le viene asociada, hacía falta que el crimen a juzgar fuera lo suficientemente atractivo como para mover el interés de los medios. Se buscaban réditos políticos. Mientras, a la espera de esos casos, la Corte mantenía una existencia anodina, incapaz de salir de ese pantano de conflictos a los que vio reducida su jurisdicción, perdiendo día a día, no solo el interés del público, sino también la jugosa financiación de los gobiernos. Pero, como decimos, entonces llegó Putin.

La realidad es que, con el fin de la Guerra Fría, quebrado el sistema internacional articulado alrededor de los dos bloques político-estratégicos, no vino la paz y la extensión del orden jurídico, sino que, simplemente, cambió la forma de hacer la guerra. Junto a las mecánicas de imposición militar se desplegó un nuevo arsenal de armas y municiones, y entre ellas se incorporó, sin ningún escrúpulo, del instrumental jurídico. Estados Unidos, dejando escaso margen a una interpretación menos escandalosa, lo denominó con el neologismo “Lawfare”, contracción sintáctica que nos remite a los conceptos de Ley y de Guerra, en definitiva, la ley, es decir, el derecho, se convertía en instrumento de combate.

Lo que se pretendía era recrear el orden político bajo la supremacía norteamericana, sometiendo las relaciones internacionales a la “policía” de occidente. El modelo del Lawfare se extendió a todos los países, desplazando la función política y convirtiendo a los tribunales en sustituto del juego electoral y parlamentario, pero, sobre todo, se convirtió en el instrumento principal de acción militar de los países liderados por los Estados Unidos. En la actual guerra de Ucrania se ha llegado a su cenit. Sanciones, bloqueos y embargos constituyen las nuevas batallas, pero ante su reducida eficacia, se pensó en la C.P.I.

Para los funcionarios de la Corte, incluidos el fiscal y los jueces, la propuesta de acusación contra Putin resultaba enormemente atractiva: el sueño de soñar a lo grande. El problema es que también entrañaba un peligro. Resultaba atractiva a todas luces en su eficacia mediática -menor de la esperada, en medio de una fase que empieza a apostar por la paz- pues, por fin, tenían un acusado que atraería donaciones frente una financiación cada vez más escasa. Sin embargo, los riesgos eran inmensos.

Me explico. Justamente por el carácter menor de los casos contemplados hasta ahora, el tribunal iba, aunque poco a poco, consolidándose. El sistema también ayudaba a cubrir las carencias de jurisdicción de esos países atrapados en la espiral de la violencia. El problema surgía al confrontar con un sistema sólido y bien construido, como lo es el ruso.

Contemplado el asunto desde el ordenamiento jurídico ruso que no reconoce a la Corte -como ya sucedió con la jurisdicción americana en el mínimo conato de acción contra este país- la orden de arresto no es mejor que aquella fatua que dictó un fantasmagórico tribunal islámico contra el escritor Salman Rushdie, es decir, una orden dictada por una entidad privada (aunque se denomine tribunal) que viene a vulnerar los derechos fundamentales de un sujeto protegido por su derecho. En aquella fatua, la agresión atentaba contra su vida, en la actual orden de arresto el atentado supone su secuestro. ¿Qué sucedería si un grupo llamase a atentar contra la vida o la libertad del rey de Inglaterra?, de forma inmediata se movilizaría el sistema jurídico británico calificando de atentado terrorista semejante llamamiento.

Por eso hablo de Réquiem. La C.P.I. entra en un territorio de turbulencias. Olvida la exigencia de oportunidad y rompe el equilibrio que define a la Justicia. Escorada hacia los intereses de una parte, se convierte en instrumento de guerra.  Al entrar en el arsenal del lawfare de una parte, la función de justicia muere irremediablemente.

Nos queda, sin embargo, alguna esperanza: Sí que hay espacio para la justicia. No en los aparatos institucionalizados, definitivamente deslegitimados, pero sí desde el único tribunal competente en la Historia, el tribunal de la Opinión. Ahora compete buscar la paz, la alternativa solo es la muerte y un conflicto nuclear que nadie quiere. El tema de la Justicia vendrá más tarde. Propongo la reedición de aquel famoso Tribunal Russell donde, desde la autoridad del conocimiento, la no alineación política y la sobrada acreditación de independencia intelectual, se juzguen todos estos hechos, sin olvidar a ninguno de sus protagonistas. Mientras, con este errado traspiés, la C.P.I. lanza su canto del cisne. Réquiem por una institución que nunca encontró su verdadero lugar.

Por, Fernando Oliván, director del Observatorio Euromediterráneo de Espacio Público y Democracia

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Autor/a: Fernando Oliván
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Fuente: Público

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