Bolivia: espectros del golpe de Estado
Las líneas divisorias históricas en Bolivia ya no encuentran una articulación política evidente. Bajo la división superficial entre masistas y antimasistas se esconde un mosaico más complejo de rivalidades y centros de poder.

Pese a la gran victoria sobre la derecha que supuso el retorno del MAS a la presidencia en 2020, el escenario en Bolivia sigue siendo complejo. El país atraviesa un proceso continuo de fragmentación entre los dos grandes bloques políticos, ninguno de los cuales es capaz de articular un proyecto ideológico coherente.

Las elecciones generales bolivianas de 2020 supusieron el regreso al gobierno del partido Movimiento al Socialismo (MAS), depuesto por un golpe de Estado de la derecha. Desde entonces, la administración izquierdista de Luis «Lucho» Arce Catacora ha intentado fortificarse contra otra campaña antidemocrática de desestabilización proyectando una imagen de unidad y fortaleza. Sin embargo, durante el mandato de Arce, los componentes internos del MAS se han vuelto cada vez más discordantes, con cada disputa entre facciones amplificada por unos medios de comunicación hostiles.

Los respectivos partidarios del presidente Arce, del vicepresidente David Choquehuanca y del expresidente Evo Morales han estado compitiendo por el poder, intentando superar a sus oponentes antes de las elecciones de 2025. Mientras tanto, las tendencias centrífugas de la derecha se han acentuado, y las distintas corrientes se culpan mutuamente del ascenso de la izquierda. El resultado es un proceso continuo de fragmentación entre los dos grandes bloques políticos de Bolivia, ninguno de los cuales es capaz de articular un proyecto ideológico coherente.

Las líneas divisorias históricas del país —que separan las ciudades del campo; las masas indígenas de las élites no indígenas; el sur y el este del norte y el oeste; los medios de comunicación, las universidades y las clases medias de las confederaciones campesinas y los sindicatos de trabajadores; los capitalistas agroindustriales, de hidrocarburos y financieros de un floreciente proletariado informal— ya no encuentran una articulación política evidente en los dos campos antitéticos. Bajo la división superficial entre masistas y antimasistas se esconde un mosaico más complejo de rivalidades y centros de poder.

En muchos aspectos, la desunión en ambos bandos se remonta al golpe de Estado de 2019. Morales, que fue impulsado al poder por las convulsiones revolucionarias del nuevo milenio, se había convertido en el presidente más longevo de Bolivia y constitucionalmente no podía optar a la reelección. Sin embargo, en 2016 intentó saltarse estos límites mediante una serie de manipulaciones jurídicas y políticas. En febrero de ese año, convocó un referéndum para decidir si modificaba la Constitución para poder presentarse a un cuarto mandato. Cuando el 51% del electorado votó «No», hizo caso omiso de los resultados y se presentó de todos modos a las elecciones presidenciales, basándose en un dudoso veredicto legal del más alto tribunal electoral del país. Este fiasco se convirtió en una llamada a las armas entre los rebeldes de clase media y los comités cívicos regionales empeñados en derrocar al MAS.

El sistema electoral boliviano exige que el principal candidato a la presidencia obtenga más del 50% de los votos, o más del 40% de los votos más un margen del 10% sobre el segundo candidato, para evitar una segunda vuelta. En la noche de las elecciones generales, a finales de octubre de 2019, el recuento del «conteo rápido» mostraba a Morales con el 45%, frente al 38% del segundo candidato de centroderecha, Carlos Mesa. Después, tras un inexplicable retraso de 22 horas, el recuento actualizado indicaba que Morales disfrutaba de una ventaja sobre Mesa de más de 10 puntos, obviando la necesidad de una segunda vuelta.

El cambio tardío de votos a favor de Morales era plausible dada la demografía de las regiones en las que las papeletas se contaron más tarde en el proceso, pero el retraso entre los dos recuentos creó la impresión de juego sucio. Aunque no pudo aportar pruebas, toda la oposición denunció fraude, al igual que la Organización de Estados Americanos. En todo el país estallaron violentas protestas contra Morales, y la extrema derecha de las tierras bajas del este, respaldada por el ejército y la policía, lanzó un golpe blando que forzó su dimisión. El golpe era de composición pequeñoburguesa y mestiza, con algunas capas plebeyas arrastradas por la histeria antimasista. Su grito de guerra era de pura negación: «Fuera Evo». Sus dirigentes nunca propusieron un programa alternativo positivo. Sin embargo, nunca hubo duda de a qué intereses servían: los del capital agroindustrial, financiero y de los hidrocarburos.

Los golpistas consiguieron instalar en el poder a Jeanine Áñez, una senadora católica ultraconservadora de Beni cuyo partido solo había obtenido un 4% en las elecciones anteriores. Con Morales y su círculo íntimo exiliados en México y Argentina, la tarea obvia para Áñez era desmantelar los elementos estatistas de la era del MAS —como la cuasi nacionalización de los hidrocarburos— y revertir los derechos colectivos indígenas.

Con las clases populares atrapadas en un estupor momentáneo, y las fuerzas de izquierda debilitadas por años de integración clientelar en el Estado bajo Morales, Áñez tenía a su disposición las herramientas para la restauración oligárquica. Sin embargo, su régimen se vio socavado desde el principio por sus propios excesos ideológicos y prácticos: sobre todo, la represión estatal —36 asesinados, 80 heridos, cientos de detenidos y exiliados— y la ineptitud burocrática frente a la pandemia.

No tenía un plan para montar un Estado de derecho. No tenía ningún plan para crear una base de apoyo viable ni para gestionar la inestabilidad económica del país. En su lugar, sus características más destacadas fueron la brutal violencia de Estado, la corrupción descarada, la incompetencia administrativa y un colosal deterioro del nivel de vida, ya que la tasa de crecimiento se desplomó en 2020 y más de 3 millones de bolivianos se vieron incapaces de satisfacer sus necesidades nutricionales básicas. El gobierno también desató una nueva y virulenta ola de racismo antindígena en la sociedad civil, con los silbatos para perros de los funcionarios estatales como banda sonora.

De este modo, Áñez concentró rápidamente a trabajadores y campesinos en una poderosa fuerza de oposición, al tiempo que perdía la lealtad de las capas pequeñoburguesas que habían apoyado originalmente el golpe. En medio de las continuas crisis económica y sanitaria, partes significativas de la nueva clase media —forjada durante el periodo expansivo de Morales— se horrorizaron al verse devueltos a la condición de proletarios o lumpen. Al mismo tiempo, los movimientos sociales y sindicales, que inicialmente tardaron en responder al golpe, consiguieron unir sus fuerzas, levantando barricadas en las calles e interrumpiendo las cadenas de suministro.

Cuando llegaron las elecciones generales de diciembre de 2020, los golpistas, tras fracasar en su intento de impedir la candidatura del MAS, se habían dividido en tres campañas presidenciales rivales. La Comunidad Ciudadana de Carlos Mesa, de centroderecha, lideraba el pelotón, seguida de lejos por el ultraderechista Luis Fernando Camacho y después por Áñez, que vio las cosas claras y acabó retirándose de la carrera.

La vuelta del MAS

Todos los que habían participado en el desastre del gobierno de Áñez fueron debidamente castigados por el electorado. Arce devolvió al MAS a la presidencia con un decisivo 55% de los votos, mientras que Mesa obtuvo un mísero 29%. El MAS ganó en cinco de los nueve departamentos, con mayoría en ambas cámaras de la Asamblea Legislativa Plurinacional. Elementos de la clase media «indecisa» que se habían escorado a la derecha en apoyo del golpe de Estado volvieron a apoyar a Arce, que se benefició de hacer de la crisis económica el leitmotiv de su campaña. Admitió los errores de las anteriores administraciones del MAS, pidió una «renovación» nacional y prometió restaurar la estabilidad.

La nostalgia por los años de bonanza durante el primer tramo del gobierno de Morales (2006-14) fue un fuego fácil de avivar. Arce podía señalar su reinado relativamente ortodoxo como ministro de Economía del MAS durante una época de altos precios de las materias primas, acumulación capitalista dinámica, beneficios históricos en los sectores extractivos y modestas mejoras en los medios de vida de la clase trabajadora urbana y el campesinado. Al final, tuvo mejores resultados en todo el occidente del país que Morales en 2019. Incluso en el departamento oriental de Santa Cruz, donde Camacho obtuvo el 45%, Arce superó la cuota de votos anterior de Morales. Las encuestas habían indicado una modesta ventaja para el MAS en la primera vuelta, pero nadie preveía esta rotunda victoria.

Morales seguía en el extranjero durante la votación de 2020, pero había elegido personalmente a Arce como candidato después de que David Choquehuanca hubiera sido propuesto por las bases, incluida la coalición de movimientos sociales conocida como Pacto de Unidad. Morales aceptó a regañadientes incluir a Choquehuanca en la candidatura ante la insistencia del Pacto de Unidad, y el eslogan de la campaña del MAS —«Lucho y David, un solo corazón»— delataba cierta inquietud por las divisiones que se estaban produciendo en el partido. A diferencia de Choquehuanca, Arce no era indígena, nunca había mostrado ambiciones de liderazgo y carecía de base social propia, por lo que su capacidad para ocupar el lugar de Morales era cuestionable. Sin embargo, los resultados electorales dejaron claro que el masismo no podía reducirse al evismo. Su victoria demostró que era posible ganar sin el caudillo histórico del partido, al tiempo que puso de manifiesto la perdurable popularidad del modelo plurinacional neodesarrollista del MAS.

Arce se crio en La Paz, es hijo de maestros, y se licenció en la Universidad Mayor de San Andrés, especializándose en contabilidad. Durante sus años universitarios estuvo brevemente afiliado al Partido Socialista Uno, cuya estrella intelectual y política, Marcelo Quiroga Santa Cruz, había sido asesinado por la dictadura de Luis García Mesa en 1980, cuando Arce tenía 17 años. Pero, a diferencia de casi todas las demás figuras destacadas del MAS, Arce no tiene un historial real de participación en la política de liberación indígena, los movimientos sociales o la lucha sindical. Después de graduarse, trabajó en varios puestos en el Banco Central, haciendo un breve paréntesis para obtener un máster en economía por la Universidad de Warwick.

Arce se convirtió en el primer ministro de Finanzas de Evo en 2006 y permaneció en el cargo durante casi toda la era Morales, solo se apartó de 2017 a 2019 para recibir tratamiento por un diagnóstico de cáncer de riñón. Como ministro de Finanzas, dirigió un barco hermético, aislando su oficina de la presión de los movimientos sociales y adhiriéndose rígidamente a los objetivos de baja inflación. Christopher Sabatini, investigador senior de Chatham House, lo describió como «una fuerza tecnocrática y moderada dentro del Gobierno de Morales» que «mantuvo buenas relaciones con las instituciones financieras internacionales y los inversores».

Ni siquiera en la era de los altos precios de las materias primas de 2006 a 2014 se produjo una transformación profunda de la estructura productiva del país, gracias en parte a la cautela de Arce; sin embargo, la riqueza se distribuyó entre los más pobres mientras los precios de las materias primas se mantuvieron altos.

De la transformación a la administración

Ahora, dos años después del inicio del mandato de Arce, ¿qué balance podemos hacer de su gestión? El presidente cumplió sus primeros compromisos políticos inmediatamente después de asumir el cargo, incluyendo transferencias en efectivo de 140 dólares al mes a aproximadamente un tercio de la población, un impuesto simbólico sobre las grandes fortunas nacionales e investigaciones sobre la represión del régimen de Áñez. Sin embargo, en general, su administración es una tecnocracia ordinaria, carente de las aspiraciones transformadoras que el primer periodo de Morales despertó entre los pobres y los desposeídos.

Como ha señalado el sociólogo Vladimir Mendoza Manjón, la opinión predominante en el gabinete de Arce es que la era de la transformación ha llegado a su fin. En su lugar, el período actual exige una postura defensiva y administrativa: en el mejor de los casos, la consolidación de los logros anteriores en medio de condiciones materiales más difíciles. El objetivo es dar prioridad a la estabilidad política y reactivar lentamente el proyecto de modernización capitalista neodesarrollista.

Es probable que éste sea el único horizonte de posibilidades de Arce en ausencia de una presión seria de los movimientos sociales, cuyos partidarios han quedado aislados dentro del gobierno, controlando solo los ministerios de Educación y Cultura y Desarrollo Rural. Mientras tanto, el Ministerio de Hacienda sigue sometido a la supervisión personal de Arce. Funcionarios de bajo nivel de la era Morales han sido ascendidos, mientras que prácticamente ninguno de la vieja guardia permanece en su puesto. Los evistas están totalmente ausentes del círculo íntimo de Arce. Al menos en este sentido, la «renovación» prometida ha comenzado en serio.

El líder de la Marea Rosa al que más se parece Arce es quizás el ecuatoriano Rafael Correa. Aunque carece de la inclinación represiva de Correa cuando trata con los oponentes de su izquierda, el enfoque de Arce hacia el Estado es igualmente verticalista y economicista. Se basa en una planificación socialmente aislada, concesiones pragmáticas al equilibrio de fuerzas (entendido estáticamente) y soluciones técnicas a los problemas políticos.

Sin embargo, Arce gobierna sin nada parecido a la hegemonía de Correa en pleno auge de las materias primas. La caída de las materias primas en Bolivia comenzó en 2014, impulsada por el desplome de los precios del gas natural, y su economía no dejó de decrecer hasta 2019, antes de contraerse drásticamente (un 8,7%) en 2020. Esta crisis no fue simplemente un efecto coyuntural de la pandemia; también fue el resultado de problemas estructurales subyacentes, incluido el fin del ciclo del gas. Las rentas del gas devengadas por el Estado fueron de 3500 millones de dólares en 2013, pero de apenas 1500 millones en 2017. Los problemas estructurales de inversión en el sector del gas han persistido desde la era Morales hasta la actualidad, con déficits fiscales y comerciales crecientes en los últimos años. Las reservas de divisas alcanzaron un máximo de 15000 millones de dólares en 2014, pero desde entonces se han ido reduciendo para financiar los compromisos de gasto público en un contexto de menores ingresos estatales.

La reciente dinámica del mercado mundial ha tenido consecuencias negativas para América Latina y el Caribe, pero, por diversas razones, Bolivia ha sido hasta ahora un caso atípico. A escala regional, predominan las fuertes presiones inflacionistas, el débil crecimiento del empleo y la caída de la inversión. La guerra rusa contra Ucrania ha limitado el suministro internacional de alimentos y ha disparado los precios de la energía, agravando los problemas puestos en marcha por la pandemia y las secuelas del crack financiero de 2008. Como exportador de gas, sin embargo, Bolivia se ha beneficiado de la subida de los precios, transformando temporalmente su déficit comercial en superávit. Y como el país sigue produciendo internamente la mayor parte de sus alimentos, con controles selectivos de las exportaciones de determinados productos agrícolas, se han moderado las presiones sobre los precios de los alimentos.

Todo ello, junto con una antigua subvención estatal para el consumo interno de gas, ayuda a explicar por qué la tasa de inflación de Bolivia en 2022 fue la más baja de la región: una tendencia que ayuda a explicar los índices de aprobación relativamente altos de Arce. Durante la próxima década, la economía política del país —y las luchas de clases de influencia ecológica— se verán condicionadas por la incipiente industria minera del litio. Pero este proceso está aún en sus inicios y es poco probable que desempeñe un papel importante en la actual administración.

Ruido interno

Aunque Arce se comprometió inicialmente a un solo mandato, todo parece indicar que intentará presentarse de nuevo en 2025, como permite la Constitución. Pero Morales, a pesar de tener índices de aprobación inferiores a los de Arce y Choquehuanca, conserva una poderosa capacidad de movilización social, sigue controlando el MAS y se muestra abierto sobre su plan de convertirse en su candidato en 2025. Cuando regresó del exilio en noviembre de 2020, cientos de simpatizantes indígenas salieron a las calles para saludarle. Al año siguiente, organizó la dramática Marcha por la Patria: una movilización que fue a la vez una defensa real del gobierno de Arce frente a las amenazas de desestabilización de la oposición y una señal al país —incluidos Arce y Choquehuanca— de que el expresidente todavía ejerce el tipo de poder social que es imposible tabular en los datos de las encuestas.

Álvaro García Linera, que fue vicepresidente entre 2006 y 2019, afirma que Morales sigue siendo el «líder social y político» indispensable del partido, mientras que Arce es solo el «líder político y gubernamental». Para García Linera, el proyecto del MAS exige que ambos estadistas triangulen entre sí y con la federación laxa de organizaciones sociales del partido. Entre estos tres elementos, dice, «tiene que haber un conjunto de articulaciones, que no siempre son fáciles». Fuera de la presidencia, Morales ha retomado la retórica militante de los inicios de su carrera política; pero en términos políticos, es dudoso que un nuevo gobierno de Morales difiera significativamente del de Arce. Después de todo, Morales más o menos entregó la economía a Arce durante su mandato, y la actual situación material significa que poner en práctica cualquier inclinación populista de izquierdas sería una ardua batalla.

Desde su regreso a Bolivia, Morales ha trabajado diligentemente para recuperar la autoridad perdida. Superando la resistencia local, ha utilizado su posición como líder del MAS para dictar las listas de candidatos del partido a alcaldes municipales y gobernadores departamentales en las elecciones regionales. En el proceso, varias figuras de alto nivel han sido expulsadas del partido, entre ellas Eva Copa, presidenta masista del Senado durante el gobierno de Áñez, y Rolando Cuéllar, antiguo líder del Bloque Oriental del partido en Santa Cruz. (Copa se presentó en cambio bajo la bandera del partido Jallalla y obtuvo un mandato abrumador como nueva alcaldesa de El Alto).

Aunque intenta evitar la impresión de una ruptura importante con el propio Arce, Morales ha criticado abiertamente a algunos de los ministros de su gabinete y ha hecho declaraciones crípticas sobre una ostensible facción derechista dentro del gobierno, a la que Morales acusa de planear marginarle con la ayuda de elementos de las Fuerzas Armadas. Hasta ahora, Arce ha hecho caso omiso de tales provocaciones, consciente de que, aunque el expresidente conserva una base de apoyo activa, su popularidad general ha disminuido considerablemente.

Choquehuanca fue anteriormente uno de los más cercanos confidentes personales y leales políticos de Morales; sin embargo, la pareja está ahora amargamente polarizada. Tras la derrota en el referéndum de 2017, Choquehuanca insistió en la necesidad de un nuevo líder del partido, un puesto que solo él podía ocupar. Cuando se hizo evidente su ambición de sustituir a Morales, fue degradado de los escalones más altos a los más bajos del partido: relegado del papel de ministro de Asuntos Exteriores a un puesto diplomático marginal. Morales también actuó contra otros antiguos aliados que habían apoyado la candidatura de Choquehuanca. Ahora, Choquehuanca sabe que su carrera política está acabada si Morales logra volver a la presidencia. Está desesperado por evitarlo, ya sea reuniendo a las fuerzas de la «renovación» para bloquear la candidatura de Morales o, lo que es más probable, ayudando a dividir el partido una vez que Morales se haya asegurado la nominación.

Choquehuanca tiene una base social galvanizada en el altiplano aymara. Jugó un papel menor en la campaña electoral de 2020, pero según Pablo Stefanoni sus intervenciones ocasionales fueron decisivas para asegurar la base indígena del MAS y recuperar a algunos de los que se habían desilusionado con Morales. Choquehuanca es popular entre la generación más joven de militantes del MAS y entre los cargos intermedios del partido que, por una u otra razón, se han visto alienados por la dirección nacional dominada por Morales.

Choquehuanca formó parte del gabinete de Morales durante más tiempo que nadie, excepto Arce. Al principio, desempeñó el papel de antintelectual, jactándose de que no había leído un libro en dieciséis años cuando asumió el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores. Ideológicamente, sin embargo, se adaptó más o menos plenamente al pragmatismo de la era Morales. Si su política difiere de la de su antiguo jefe, es en su mayor simpatía subyacente por el nacionalismo aymara; sin embargo, en términos electorales, esto es en cierto modo un lastre, que restringe el núcleo de su base potencial al altiplano occidental. Es poco probable que su posible candidatura a la presidencia tenga éxito. Más plausible es que asuma el papel de subcomandante en una eventual escisión del MAS liderada por Arce.

Como ha escrito el periodista Fernando Molina, la historia política boliviana está plagada de fragmentación social y conflictos caóticos, especialmente tras la salida de un caudillo importante, cuando se desatan las batallas por sucederle. La novedad del momento actual es que Morales fue excluido coactivamente del poder gubernamental y, sin embargo, sigue siendo un vector interno crucial que define las coordenadas sociopolíticas más amplias del país.

Una derecha dispersa

Si el MAS está así dividido internamente, ¿qué pasa con la oposición de derechas de Bolivia? La escena política bajo Arce sigue acechada por los espectros del golpe de Estado de 2019. Decenas de exoficiales militares han sido encarcelados por su papel en el derrocamiento de Morales, incluidos los jefes de las Fuerzas Armadas y la policía. Áñez fue condenada a diez años de prisión, aunque solo se la responsabilizó de los sucesos de noviembre de 2019 y no de las masacres de Estado que siguieron. Marco Pumari, expresidente del Comité Cívico del departamento de Potosí, está en la cárcel a la espera de juicio, acusado de provocar la quema y saqueo del Tribunal Electoral de Potosí en los prolegómenos del golpe. Mesa permanece judicialmente indemne, aunque su marca de centrismo desvaído se ha hecho cada vez más impopular.

Hasta hace muy poco, Camacho había logrado evitar cargos judiciales y fortalecer su posición. Fue elegido gobernador de Santa Cruz en marzo de 2021 y se convirtió en el rostro de un creciente movimiento de extrema derecha, que tiene especial peso político en Santa Cruz, Beni, Potosí y Tarija. Sin embargo, pocos días después de Navidad, Camacho fue finalmente detenido por su papel en el golpe de Estado de 2019. Pasará los próximos meses en prisión en La Paz a la espera de juicio. Arce programó la detención para acallar las críticas de Morales de que su administración era laxa en el trato a la oposición de derechas, y para aprovechar las incipientes fracturas dentro de la derecha local cruceña entre el conservadurismo tradicional de las tierras bajas y el radicalismo de Camacho.

En octubre y noviembre de 2022, la extrema derecha lanzó un «paro cívico» de 36 días sobre el calendario del próximo censo nacional, paralizando de hecho la ciudad de Santa Cruz, motor económico de Bolivia. Varios meses antes, Arce anunció que retrasaría el censo dos años por incapacidad técnica. Desde el último censo de 2012, la población del departamento y de la ciudad de Santa Cruz había crecido rápidamente, impulsada en parte por una importante migración desde el altiplano occidental. Como resultado, un nuevo censo conduciría invariablemente a un desplazamiento sustancial hacia el este de los recursos estatales y los escaños legislativos. Las protestas de los cruceños estallaron al considerar que el retraso del gobierno era en realidad una toma de poder encubierta, diseñada para evitar alteraciones de recursos y escaños que perjudicarían al partido gobernante en las elecciones de 2025.

El paro cívico fue organizado por el Comité Interinstitucional de Santa Cruz. Sus tres figuras principales eran Camacho, Rómulo Calvo, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, y Vicente Cuéllar, rector de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno. Desde principios de la década de 2000, el departamento de Santa Cruz ha sido el centro de las luchas autonómicas regionales contra el poder centralizado del Estado, con constantes desafíos a Morales desde la derecha, como huelgas, concentraciones masivas y estallidos de violencia (el intento de «golpe cívico» de 2008 marcó el punto álgido de esta tendencia).

En esta ocasión, la aplicación de la huelga en los mercados informales de la ciudad, predominantemente indígenas, corrió a cargo de bandas itinerantes de motoristas armados con machetes y garrotes —una característica de la política callejera de derechas de Camacho—, así como de asaltos y robos coordinados por la protofascista Unión Juvenil Cruceña. Los pequeños vendedores opuestos a la huelga montaron resistencia donde pudieron, sobre todo en el distrito municipal obrero de Plan 3000, lo que provocó feroces enfrentamientos nocturnos que contribuyeron a debilitar la huelga a finales de noviembre. Arce ha aceptado ahora adelantar el censo al 23 de marzo de 2024, garantizando que los resultados se tendrán en cuenta en las próximas elecciones.

Los disturbios en Santa Cruz revelaron el persistente poder territorializado de la extrema derecha en las tierras bajas orientales y su inquietante capacidad para la violencia callejera. Sin embargo, también puso de manifiesto su incapacidad para proyectar el poder nacional uniéndose a las fuerzas conservadoras más amplias del país o ganándose el apoyo del aparato de seguridad del Estado. A pesar de la retórica de algunos en la izquierda, y de las ilusas fantasías de algunos en la derecha cruceña, las movilizaciones cívicas de octubre y noviembre del año pasado nunca amenazaron con convertirse en otro golpe a gran escala. Las asociaciones empresariales de Santa Cruz solo prestaron un tibio apoyo a medida que se prolongaba el paro cívico y la impredecible política callejera de Camacho se convertía más en una carga que en una expresión de fuerza.

La efímera unidad que permitió el derrocamiento de Morales en 2019 es ahora un recuerdo lejano. Sin la figura de Morales para proporcionar enfoque y claridad, la miríada de agrupaciones que componían la coalición golpista se fracturó de inmediato, persiguiendo sus prioridades separadas y parroquiales. Con la detención de Camacho, la élite cruceña tendrá que embarcarse en una nueva ronda de recomposición.

Sin embargo, aunque la derecha carece de un proyecto nacional viable, los masistas no deberían subestimar a sus adversarios. Sus bases de poder territorial les permitirán lanzar más acciones desestabilizadoras. Cuentan con el apoyo del capital nacional e internacional, y controlan los medios de comunicación y las universidades. En condiciones de estancamiento y crisis, de las que el MAS no puede salir fácilmente, sería imprudente suponer que la pequeña burguesía, la policía y los militares seguirán apoyando el orden constitucional. Sus lealtades son volubles y, a medida que cambien, también lo hará Bolivia.

[*] El artículo anterior es una traducción del original en inglés publicado en New Left Review el 6 de febrero de 2023.

Información adicional

Autor/a: Jeffery Webber
País: Bolivia
Región: Suramérica
Fuente: Jacobin

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