Trece mujeres han sido asesinadas en lo corrido de este año en Bogotá. Un hombre cercano ha sido el victimario. Todas estas mujeres tienen en común que murieron debido a estructura social y cultural que domina en nuestra sociedad. Según la Secretaría de la Mujer de Bogotá, otras 2.300 están en peligro de ser asesinadas por el solo hecho de ser mujeres.
En Colombia el Día de la Madre se celebra el 14 de mayo. Fecha de compartir familiar que no pudo ser gozado con su pequeño hijo por Érika Aponte, bogotana de 26 años. Y no pudo festejarlo porque fue asesinada por su pareja; desenlace fatal que también padecieron en igual día otras dos colombianas. El hecho de que su asesinato ocurriera en un día en el que se celebra a la mujer, madre por su papel de reproductora de la vida, tiene un gusto macabro. Sin embargo, estos casos no son una excepción: según datos del gobierno colombiano, cada 28 horas se produce un feminicidio en el país.
Colombia cuenta con una ley que tipifica el feminicidio como delito autónomo. Ley similar existe en otros 16 países latinoamericanos. La Ley 1761 Rosa Elvira Cely fue aprobada por el presidente Santos tras el feminicidio, en 2015, de la homónima Rosa Elvira Cely, que a sus 35 años perdió la vida de manera brutal a manos de un excompañero de su escuela.
Anticipándose a su violento final, Rosa Elvira llamó al número de emergencias, pero las autoridades no acudieron a su llamado de manera pronta y oportuna. Para la sociedad, su muerte violenta representó otro fracaso del Estado a la hora de abordar el feminicidio. Al asesinato siguieron fuertes protestas, revuelo mediático y, finalmente, la ley que lleva su nombre fue aprobada por todas las bancadas del Congreso.
La ley define a los autores de feminicidio como “Quien cause la muerte a una mujer por su condición de ser mujer o por motivos de su identidad de género”. Así que la ley incluye también a las mujeres trans. De igual manera prevé una pena mínima de 20 años de prisión para el sindicado. Sólo en términos de sentencia, un acto que se determina como feminicidio, en lugar de homicidio, da lugar a un tratamiento diferente. Por lo tanto, la ley es vista por muchos como un avance en pro de un sistema de justicia más feminista. El artículo 10 de la misma norma también prevé impartir una educación sensible al género, especialmente en la educación preescolar, básica y media.
La violencia psicológicacomo demostración de poder
A menudo los agresores son las parejas, los padres o los amigos. Sin embargo, Estefanía Rivera Guzmán, del Observatorio Feminicidios de Medellín, dice que esta definición no va lo suficientemente lejos. El Observatorio es un sistema de información de la Red Feminista Antimilitarista en Medellín. Para definir el feminicidio ellas incluyen las relaciones de poder de los afectados. Se hacen preguntas como: ¿Hubo violencia social? ¿Qué sucedió con la mujer antes del crimen? ¿Qué ocurrió con el cadáver después? ¿Hay una relación de poder, que lugar social o comunitario tenía la mujer? ¿Qué efecto tuvo ese asesinato en el contexto social, político, familiar?
A menudo, dice Rivera Guzmán, el asesinato es una demostración de poder de los hombres contra las mujeres, demostraciones que adoptan diferentes formas. En la mayoría de los casos, las mujeres ya están en una relación de dependencia económica. Trabajan en condiciones precarias, a menudo de manera informal. “Entonces la familia también queda en unas condiciones totalmente desamparadas económicamente”.
En el caso de Érika Aponte, otro factor jugó un papel importante: su expareja se mostró acosador tras la separación, la visitaba más a menudo en su trabajo en el centro comercial Unicentro, y discutía con ella. Durante mucho tiempo, Érika tuvo miedo de su asesino, incluso antes de la separación. A menudo había intentado poner fin a la relación. Pero eso no es fácil en circunstancias tan amenazadoras, como explica Rivera Guzmán. Tras una ruptura, las mujeres suelen quedarse sin vida, las siguen a cada paso: en las redes sociales, en el trabajo, en su tiempo libre. Ni siquiera mudarse de casa o cambiar de trabajo sirve para borrar plenamente las huellas entre víctima y agresor. “Como están en un contexto de control, saben absolutamente todo, saben para dónde te vas a ir si estás mal. Saben dónde viven tus amigas. Saben a dónde te vas al ejercicio. Saben en qué restaurante te gusta comer, donde hay tu empanada favorita”. Asedio, instigación, acoso, por lo cual algunas mujeres ya no salen de casa por miedo. Por eso, dice Guzmán, hay instituciones que ofrecen ayuda activa en esos casos. Según una entrevista (1) con el padre de Aponte, su hija tampoco estaba lo suficientemente protegida en su lugar de trabajo en Unicentro –toda vez que en contra de su acosador no se expidieron medidas que lo obligaran a no acercarse a la víctima.
Otra mujer, esta vez con circunstancias económicas en algo diferentes, Gladys Rodríguez Cañón, directora de un colegio en Bogotá, también sufrió violencia psicológica por parte de su pareja antes de ser asesinada en 2018. Había sido exitosa e independiente. Según describe Luis Andrés Torres Rodríguez, su hijo, su padrastro había intentado que Gladys dependiera de él. Con expresiones como “Yo te protejo”, “Yo cuido tus intereses”, “Yo te quiero, los demás no”, pretendía distanciarla de su familia. “Pero ahí lo consideramos como el hombre protector, como el hombre que cuida a la mujer, como el hombre que cuida los intereses”, analiza Torres Rodríguez.
Sin embargo, lo que parece inofensivo y cariñoso puede volverse peligroso: se produce un desequilibrio de poder en el que la mujer se subordina a su marido. Un amor que lleva de la incondicionalidad a las restricciones y al abuso de poder. “Pero el tipo era astuto y manipulador; maquillaba las palabras y las usaba a su favor”, describe Torres Rodríguez en un artículo para la Red Feminista Antimilitarista. Sin embargo, Gladys Rodríguez confiaba en él para administrar las finanzas de la familia o la educación, a veces violenta, de los hijos. Sin embargo, como en el caso de Érika Aponte, una separación precedió a su asesinato.
No es extraño. Para muchos hombres, esto significa una pérdida de control y una ruptura con las convenciones que a menudo no se ajustan a la norma en una Colombia religiosa y moralista. Rivera Guzmán también lo explica: “Un hombre no necesariamente tiende a ser violento si tu cumples con la norma o con lo que él desea en términos de su masculinidad. Si estás a su lado y cumples con una forma de ser o de actuar. Pero esa masculinidad se puede ir violentando cuando tú decides romper esa norma o esos lazos que te unen”.
Lo personal es político
Y así, los problemas privados se convierten en un problema público, político, estructural. Hace tiempo que la gente no mata entre sus cuatro paredes. Y está claro hace tiempo que detrás del asesinato de una mujer por un hombre no suele haber un trágico drama de pareja. Si nuestra sociedad apoya ciertas normas machistas, y si la política no toma medidas estrictas contra abusos como la violencia de género, entonces la cifra de 133 asesinatos de mujeres (a 3/2023 Observatorio Feminicidios Colombia) se convertirá a finales de año en un número cuyo síntoma es una amenaza innegable para ciertos grupos de nuestra humanidad. Según Torres Rodríguez “el feminicidio es una pandemia, una de las violencias más cruentas porque es anular a la otra persona por su condición de género, por ser mujer”.
Los feminicidios no son tomados tan en serio por el Estado como sí lo hace con otros delitos. En casos como el robo o la extorsión –vistos como una amenaza– aplica medidas preventivas. Los feminicidios, en cambio, suelen etiquetarse con un motivo de muerte diferente; las investigaciones correspondientes avanzan lentamente y a menudo, incluso, se archivan.
Es un proceder que lleva a que sucesos como los acá referidos corran el riesgo de quedar archivados o mal clasificados, como sucedió con el caso de Gladys Rodríguez Cañón, calificado por la Policía, en primera instancia, como suicidio. Solo la actuación de su hijo Luis Andrés Torres Rodríguez, enfrentado a las autoridades, impidió que este error dejará en la oscuridad lo realmente sucedido.
Luis Andrés recibió el 10 de octubre de 2018 la noticia de que su madre se había quitado la vida en Santa Marta. Supuestamente se había tirado desde el balcón del piso 17 del edificio donde estaba alojada. El testigo fue el padrasto de Luis, según él, Gladys, que estaba ebria, habían sostenido una conversación en horas de la noche sobre su separación. Su testimonio, sin confrontación alguna –otras dos personas estaban en el lugar– llevó a que la Policía clasificara el caso como suicidio. Solo ocho meses después, la otra persona fue llamada por la Fiscalía a rendir testimonio.
Pero para Torres Rodríguez el testimonio de su padrastro no le satisfizo, toda vez que su madre no había tenido tendencias suicidas, ella había sido una mujer feliz y de éxito. Esto también lo confirmó la autopsia psicológica. Pero sólo dos años después. Un examen toxicológico también reveló que la historia del exmarido no era correcta. Sólo se encontraron pequeñas cantidades de alcohol en el cuerpo de la supuesta suicida. La forma como la ‘justicia’ adelantó esta investigación nos motivaron a buscar respuestas directas por parte de la Fiscalía, pero pese a nuestra solicitud no recibimos respuesta alguna hasta el cierre de esta edición.
Abusos estructurales en las autoridades
Después de casi cinco años de lo ocurrido, por falta un peritaje físico de la caída, el caso de su madre sigue sin resolverse. Este paso, sin embargo, sigue a la espera pues, según Torres Rodríguez, sólo hay una persona responsable de este examen en Santa Marta.
Pero éste no es el único problema que ha surgido en la investigación: han desaparecido pruebas, se han ignorado pistas durante mucho tiempo y no se ha tomado en serio a las víctimas del caso. “La Fiscalía funciona de una manera totalmente extraña e increíble, y fuera de eso son procesos muy agobiantes y agotadores”, dice Torres Rodríguez. Especialmente en las regiones rurales, en las que las autoridades carecen del personal necesario para resolver el cúmulo de casos que les son asignados, que llegan a ser hasta quinientos o más.
Además, a Torres Rodríguez le hubiera gustado un enfoque más sensible de parte de los funcionarios oficiales con respecto a las víctimas de posibles feminicidios. Pero no fue así. Con el asesinato de su madre, él y toda su familia vivieron un calvario emocional y mental. Él mismo sufrió depresión y su hijo asistió a terapia. “Pero la Fiscalía no entiende”. Sin embargo, dice, fue él quien luchó para que la justicia no quedara como algo irreal. Y todo con sus propios medios económicos. “Nosotros no recibimos ningún tipo de apoyo económico, ningún apoyo psicológico”.
La avalancha psicológica, económica y emocional es inmensa. En lo humano debiera existir acompañamiento profesional, y en lo económico posibilidades para no quedar en la ruina. Es conocido que algunas familias, incluso, venden sus casas para poder pagar un abogado.
A su vez, la demanda de tiempo que implica estar atentos a la evolución de la investigación es tanta que, hasta el trabajo puede perderse. En el caso de Torres, su dedicación fue tal que con el tiempo terminó convertido en activista, explica él.
Tres años después de haber ocurrido, cuando ya el calendario marcaba como año al 2021, por fin y también como resultado de su terca insistencia, la justicia orienta la investigación del deceso de su madre como feminicidio.
Es una lucha de muchos años. Una constante presente en casi todos los casos investigados como feminicidios. Una persistencia que lleva a pensar que los gobiernos no toman con la atención debida la realidad de los feminicidios.
Tras nuevas gestiones, avances y retrocesos, el abogado de Torres, Dr. Juan Trujillo, viajó a Santa Marta los primeros días del mes de junio para cumplir una cita pero no fue recibido ni atendido por la fiscal 36, la Dr. Sonia Gallego Duque, lo que tiende niebla sobre el compromiso de la fiscalía para esclarecer y fallar en un caso que para este 10 de octubre cumple 5 años de impunidad.
La historia suena a fracaso sistémico a costa de las víctimas. Los datos sobre feminicidios también confirman esta impresión. Rivera Guzmán explica que las cifras de víctimas de la Fiscalía son muy inferiores a las del Observatorio Feminicidios. El último año la Fiscalía registró 111 feminicidios. Por su parte, el Observatorio registra 619. “Si ponemos los registros de asesinatos de mujeres de medicina legal, que nos doblan a nosotros”.
Las diferencias radican, principalmente, en las definiciones de feminicidio, que no son unívocas, y por lo cual para el Observatorio las relaciones de poder deber ser ponderadas entre los factores que permiten clasificar el homicidio de una mujer como feminicidio. Una clasificación que podría ser más precisa si las autoridades oficiales registran la cantidad de mujeres que antes de ser asesinadas acudieron en procura de ayuda o han informado a una amistad confidente la situación por la cual atraviesan.
Con esta información, las autoridades podrían reaccionar antes de que llegue a producirse el ataque homicida. Sin embargo, hasta ahora sólo organizaciones como el Observatorio Feminicidios Colombia llevan un registro detallado. Es un labor que a lo largo de los últimos años debió enfrentar el desinterés efectivo, por parte de gobiernos de ideología tradicionalista, sin interés por activar políticas culturales que vayan quebrando el histórico machismo y patriarcalismo que domina en Colombia.
Estructuras machista
Pero no es de extrañar que el sistema de gobierno tenga estructuras patriarcales. Al fin y al cabo, como explica Torres Rodríguez, toda la sociedad está moldeada por determinadas formas de comportarse y de pensar. Desde una edad temprana, los niños y las niñas aprenden a posicionarse en la sociedad y en ella la imagen masculina de figura fuerte y protectora, impedido de mostrar ninguna emoción excepto la ira, pero, contrario a ello, le es permitido utilizar la violencia como instrumento para imponer su “autoridad”. “Entonces, que hablen fuerte a las mujeres, que les maltraten psicológicamente, físicamente. Estamos habituados y naturalizamos eso no como violencia, sino como parte de la educación tradicional de la familia”. Para un país fuertemente católico que aupa la existencia del modelo clásico de familia, parece difícil romper estas estructuras. Por eso son aún más importantes medidas legales como el artículo 10 de la Ley 1761.
Para Luis Andrés Torres Rodríguez, la vida continúa tras la muerte de su madre. Ha tomado la decisión consciente de no hacer de la lucha por la persecución del agresor de su madre el centro de su vida. “He aprendido que las decisiones de la justicia no están en mi mano”. En lugar de eso, ahora quiere trabajar como activista para concienciar e impartir una educación con perspectiva de género que rompa las estructuras machistas para las generaciones venideras. Organiza marchas y quiere fundar una organización que proporcione apoyo terapéutico, económico y jurídico a las mujeres víctimas de la violencia de género. También con su familia Torres Rodríguez intenta romper la imagen qué mató a su madre: “Yo tengo un niño y una niña. Entonces mi hijo dice, ‘Yo protegeré a mi hermanita’. Y yo le dije ‘No, tu hermana no necesita que la proteja. Necesita que la ames. Ella se puede cuidar sola’”.
Soluciones antimilitaristas
A pesar de la existencia de la Ley Rosa Elvira Cely, cada año se producen cientos de feminicidios, las autoridades parecen desbordadas y los políticos poco interesados en atajar esta pandemia. Para encontrar soluciones al acoso, la amenaza directa, y el mismo acompañamiento psicológico, la sociedad encuentra más alternativas en el activismo de organizaciones y particulares. La organización Red Feminista Antimilitarista, por ejemplo, apoya a las mujeres amenazadas que han sobrevivido a un intento de feminicidio. Rivera Guzmán explica exactamente por qué el enfoque antimiltarista es tan importante: “En nuestro registro identificamos, que el año pasado sucedieron 619 feminicidios, el 55 por ciento de ellos cometidos con armas de fuego”.
Estas elevadas cifras son, entre otras cosas, consecuencia del conflicto armado y la expansión de muchas bandas narco-mafiosas, “Lo que implica para una mujer vivir en un contexto de militarización (es) que se aumente el riesgo, no solamente porque son sujetos externos (sino) también porque son muy duros con quienes las mujeres tienen relaciones familiares o erótico afectivas”. Si una persona cercana está implicada en estructuras delictivas, también aumenta el riesgo para sus esposas. Por eso, las organizaciones internacionales piden que se refuercen los controles sobre la venta de armas.
En este tópico, el gobierno de Gustavo Petro ha prolongado para 2023 la prohibición del porte de armas por parte de civiles. Sin embargo, es difícil regular realmente en un país como Colombia. “Si no hay un cambio en términos estructurales […], será muy difícil que la violencia disminuya”, advierte Rivera Guzmán.
Con el nuevo gobierno, sin embargo, revive la esperanza de que se tomen más medidas para prevenir los feminicidios y perseguir a los victimarios.
El reto es inmenso, pero hay camino recorrido, experiencias por sistematizar, organizaciones diversas por articular, y la fuerza de miles de mujeres no dispuestas a seguir siendo maltratadas. Si la política cambia, si la economía se transforma, si las principales líneas culturales viven un giro que tomen en cuenta esta realidad, al final de este gobierno podrían verse unos primeros y efectivos resultados. Las cifras de feminicidios dirán si eso es así.
- El Tiempo, 16 de mayo 2023.
Si usted es víctima de violencia psicológica o física, puede ponerse en contacto y solicitar acompañamiento por medio de los siguientes números.
Para emergencias: Secretaría de la Mujer, Línea 123.
Para orientación y apoyo psicosocial: Línea Púrpura Bogotá 01 8000 112 137 y WhatsApp Púrpura 3007551846.
Atención a mujeres víctimas de violencia fuera de Bogotá: Línea 155
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