Desde el 7 de octubre, el Gobierno israelí insiste en que su objetivo es “eliminar a Hamás”. Sin embargo, cuando Hamás propone ceder el poder a un comité civil independiente palestino, Israel rechaza el acuerdo. ¿Por qué? Porque no busca eliminar a Hamás, sino aplicar de forma cíclica su doctrina de la “tala del césped”: debilitarlo periódicamente sin erradicarlo, para mantener viva la necesidad de una guerra sin fin. El enemigo, para ser útil, debe sobrevivir.
Todo poder necesita —advirtió Carl Schmitt— un enemigo para consolidar su identidad. No se trata solo de alguien contra quien se lucha, sino de quien delimita la frontera de lo que se considera “la comunidad política”. En la lógica del exterminio, el enemigo es funcional. El pretexto que sostiene el mito fundacional de la víctima eterna. Sin él, el relato se derrumba.
El poder —recordaba Michel Foucault— no actúa solo sobre los cuerpos, sino también sobre los discursos. No basta con asesinar. Se debe construir el marco que haga legítima esa muerte. Por eso la supervivencia de Hamás, incluso su fortalecimiento, no fue un error estratégico, sino una necesidad narrativa. Durante décadas, distintos gobiernos israelíes —incluido el de Netanyahu— han contribuido a ese fortalecimiento. A finales de los años 80, mientras se criminalizaba a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Israel toleraba y hasta facilitaba el crecimiento de Hamás como contrapeso religioso a la resistencia nacional laica. Más recientemente, Netanyahu permitió la entrada de millones de dólares desde Qatar para sostener su poder en Gaza, debilitando así a la Autoridad Palestina y bloqueando toda salida política. “Quien quiera impedir un Estado palestino debe fortalecer a Hamás”, llegó a decir Netanyahu en una reunión filtrada en 2019.
Este giro hacia el islamismo no fue natural ni inevitable. La resistencia en Gaza tuvo originalmente un carácter laico y de izquierdas. El Frente Popular y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina, el Partido Comunista Palestino y, sobre todo, la OLP —con Al-Fatah a la cabeza— lideraron durante décadas una lucha que combinaba aspiraciones de emancipación con discursos seculares y socialistas. Durante la Primera Intifada, el Mando Nacional Unificado estuvo liderado por estas fuerzas. Pero mientras el ejército israelí reprimía con dureza a estas organizaciones, permitió la actividad de la Hermandad Musulmana, embrión de lo que luego sería Hamás. La estrategia era clara: dividir, debilitar y contrarrestar la resistencia laica con un islamismo más fragmentado, menos articulado internacionalmente y, en aquel momento, menos eficaz en la arena política. El resultado fue el ascenso de un nuevo actor, radicalizado por décadas de ocupación, que terminaría por desempeñar el papel perfecto de “enemigo absoluto”.
Sería, no obstante, un error explicar el apoyo a Hamás en Gaza únicamente desde fuera. Hamás ha construido su legitimidad también desde abajo: a través de redes sociales, sanitarias y educativas que llenaban los vacíos dejados por la ocupación y la inoperancia de la Autoridad Palestina. Mientras esta última se degradaba en la corrupción y la subordinación, Hamás fue percibido por muchos como la encarnación —contradictoria, pero tangible— de una resistencia activa. El voto a Hamás en 2006, en elecciones reconocidas como limpias, fue también un acto de protesta contra el colapso moral de Fatah y una muestra del vacío político provocado por décadas de represión.
A veces se otorga demasiado valor a los gestos de Hamás. Es cierto que ha aceptado fórmulas de reconciliación nacional y ha reformulado su carta fundacional con un reconocimiento implícito a la existencia de Israel. Pero todas estas señales fueron ignoradas o utilizadas como coartada para seguir bombardeando. Esa frustración, la conciencia de que ninguna concesión cambiaría nada, forma parte también del trasfondo del 7 de octubre.
Desde una perspectiva histórica más amplia —como propone Ilan Pappé—, Hamás no puede entenderse fuera del marco del colonialismo de asentamiento israelí. Su existencia es parte de una historia más larga de desposesión, resistencia y frustración. En este sentido, Hamás no es la causa del conflicto, sino una consecuencia, exacerbada por la ocupación y manipulada por Israel.
No es un caso aislado. Lo vimos en Sudáfrica, donde la lucha contra el apartheid fue criminalizada como terrorismo para legitimar la dictadura blanca. Lo vimos en Irak, cuando el monstruo del yihadismo fue cultivado por quienes prometían erradicarlo: la invasión estadounidense desmanteló el Estado iraquí y dejó el campo abierto al surgimiento del Estado Islámico, un enemigo que permitió prolongar la guerra sin fin. Lo vimos también en Afganistán, donde Osama bin Laden fue financiado y armado por Estados Unidos a través de los muyahidines para combatir al régimen comunista respaldado por la URSS. Años después, ese mismo aliado se transformaría en el monstruo necesario que justificaría décadas de ocupación y militarización global.
Hamás no solo ha sido una respuesta a la ocupación y la humillación cotidiana, sino también —en términos que recuerda Santiago Alba Rico— un actor doblemente condicionado: por un lado, expresión genuina de una sociedad sin horizonte político, sin Estado y sin refugio. Por otro, enemigo funcional al régimen que lo combate. Como ha subrayado Matthew Levitt, la estructura de Hamás no puede separarse en compartimentos estancos: su ala militar, política y social funcionan como un todo. Precisamente por eso, su demonización total sirve para justificar ataques indiscriminados sobre una población entera.
Mientras se mantiene vivo ese enemigo útil, el genocidio avanza: ya casi 60.000 muertos, en su mayoría mujeres y niños. Bombardeos sobre escuelas, hospitales, campos de refugiados. Una población entera desplazada, condenada al hambre. Ya en 2009, la escritora israelí Amira Hass lo escribió con claridad: el objetivo no era destruir a Hamás, sino “desgastar a Gaza” hasta volverla inhabitable. Hoy esa estrategia se ha convertido en doctrina de Estado.
Gaza es el espejo donde se refleja una verdad incómoda: que el enemigo, lejos de ser una amenaza externa, ha sido muchas veces un producto interno del sistema que lo combate. Hamás es hijo del colapso político palestino, pero también del cálculo cínico del verdugo que necesitaba mantenerle con vida para seguir matando en nombre del bien. Pero hay algo aún más inquietante: si el objetivo real no es derrotar a Hamás, sino eliminar al pueblo palestino, entonces, ¿no es Hamás a la vez necesario y prescindible ? Necesitan que exista como justificación, pero también necesitan borrarlo para culminar el proyecto colonial. Es la paradoja de todo genocidio: el enemigo debe ser útil hasta que ya no sea necesario. Y entonces, ser exterminado junto con aquellos a quienes defendia.
Hamás, en este guion macabro, es el enemigo necesario. Pero incluso los guiones más sólidos pueden resquebrajarse. A principios de mayo de 2024, y en el contexto de una mediación liderada por Egipto y Qatar, Hamás aceptó una propuesta de alto el fuego que incluía la liberación de rehenes israelíes, el fin de las hostilidades y la creación de un comité civil palestino no partidista para administrar Gaza. Israel, sin embargo, rechazó la propuesta.
Esa propuesta rompe, otra vez, el guion escrito para su papel. Descoloca al aparato propagandístico israelí, deja sin coartada a quienes sostienen que “no hay interlocutor válido” y hace lo que ni Europa ni la ONU han sabido hacer: ofrecer una grieta en el muro del exterminio. Es un gesto que, sin borrar las sombras de su historia, abre una posibilidad política nueva. Pero mientras Israel cuente con Estados Unidos y Europa como escudo diplomático y cómplices del genocidio, ninguna grieta será suficiente. Ningún paso desde dentro podrá romper el círculo si desde fuera no se altera el equilibrio de intereses.
Israel seguirá ignorando las propuestas de Hamás y matando mientras le salga rentable. Solo si el coste de continuar el genocidio supera al de detenerlo, solo si Europa lo aísla política, económica y diplomáticamente, podrá detenerse la maquinaria. El fin del genocidio no llegará por voluntad israelí ni por claudicación palestina. Solo llegará si dejamos de sostener al verdugo con dinero, armas y silencio. Mientras eso no suceda, la sociedad civil organizada debe seguir movilizada. Si los Estados siguen dando apoyo a Israel, será la gente quien acuda en auxilio de Gaza.
Por, Jaume Asens
Eurodiputado por el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea.
04/06/2025
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