¿Imperio verde?
Explosión, de Junior Henry. Fuente: Beyond Nuclear International Beyond Nuclear

El Pentágono, un gran contaminador cuya fuerza se utiliza para «proteger el acceso al petróleo de Oriente Próximo», ha dedicado, sin embargo, más reflexión al cambio climático y sus consecuencias que la mayoría de las instituciones estatales estadounidenses

En su convicción de que la crisis climática «lo cambia todo» y en su búsqueda de un agente histórico capaz de combinar la evitación de la catástrofe con la transformación social radical, la política climática de izquierda se sustenta a menudo en un optimismo residual. Sin embargo, este estado de ánimo dista mucho de ser universal. Algunos analistas han sugerido que, dada la falta de tiempo y las escasas perspectivas de conquistar el poder estatal, los salvadores del clima tendrán que salir de las filas enemigas. Pensemos, por ejemplo, en Michael Klare. Estudioso de la paz desde hace muchos años y corresponsal de defensa de The Nation, ahora es un ferviente partidario de la vanguardia ecoconsciente que se está formando en el Departamento de Defensa estadounidense.

En opinión de Klare, «a medida que se disparen las temperaturas globales y disminuyan los recursos vitales», los esfuerzos de mitigación climática del Departamento de Defensa se han convertido en «un modelo digno de imitación por el resto de la sociedad». Y no sólo eso: la visión del Pentágono sobre la política climática mundial debería considerarse «el punto de partida de las futuras relaciones exteriores de Estados Unidos». ¿Realmente hemos llegado a este punto? Puede que sea cierto que, a falta de un poderoso movimiento socialista-ambientalista, la mejor esperanza para la humanidad sea la descarbonización desde arriba. Pero, ¿qué papel puede desempeñar el aparato imperial estadounidense en este proceso? ¿Puede plausiblemente pretender asumir el papel de «líder climático»?

Esta es la cuestión que aborda Neta Crawford en The Pentagon, Climate Change, and War: The Rise and Fall of US Military Emissions, publicado el pasado mes de octubre. Crawford acaba de ser nombrada catedrática de Relaciones Internacionales de Oxford, cátedra que antes ocuparon Alfred Zimmern, arquitecto de la Sociedad de Naciones, y Hedley Bull, teórico del orden mundial. En su época de estudiante en Brown University durante la década de 1980 cursó una licenciatura diseñada por ella misma, «The War System and Alternatives to Militarismo», mientras trabajaba con E. P. Thompson y Joan Scott en el movimiento pacifista. Al mismo tiempo, Crawford llevó a cabo una exhaustiva investigación a partir de material soviético como parte de un proyecto del Institute for Defense & Disarmament Studies para recopilar una base de datos de la totalidad de las «principales armas» fabricadas en el mundo durante el periodo de posguerra. Dos años de haberse licenciado, había escrito un volumen de más de mil páginas en el que documentaba las minucias cuantitativas de la aviación militar soviética.

Este dominio de los datos militares influiría en el trabajo posterior de Crawford. Desde 2011 es codirectora del proyecto Costs of War, que contabiliza el coste humano y económico de la guerra de Washington contra el terror. (En su último gran recuento, el proyecto calculó casi un millón de muertos y un coste de más de ocho billones de dólares). Crawford también goza de gran prestigio como teórica de las relaciones internacionales. En su primer libro, Argument and Change in World Politics: Ethics, Decolonization, and Humanitarian Intervention (2002), defendió que las creencias normativas son una fuerza estructuradora en la política mundial y que, por lo tanto, los argumentos éticos persuasivos pueden provocar un cambio histórico. Una década más tarde, en Accountability for Killing: Moral Responsibility for Collateral Damage in America’s Post-9/11 Wars (2013), Crawford centró su atención en el ejército estadounidense, trazando la institucionalización gradual en el seno del mismo de un régimen de protección de los no combatientes, pero destacando su indiferencia permanente por los daños a civiles «cuando se entiende que la necesidad militar es alta». Este bagaje intelectual la sitúa en una posición privilegiada para anatomizar las maquinaciones climáticas del Pentágono.

The Pentagon, Climate Change, and War: The Rise and Fall of US Military Emissions está dividido en cuatro secciones, que comienzan con un impresionante relato de la historia energética del ejército estadounidense. Citando un informe de 1855 del entonces secretario de Marina estadounidense en el que se afirmaba que «el aumento del número de buques de vapor hará necesaria una mayor compra de carbón», Crawford despliega el argumento de que el ejército estadounidense fue un importante impulsor de la adopción generalizada del carbón seguida de la del petróleo. Los combustibles fósiles, explica, se convirtieron rápidamente en la infraestructura energética de su posición de fuerza estadounidense a mediados del siglo XIX, lo cual propició el consenso entre la clase política y militar de que el acceso a los suministros de carbón y petróleo constituían un interés estratégico vital y su protección un objetivo militar primordial. Como afirmó David Petraeus en 2011, «la energía es la savia de nuestras capacidades bélicas», una afirmación que Crawford verifica rastreando el arco del siglo que media desde la victoria estadounidense propulsada por el carbón en la Guerra hispano-estadounidense hasta el establecimiento del Comando Central (CENTCOM) como eje del dominio de Washington en el Golfo Pérsico.

A tenor de este análisis, la carbonización del poder imperial —las lanchas cañoneras quemaban carbón antes de que los aviones de combate engulleran petróleo— imbuyó a la expansión estadounidense de una lógica cíclica «en la que la necesidad de repostar para expandir y proteger los intereses estadounidenses requería bases en áreas cada vez mayores del globo, mientras que las bases y el propio combustible se convertían en intereses estratégicos». Crawford llama a esto «el ciclo profundo»: un proceso en espiral de «demanda de petróleo, consumo, militarización y conflicto».

En su opinión, el factor determinante de la institucionalización de la demanda de combustibles fósiles fueron las creencias de los planificadores militares y de las élites responsables de la política exterior estadounidense en la centralidad del carbón y el petróleo: «A lo largo de los dos últimos siglos se crearon las instituciones pertinentes para dotar de realidad a las creencias de las autoridades políticas y militares sobre el papel de los combustibles fósiles en la guerra». Al poner en primer plano la dimensión ideológica del cambio histórico, Crawford defiende que la dependencia de los combustibles fósiles no era inevitable, sino en realidad una elección contingente que aún podía ser revocada. Como escribió en su primer libro, centrarse en la fuerza de los argumentos podría «permitirnos percibir espacio para la acción humana en el seno del funcionamiento de fuerzas políticas y económicas aparentemente inexorables».

En la siguiente sección, Crawford examina la cuestión de la climatología y las emisiones militares estadounidenses, demostrando que el Departamento de Defensa es consciente de la importancia de las emisiones de carbono desde finales de la década de 1950. Las investigaciones financiadas por la Marina estadounidense habían determinado que las moléculas de CO2 se disolvían en el océano tras menos de diez años en la atmósfera, lo que dio impulso a la medición sistemática de los niveles atmosféricos de CO2. La CIA vigilaba de cerca estos estudios, al igual que la Casa Blanca. El asesor de asuntos urbanos de Nixon, Daniel Patrick Moynihan, expuso su preocupación por «el problema del dióxido de carbono» en un memorando de 1969 enviado al jefe de gabinete del presidente en el que advertía de que el próximo siglo podría estar marcado por catastróficas subidas del nivel del mar: «Adiós a Nueva York. Adiós a Washington. No tenemos datos sobre Seattle». Moynihan aconsejó que «el gobierno estadounidense debería implicarse en este asunto», añadiendo que era «algo natural que lo hiciera también la OTAN».

Utilizando documentos del National Security Archive de Georgetown, desclasificados a través de solicitudes de libertad de información, Crawford explica cómo el Pentágono presionó exitosamente para que la mayor parte de las emisiones militares quedaran exentas del Protocolo de Kioto tras convencer a la Casa Blanca de Clinton de que «imponer limitaciones a las emisiones de gases de efecto invernadero en los sistemas militares tácticos y estratégicos tendría […] un impacto adverso sobre las operaciones y la capacidad de respuesta inmediata». El legado de este triunfo diplomático estadounidense es que en la contabilidad del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC), cuyas convenciones son seguidas por la Environmental Protection Agency estadounidense, «las emisiones procedentes de la actividad [militar] efectuada en las bases de ultramar y de las operaciones multilaterales se excluyen de los totales nacionales».

En un esfuerzo por corregir esta negligencia intencionada, Crawford dedica más de cincuenta páginas a exponer sus meticulosos cálculos de las emisiones del complejo militar-industrial estadounidense. Su conclusión no sorprende: las emisiones militares siguen la pista de los conflictos y han disminuido en general desde la conclusión de la Guerra de Vietnam, aunque siguen siendo gigantescas. Según sus cálculos, las emisiones militares estadounidenses de gases de efecto invernadero ascendían a algo más de 109 millones de toneladas métricas equivalentes de CO2 (MTMCO2e) en 1975. En 2020 se habían reducido a 52 MTMCO2e. La energía consumida por las instalaciones del Departamento de Defensa ha disminuido en una magnitud similar durante el mismo periodo gracias al cierre de más de mil bases militares desde 1991. Aunque las emisiones directas del Pentágono representan un componente muy reducido del total nacional estadounidense (que se situó en 5.222 MTMCO2e en 2020), las emisiones del complejo miliar-industrial representaron alrededor del 17 por 100 del total de las emisiones de gases de efecto invernadero procedentes de la producción industrial en 2019, según la estimación conservadora de Crawford.


El Pentágono, un gran contaminador cuya fuerza se utiliza para «proteger el acceso al petróleo de Oriente Próximo», ha dedicado, sin embargo, más reflexión al cambio climático y sus consecuencias que la mayoría de las instituciones estatales estadounidenses. Crawford sigue esta evolución en la tercera parte del libro, mostrando cómo el Departamento de Defensa ha estado a la vanguardia de la concepción de la degradación climática como una gran amenaza para la seguridad nacional estadounidense. Lo que en la década de 1990 era simplemente una preocupación por la eficacia en el campo de batalla del cambio climático, así como por la relación existente entre la degradación medioambiental y los conflictos, durante los siguientes quince años se convirtió gradualmente en una sensación de pánico ante las implicaciones que el colapso ecológico podía tener sobre el poder estadounidense.

En 2006-2007 se publicaron una serie de informes vinculados al ámbito militar en los que se argumentaba que el cambio climático «actúa como un multiplicador de amenazas para la inestabilidad», lo cual «requeriría que Estados Unidos apoyara políticas que le aislaran de sus efectos más graves, así como que hiciera lo propio con los países de interés estratégico». Este consenso emergente quedó patente en la Quadrennial Defense Review de 2010 del Departamento de Defensa en la que se afirmaba que «el Departamento está desarrollando políticas y planes para gestionar los efectos del cambio climático en su entorno operativo, sus misiones y sus instalaciones».

En 2019 un grupo de cincuenta y ocho autodenominados «altos líderes militares y de seguridad nacional», encabezados por John Kerry y Chuck Hagel, se opusieron al intento de Trump de utilizar su Consejo de Seguridad Nacional para subvertir los programas de investigación sobre el cambio climático del Pentágono y la CIA, escribiendo en una carta al presidente: «Apoyamos a los patriotas impulsados por la ciencia en nuestra comunidad de seguridad nacional, quienes desde 1989 han considerado acertadamente que abordar el cambio climático es una cuestión de reducción de amenazas, no una cuestión política».

Crawford está realmente impresionada por los esfuerzos de adaptación del Pentágono. Sin embargo, también le inquieta y desconcierta que no se tome más en serio la mitigación del cambio climático ni reconozca que su propia huella de carbono es un problema. ¿Por qué «algunas de las personas más inteligentes, mejor formadas y más decididas de este planeta, dotadas de los recursos de la nación más rica de la Tierra», que son conscientes desde hace tiempo del calentamiento antropogénico y que tratan de convertir sus instalaciones inmunes al clima, son tan «estratégicamente inflexibles y ciegas»? Por un lado, los dirigentes del Departamento de Defensa tienen razón (en sus propios términos) al temer que una limitación estricta de sus emisiones empiece a socavar la preeminencia militar estadounidense. En algunos contextos, los equipos y armamento más ecológicos pueden ser necesarios por razones tácticas y de protección, como aprendieron las fuerzas estadounidenses en Iraq respecto a la vulnerabilidad a los ataques de los insurgentes contra sus convoyes de combustible.

Pero, como señala Crawford, lo mejor que se ha conseguido hasta la fecha es que la Marina estadounidense utilice buques de guerra con una mezcla de 10 por 100 de grasa de vacuno y 90 por 100 de petróleo como parte de la estratagema de la «Gran Flota Verde» en 2009. Es difícil prever, pues, que las operaciones del Pentágono se descarbonicen más a fondo sin una reorganización drástica. Lo que propone Crawford es reducir las emisiones militares reduciendo drásticamente el tamaño y las operaciones del Departamento de Defensa mediante el cierre de una quinta parte de las bases e instalaciones existentes en la actualidad y retirándose del Golfo Pérsico. No es ningún misterio, sin embargo, por qué el Pentágono se negaría a aceptarlo. Los generales son naturalmente reacios a optar por su propia liquidación. De hecho, aunque la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro ejercieran su poder para acelerar la descarbonización a escala mundial, tendrían dificultades para construir un ejército ecológico. A menos que el Pentágono pueda aprender rápidamente a gobernar los cielos y patrullar el Mar del Sur de China propulsado por biocombustibles en lugar de petróleo, es más probable que la reconfiguración del imperio estadounidense adopte la forma de un capital verde junto a un ejército de carbono.

En su reseña de The Pentagon, Climate Change, and War: The Rise and Fall of US Military Emissions, Erin Sikorsky pone en entredicho el argumento de Crawford de que «el ejército estadounidense es algo más que una entidad entre otras muchas que han creado los riesgos climáticos sistémicos a los que se enfrenta el mundo hoy en día», cuestionando la hipótesis de que «la clave para la descarbonización de Estados Unidos sea la desmilitarización». Esta objeción era de esperar de Sikorsky, antiguo oficial de la CIA y ahora director de dos importantes instituciones de seguridad climática vinculadas al ejército. Sin embargo, quizá haya algo de verdad en su crítica. A pesar de todos los puntos fuertes del estudio de Crawford, su fijación en las emisiones militares puede resultar restrictiva. Dado que las emisiones del Pentágono sólo representan en torno al 1 por 100 del total nacional estadounidense, la sugerencia de la autora efectuada en la parte final del libro de que el ejército estadounidense podría «desempeñar un papel importante» en los esfuerzos de mayor alcance dirigidos a la mitigación del cambio climático reduciendo su huella de carbono parece dudosa.

Y lo que es más importante, el meticuloso enfoque de Crawford en la cuantificación de las emisiones del Departamento de Defensa no logra captar el propósito fundamental de ese gasto energético. Al analizar los fundamentos energéticos del ejército estadounidense desde el siglo XIX, Crawford nos ha proporcionado, sin duda, una inestimable comprensión histórica de la relación existente entre el cambio climático y la potencia de fuego imperial estadounidense. Su concepto de «ciclo profundo» ilumina los efectos catalizadores de la guerra y la industria militar sobre el crecimiento general de las emisiones. Sin embargo, dada la forma específica que ha adoptado el poder estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial —un imperio global del capital—, lo significativo de las emisiones militares no es tanto su magnitud como la razón por la que se generan en primer lugar: a saber, la necesidad del Pentágono de mantener una supremacía sin parangón para sustentar un régimen de acumulación mucho más amplio y ecológicamente ruinoso.

El papel de Washington como guardián del capital global —y el papel del ejército como garante coercitivo de esa posición— es concomitante con lo que los historiadores medioambientales denominan «la gran aceleración». El advenimiento del «Antropoceno» y la expansión del capitalismo transnacional dirigido por Estados Unidos están entrelazados. Como tal, el mortífero legado atmosférico del Pentágono supera con creces el efecto de sus propias emisiones.

El proyecto intelectual de Crawford tal vez se entienda mejor como una crítica inmanente progresista del imperio estadounidense, definida por una sofisticada atención prestada su ejército como institución: su historia política, su composición energética, sus ideologías, sus procedimientos, sus normas y sus modos de matar. Este tipo de atención minuciosa a la política militar es cada vez menos frecuente entre los estudiosos contemporáneos de la izquierda, pero tanto la brillantez como las limitaciones del libro de Crawford se derivan de esta posición inmanente. Sólo contemplando al Pentágono desde dentro puede la autora elaborar estudios tan ricos sobre sus maquinaciones, pero aceptar la institución en sus propios términos también puede debilitar su perspectiva crítica. En Accountability for Killing, Crawford escribe que

el ejército estadounidense ha actuado como un agente moral imperfecto y su reconocimiento gradual del problema de los daños colaterales, sus respuestas iniciales ad hoc al problema y la institucionalización gradual de un programa de mitigación de las bajas civiles ilustran un ciclo de agencia moral y un proceso de aprendizaje organizativo. Sostengo que este proceso ha sido, con excepciones, mayoritariamente positivo, pero también muestro dónde y cómo el ejército estadounidense podría seguir actuando para reducir los daños colaterales sistémicos y de proporcionalidad/doble efecto.

A este respecto, al igual que en su sugerencia de que la posible liberación de carbono y metano causada por los ataques aéreos debería tenerse en cuenta en la orientación de los objetivos militares, el árbol no le deja ver el bosque al centrarse en el potencial, claramente hipertrofiado, del Pentágono para la autosuperación ética. Lo mismo ocurre con algunos de sus artículos de 2003-2004 sobre el gobierno de Bush, que describen las «mejores intenciones» de los responsables políticos de Washington y lamentan los «desafortunados errores» del ejército al bombardear continuamente a civiles. Las prescripciones tecnocráticas de Crawford se basan en la convicción de que las prácticas del ejército estadounidense y, de hecho, del imperio en general se rigen por creencias normativas que podrían modificarse mediante la persuasión ética. Al considerar los «deberes morales de la hegemonía de Estados Unidos» en un artículo para la revista de la Marina estadounidense insiste en que Washington «puede, de hecho, seguir una política moral en Iraq y en el resto del mundo», señalando «la integración del razonamiento ético con la prudencia» como el mejor camino para su política exterior.

Este marco se deriva del primer libro de Crawford, que reformuló la historia de la descolonización como una gran teleología del argumento ético: «Si las raíces de la descolonización están en la desaparición de la esclavitud y el trabajo forzado y la causa de la abolición fue el cambio de las creencias normativas efectuado mediante el razonamiento ético, entonces es preciso afirmar que los argumentos éticos son una poderosa causa subyacente de la descolonización». Existe una importante continuidad de método entre este estudio y el trabajo de Crawford sobre el imperio estadounidense: la incapacidad del Pentágono para tomarse en serio la mitigación del cambio climático se atribuye igualmente a los «hábitos mentales». El énfasis de la autora en la fuerza determinante del razonamiento ético y de las revoluciones en las creencias normativas y en su posterior institucionalización ayuda a explicar sus momentos de credulidad sobre hasta qué punto puede reformarse el Pentágono.

El imperio verde parece una idea a la que le ha llegado su hora en Occidente: el nuevo concepto de seguridad de la OTAN afirma que «debería convertirse en la organización internacional líder en lo referido a la comprensión y adaptación al impacto del cambio climático sobre la seguridad», mientras que los Verdes europeos promueven el aislamiento térmico de los edificios con el lema «Aislar a Putin. Aislar los hogares». El trabajo de Crawford, de gran riqueza empírica, contribuye enormemente a profundizar nuestra comprensión de esta tendencia y de su prehistoria, pero cuando su anatomía del ejército estadounidense se articula con el análisis del imperio al que protege, las limitaciones del papel del Pentágono como actor climático quedan claras. Con la izquierda en el purgatorio, es comprensible que estudiosos como Michael Klare confíen en que Washington asuma el manto del rescate planetario. Sin embargo, la idea de que pueda haber algo éticamente aceptable en un imperio verde estadounidense es una ilusión de la que hay que prescindir.

Información adicional

Autor/a: Ed McNally
País: Estados Unidos
Región: Norteamérica
Fuente: El Salto

Leave a Reply

Your email address will not be published.