Incluso antes del inicio de la pandemia de la covid-19, la economía china se había ralentizado y su estructura de endeudamiento doméstico había entrado en crisis
A principios de la década de 2010 el economista Justin Lin Yifu, antiguo funcionario jefe del Banco Mundial vinculado al gobierno chino, predijo que la economía china conocería al menos dos décadas más de crecimiento por encima del 8 por 100. En su opinión, dado que la renta per cápita del país en aquella época era aproximadamente la misma que la de Japón en la década de 1950 y la de Corea del Sur y Taiwán en la de 1970, no había razón alguna para pensar que China no podría repetir los éxitos de estos países de Asia Oriental. Los comentaristas occidentales se hicieron eco del optimismo de Lin. The Economist pronosticó que China se convertiría en la mayor economía del mundo en 2018, superando a Estados Unidos. Otros analistas fantasearon afirmando que el Partido Comunista se embarcaría en un ambicioso programa de liberalización política.
Nicholas Kristof escribió en 2013 en The New York Times, que Xi «encabezaría el resurgimiento de la reforma económica y probablemente optaría también por cierta flexibilización política. El cuerpo de Mao será sacado de la plaza de Tiananmen durante su mandato. Liu Xiaobo, el escritor galardonado con el Premio Nobel de la Paz, saldrá de prisión». El politólogo Edward Steinfeld afirmó igualmente en 2010 que la aceptación de la globalización por parte de China pondría en marcha un proceso de «autoritarismo autoobsolescente» similar al practicado por Taiwán durante las décadas de 1980 y 1990.
Diez años después, la ingenuidad de estas previsiones es evidente. Incluso antes del inicio de la pandemia de la covid-19, la economía china se había ralentizado y su estructura de endeudamiento doméstico había entrado en crisis, como quedó demostrado por el colapso de grandes promotores inmobiliarios como Evergrande. Después de que Pekín levantara la totalidad de las restricciones impuestas por la pandemia a finales de 2022, la ampliamente aireada recuperación económica no se materializó. El desempleo juvenil se disparó por encima del 20 por 100, superando al del resto de países del G-7 (otra estimación lo situaba por encima del 45 por 100). Los datos sobre actividad comercial, nivel de precios, producción y crecimiento del PIB apuntan a un deterioro de la situación, una tendencia que los estímulos fiscales y monetarios no han logrado revertir.
The Economist afirma ahora que China podría no alcanzar nunca a Estados Unidos y todo el mundo reconoce que Xi no es un liberal, pues ha redoblado la intervención pública en el sector privado y en las empresas extranjeras, al tiempo que ha optado por silenciar las voces disidentes (incluidas las que antes habían sido toleradas por el Partido).
Sería erróneo pensar las perspectivas de China han sido alteradas radicalmente por el concurso de factores externos. En realidad, el declive gradual del país comenzó hace más de una década. Quienes analizaron minuciosamente los datos, más allá de los bulliciosos distritos de negocios y los espectaculares desarrollos inmobiliarios, detectaron este malestar económico ya en 2008. Por aquel entonces escribí que China estaba entrando en una típica crisis de sobreacumulación. Su pujante sector exportador había acumulado una enorme cantidad de reservas de divisas desde mediados de la década de 1990. Dado el carácter cerrado del sistema financiero chino, los exportadores deben entregar las ganancias obtenidas en el exterior al banco central, que crea el equivalente en renminbis para absorber las divisas correspondientes. Este modo de proceder provocó una rápida expansión de la liquidez en renminbis en la economía, canalizada sobre todo en forma de actividad crediticia bancaria.
Por otro lado, el sector público disfrutó de un acceso privilegiado a los préstamos bancarios estatales, que se utilizaron para alimentar la correspondiente oleada de inversiones, comportamiento facilitado por el estrecho control ejercido por el Estado-partido sobre el sistema bancario chino, que cuenta también con empresas publicas o conectadas con el Estado que operan como feudos y fuentes cuasi ilimitada de liquidez para las familias de la elite. El resultado fue el aumento del empleo, un auge económico temporal y localizado y la obtención de ganancias inesperadas por la elite. Pero esta dinámica también dejó tras de sí proyectos de construcción redundantes y poco rentables –viviendas vacías, aeropuertos infrautilizados, exceso de centrales térmicas de carbón y de acerías, etcétera –, lo cual a su vez provocó la caída de los beneficios, la ralentización del crecimiento y el empeoramiento del endeudamiento en los principales sectores de la economía.
A lo largo de la década de 2010 el Estado-partido emprendió periódicamente nuevas operaciones de concesión de crédito en un intento de detener la desaceleración, pero muchas empresas simplemente aprovecharon la laxitud en la actividad crediticia bancaria para refinanciar su deuda sin añadir nuevo gasto o efectuar nuevas inversiones en la economía. Estas empresas acabaron convirtiéndose en adictas al endeudamiento así obtenido y, como ocurre con cualquier adicción, se necesitaron dosis crecientes de la sustancia para generar efectos decrecientes. Con el tiempo, la economía perdió su dinamismo a medida que las empresas zombis se mantenían vivas únicamente gracias a su ulterior endeudamiento: un caso clásico de «recesión de balance» [balance sheet recession], que asoló Japón a principios de la década de 1990 tras el fin de su periodo de expansión económica. Sin embargo, justo cuando estos males se hicieron cada vez más evidentes para los conocedores de la situación a principios de la década de 2010, fueron censurados en los medios de comunicación oficiales, que amplificaron la evaluación optimista de Lin. Mientras tanto, en Occidente toda una red de banqueros y ejecutivos de Wall Street tenía motivos para suprimir análisis más escépticos, ya que seguían beneficiándose de atraer inversores a China. De este modo, la ilusión de un crecimiento ilimitado a gran velocidad se impuso en el mismo momento en que la economía entraba en su crisis más grave desde el inicio de la era de las reformas de mercado.
Pekín sabe desde hace tiempo lo que debe hacer para paliar esta crisis. Un paso obvio sería iniciar una reforma redistributiva para aumentar la renta de los hogares y, por ende, su consumo, que, como cuota del PIB, se cuenta entre los más bajos del mundo. Desde finales de la década de 1990, se han hecho llamamientos para reequilibrar la economía china en favor de un modelo de crecimiento más sostenible, reduciendo su dependencia de las exportaciones y la inversión en activos fijos, como la construcción de infraestructuras.
Esto condujo a algunas políticas reformistas y redistributivas bajo el gobierno de Hu Jintao y Wen Jiabao de 2003-2013, materializadas en la New Labour Contract Law, la abolición del impuesto agrícola y la reorientación de la inversión pública hacia las regiones rurales del interior. Pero el peso de los intereses creados (empresas estatales, así como gobiernos locales que prosperan gracias a los contratos de construcción y a los préstamos de los bancos públicos que alimentan esos proyectos), y la impotencia de los grupos sociales que podrían beneficiarse de esa política de reequilibrio (trabajadores, campesinos y hogares de clase media), hicieron que el reformismo no prendiera.
Los mínimos avances obtenidos en la reducción de la desigualdad registrados en el periodo de Hu-Wen se revirtieron cumplidamente en la segunda mitad de la década de 2010. Más recientemente, Xi ha dejado claro que su «programa de prosperidad común» no es un retorno al igualitarismo de la era Mao, ni siquiera una restauración de las políticas de bienestar social. Es, en realidad, la afirmación del papel paternalista del Estado frente al capital: aumentar su presencia en los sectores tecnológico e inmobiliario y alinear la iniciativa empresarial privada con los intereses más amplios de la nación.
El Estado-partido se ha estado preparando para las repercusiones sociales y políticas de esta grave situación. En los discursos políticos oficiales, la palabra «seguridad» se ha convertido en la más pronunciada, eclipsando a «economía». Los dirigentes actuales creen que pueden sobrevivir a una recesión económica fortaleciendo su control sobre la sociedad, erradicando las facciones autónomas de la elite y adoptando una postura más firme en la escena internacional en medio de la creciente tensión geopolítica actual, aunque tales medidas contribuyan al agravamiento de sus problemas de desarrollo. Todo ello ayuda a explicar la abolición de los límites del mandato presidencial adoptada en 2018, la centralización del poder en manos de Xi, la implacable campaña para erradicar las facciones del Partido en nombre de la lucha contra la corrupción, la construcción de un Estado de vigilancia de una envergadura cada vez mayor y el cambio del fundamento de la legitimación del Estado, que ha pasado del crecimiento económico al fervor nacionalista. El actual debilitamiento de la economía y el endurecimiento del autoritarismo no son tendencias fácilmente reversibles. De hecho, son el resultado lógico del desarrollo desigual de China y de la acumulación de capital durante las últimas cuatro décadas, lo cual significa que están aquí para quedarse.
Sidecar
Artículo original: Imperfect Unity, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Nathan Sperber, «Party and State in China», NLR 142.
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