El país recibió en horas de la tarde del día 9 de junio la noticia de la aparición de los 4 niños indígenas desaparecidos por más de 40 días, después de un accidente aéreo entre los departamentos de Caquetá y Guaviare. El suceso, evidencia el sentido de la vida que tienen los indígenas, su dinámica relación con la naturaleza, y la capacidad de surtirse de la misma. Vida es naturaleza y viceversa.
El accidente
El 1 de mayo se informó del accidente sufrido por una avioneta que cubría la ruta Araracuara – San José del Guaviare, ocupada por siete personas, incluido el piloto. Dentro de los tripulantes se encontraban cuatro menores de edad: Soleiny Mucutuy (9 años), Tien Noriel Ronoque Mucutuy (4 años), Lesly Mucutuy (13 años) y Cristin Neriman Ranoque Mucutuy (11 meses). Al lugar del siniestro llegaron las autoridades con la sorpresa de no encontrar a varias de las personas que ocupaban la avioneta, en este caso los menores de edad. Entre las víctimas mortales del accidente estaba Magdalena Mucutuy Valencia, madre de los menores.
El piloto había informado sobre problemas con el motor minutos antes de que su nave desapareciera de los radares, dijo el organismo de respuesta a desastres de Colombia. Sin embargo, pasaron 16 días hasta que un grupo de 8 indígenas informara a las fuerzas militares del avistamiento de los restos de la aeronave siniestrada. Atendiendo estas indicaciones, llegaron tropas militares al lugar, las cuales fueron reforzadas por fuerzas especiales una vez se tuvo conciencia de que los niños estaban vivos, así verificado por huelas que iban dejando a su paso. A las tropas oficiales, días después, se sumó una comisión indígena.
Sabiduría indígena
Con evidente confianza en su nieta de 13 años, la abuela contaba con orgullo que los niños
indígenas de la comunidad Huitoto cuentan con los conocimientos necesarios para sobrevivir al interior de la selva. Ella, “Lesly Mucutuy, los cuidaba cuando la mamá trabajaba. Les daba fariñita, casabito (harina y pan de yuca), cualquier frutica en el monte”, narró a agencias internacionales su abuela, Fátima Valencia, la madre de Magdalena Mucutuy.
Los niños darían razón a su abuela, debido a sus conocimientos de la naturaleza y su visión “armónica” con las condiciones naturales del territorio, lograron la hazaña, inimaginable para cualquier adulto citadino y hasta para los mismos cuerpos de rescate, de sobrevivir por más de 30 días a partir de frutos de los árboles, de la inventiva de construir refugios con hojas y del reconocimiento y respeto de la espesa selva en la que desaparecieron. Capacidades no extrañas, pues en esa región, según la organización Indígena de Colombia (Onic), los huitotos, oriundos de la zona, viven en “armonía” con las condiciones “hostiles” de la Amazonía y conservan tradiciones como la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres.
Mientras los niños sobrevivían, las fuerzas militares lanzaban una operación por cielo y tierra en medio de una tupida vegetación con presencia de jaguares, pumas y serpientes venenosas, además de lluvias constantes que impedían escuchar llamados de auxilio. De vez en cuando los indicios ya nombrados, en especial los residuos de frutas, daban partes de tranquilidad y razón a su abuela quien expresaba su confianza en que serían encontrados con vida porque sabían qué comer en la espesa selva.
En un principio la denominada “Operación Esperanza” desplegada por las tropas oficiales. siguió el rastro de los niños en un área de unos 323 kilómetros cuadrados, un área más que extensa. Pero las pistas permitían ir reduciendo y cerrando el área, a tal punto que la semana anterior la misma alcanzó apenas a 20 kilómetros cuadrados, pero fuertes lluvias que se prolongaban hasta 16 horas al día dificultaban la tarea de localización. De hecho, según el Ejército, las tropas recorrieron 2.656 kilómetros tratando de rastrear a los niños. Algo así como ir de Bogotá a Quito, y regresar a Bogotá.
Una búsqueda acompañada de la tradición indígena, para la cual la comunicación con los espíritus de la selva es esencial. Así, al final de cada día los mayores celebraban un ritual en procura de respuestas a sus preguntas. “Masticaban mambe, quemaban ají y uno de ellos se comunicaba con un abuelo del más allá. Un nativo declaró el jueves, un día antes del hallazgo que, ‘de acuerdo con nuestras creencias del Amazonas, cada territorio tiene un manejo y esta es cultura del Yuruparí. Después de unos días, los seres de la zona se apoderaron de los niños. Cuando aparezcan, estarán en buenas condiciones porque ellos los habrán cuidado'”.
Donde hay vida hay esperanza
Fátima y Fidencio, los abuelos de los niños, aguardaron a su nietos en Villavicencio y pidieron ser los primeros en atenderlos: “Tenemos que soplar el cuerpo de ellos para que cojan fuerza y ahí los entregamos para que ya los mire la parte occidental”, dice la abuela.
Esta convicción, esta forma de ver la vida, inculcada a sus descendientes mostró, con la capacidad de sobrevivencia de los infantes, que sí tiene razón de ser. A pesar de sus cortas edades dieron muestra de autonomía, conocimiento de la vegetación, sentido de orientación, capacidad para hacerse una parte más de la naturaleza, esto y mucho más, a tal punto que ningún animal los acechó ni atacó, a tal punto que, deshidratados o bajos de peso, como informaron los organismos médicos, conservaron la vida, incluso la del más pequeño de todos –de tan solo 11 meses–.
Una capacidad de vida imposible en el mundo occidental, en el cual todo se compra y se vende, todo se contrata y delega, todo se hace bajo órdenes, todo con un sentido de consumo o de utilización, de usar y desechar, sin respeto por el otro o lo otro, todo con sentido de imposición.
La lección dejada por los sobrevivientes es ejemplar y debe servir para que en el resto del país, los urbanos y citadinos, o los campesinos adjuntos al mundo urbano, ya sometidos a su lógica, miremos con respeto y admiración a los pueblos indígenas, en especial al Huitoto al que pertenecen los 4 infantes, sirviendo esto como motivo de reflexión sobre la vida y la naturaleza, sobre las formas de relacionamiento y consumo, sobre las formas de educar y trasmitir valores.
Un proceso de valoración de este sucese que vuelve y pone sobre la mesa aquella vieja máxima que recuerda que “La esperanza es lo último que se pierde”. Y donde hay esperanza hay vida, la cual debe ser colectiva, solidaria, más mesurada, fundada sobre los legados de anteriores generaciones, cada una de las cuales deja lecciones que no debe permitirse sigan pisoteadas por un modelo social para el cual lo único valido es el presente. Un presente en el cual, además, las fuerzas armadas estén al servicio de la sociedad, para proteger –en caso de ser necesario– pero no para destruir la vida, como ha sido tan recurrente. Un cuerpo armado al cual también se debe que estos 4 infantes hoy ya no estén a la deriva.
Como es apenas lógico, una vez recuperen su salud, deben ser regresados a su comunidad, bajo protección de sus abuelos y de la comunidad como un todo. La vida debe seguir, y esa debe ser la lógica a seguir.
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