La zona de interés trata del peligro de ignorar las atrocidades, también en Gaza
Foto: Rich Polk

Es una tradición en la gala de los Óscar: un discurso político serio pincha la burbuja de glamur y autocomplacencia. Siguen comentarios contradictorios. Hay quienes proclaman que el discurso es un buen ejemplo de innovación cultural en el arte, y quienes hablan de una usurpación egocéntrica de una noche que debe ser festiva. Después, cada cual a sus asuntos.

No obstante, sospecho que el discurso turbador de Jonathan Glazer en la ceremonia de entrega de premios de la Academia del pasado domingo será bastante más duradero, y su significado y trascendencia se analizarán durante muchos años.

Glazer recibía el premio a la mejor película internacional por La zona de interés, inspirada en la vida real de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración de Auschwitz. Muestra la idílica vida doméstica de Höss con su mujer y sus hijas e hijos en una casa señorial con jardín, situada justo al lado del campo de concentración. Glazer no califica a sus personajes de monstruos, sino de  “terribles seres irreflexivos, burgueses, arribistas, trepadores”, gente que logra convertir el mal profundo en ruido blanco.

Antes de la ceremonia del domingo, La zona… ya había sido ensalzada por varias deidades del mundo del cine. Alfonso Cuarón, el director oscarizado de Roma, dijo que “probablemente es la película más importante del siglo”. Steven Spielberg declaró que “es la mejor película sobre el holocausto que he visto desde la mía”, refiriéndose a La lista de Schindler, que ganó por goleada en los Óscar hace 30 años.

Sin embargo, mientras que el triunfo de La lista de Schindler representó un momento de profunda convalidación y unidad a favor de la comunidad judía, La zona… llega en una coyuntura muy distinta. Bullen los debates sobre cómo habría que recordar las atrocidades nazis: ¿hay que ver el holocausto como una catástrofe exclusivamente judía, o como algo más universal, con un mayor reconocimiento de todos los grupos abocados al exterminio? ¿Fue el holocausto una disrupción singular de la historia de Europa o el retorno a la metrópoli de anteriores genocidios coloniales, junto con la revitalización de las técnicas, las lógicas y las falaces teorías raciales que desarrollaron y desplegaron? El nunca más ¿se aplica a todo el mundo o es un nunca más para la población judía, un compromiso para el cual se imagina Israel como una especie de garantía intocable?

Estas guerras en torno al universalismo, al trauma exclusivo, al excepcionalismo y a la comparación están en el meollo del histórico juicio por genocidio entablado por Sudáfrica contra Israel ante el Tribunal Internacional de Justicia, pero también desgarran a las comunidades, congregaciones y familias judías en todo el mundo. En un solo minuto electrizante, y en nuestros tiempos de agobiante autocensura, Glazer adoptó sin miedo una posición clara con respecto a cada una de esas controversias.

“Todas nuestras decisiones se tomaron para reflexionar y confrontarnos en el presente: no decimos ‘mira lo que hicieron entonces’, sino ‘mira lo que estamos haciendo ahora’”, dijo Glazer, desmintiendo de un plumazo la noción de que comparar los horrores del presente con los crímenes nazis supone intrínsecamente minimizar o relativizar estos últimos, y disipando cualquier sospecha de que su intención explícita fuera negar las continuidades entre el pasado monstruoso y nuestro presente monstruoso. Y añadió: “Estamos aquí como hombres que rechazan que su judaísmo y el holocausto sean secuestrados por una ocupación que ha conducido a un conflicto para tanta gente inocente, sean las víctimas del 7 de octubre en Israel, sean las del ataque en curso contra Gaza.” En opinión de Glazer, Israel no tiene un cheque en blanco y tampoco es ético utilizar del trauma intergeneracional judío del holocausto para justificar o amparar las atrocidades cometidas actualmente por el Estado israelí.

Otras personas han dicho lo mismo antes que él, por supuesto, y muchas lo han pagado caro, especialmente si son palestinas, árabes o musulmanas. Es interesante observar que Glazer dejó caer sus bombas retóricas protegido por el equivalente identitario de un traje-armadura, de pie ante una multitud rutilante como hombre blanco judío triunfante, flanqueado por otros dos hombres blancos judíos, que todos juntos acababan de hacer una película sobre el holocausto. Pero ni siquiera esta falange privilegiada le ha salvado de la tromba de calumnias y distorsiones que falsean sus palabras afirmando erróneamente que había repudiado su judaísmo, lo que no hace más que confirmar la opinión de Glazer sobre quienes convierten el victimismo en un arma arrojadiza.

Igual de significativo era lo que pudiéramos imaginar como metacontexto del discurso: qué le precedió y qué siguió inmediatamente después. Los dos únicos vídeos vistos en línea omiten esta parte de la experiencia, lo cual es una verdadera lástima. El caso es que tan pronto Glazer puso el envoltorio a su discurso –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, una mujer polaca que pasó en secreto alimentos a los prisioneros y luchó contra los nazis como combatiente del ejército clandestino polaco– aparecieron el actor Ryan Gosling y la actriz Emily Blunt. Sin que llegara a tanto como una interrupción publicitaria para que pudiéramos recuperarnos emocionalmente, de inmediato nos vimos sumidas en un intercambio sobre Barbenheimer, en el que Gosling le dice a Blunt que su película sobre la invención de un arma de destrucción masiva había elevado el abrigo rosa de Barbie al estrellato, y Blunt acusa a Gosling de pintarse los abdominales.

Al principio temí que esta yuxtaposición imposible socavara la intervención de Glazer: ¿cómo podían coexistir las realidades luctuosas y desgarradoras que acababa de invocar con esa clase de  energía de universitarios californianos recién graduados? Entonces caí en la cuenta: igual que los furiosos defensores del derecho de Israel a defenderse, el animado artificio que enmarcó el discurso también contribuía a hacer llegar el mensaje.

El “genocidio pasa a ser el ambiente de sus vidas”: así es como Glazer ha descrito la atmósfera que trató de capturar en su película, en la que sus personajes gestionan sus dramas cotidianos –menores insomnes, una madre inconformista, ocasionales infidelidades– a la sombra de las chimeneas que escupen restos humanos. No es que esa gente no sepa que justo detrás del muro de su jardín opera una maquinaria de matar a escala industrial. Simplemente ha aprendido a llevar una vida satisfecha en un entorno genocida.

Es esto lo que se antoja más contemporáneo, más propio de este terrible momento, en la película sobrecogedora de Glazer. Más de cinco meses de matanza cotidiana en Gaza, con Israel haciendo caso omiso descaradamente de las órdenes del Tribunal Internacional de Justicia y los gobiernos occidentales regañándole suavemente mientras le envían más armas, el genocidio se convierte una vez más en ambiente, al menos para quienes tenemos la fortuna de vivir en el lado seguro de los muchos muros que compartimentan nuestro mundo. Corremos el riesgo de que se convierta en rutina, en la banda sonora de la vida moderna. Ni siquiera en el acontecimiento principal.

Glazer ha subrayado repetidamente que el tema de su película no es el holocausto, con sus conocidos horrores y particularidades históricas, sino algo más duradero y omnipresente: la capacidad humana para convivir con holocaustos y otras atrocidades, para hacer las paces con ellas, para beneficiarse de ellas.

Cuando se estrenó la película en mayo pasado, antes del ataque de Hamás del 7 de octubre y antes del asalto interminable de Israel sobre Gaza, se trataba de un experimento que podía contemplarse con cierto grado de distancia intelectual. El público del festival de cine de Cannes, que brindó a La zona de interés una eufórica ovación de seis minutos, probablemente se sintió seguro jugando con el desafío de Glazer. Es posible que algunos y algunas asistentes miraran entonces las aguas azules del Mediterráneo y pensaran hasta qué punto se habían acostumbrado ‒y tal vez desinteresado‒a las noticias sobre las embarcaciones repletas de gente desesperada, abandonadas al albur de las olas y naufragadas no lejos de la costa. O quizás pensaron en los aviones privados con que habían viajado a Francia y en cómo las emisiones de los vuelos están imbricadas con la desaparición de las fuentes de alimentos para la gente empobrecida que vive muy lejos, o con la extinción de especies o la posible desaparición de pueblos enteros.

Glazer quería que su película provocara esta clase de pensamientos incómodos. Ha dicho que vio “el oscurecimiento del mundo que nos rodea y tuve la sensación de que tenía que hacer algo sobre nuestras similitudes con los perpetradores más que con las víctimas”. Quería recordarnos que la aniquilación nunca está tan lejos como podríamos pensar.

Pero para entonces La zona… llegó a los cines en diciembre, y el sutil reto planteado por Glazer al público para que contemple sus Hösses interiores causó heridas más profundas. La mayoría de artistas tratan desesperadamente de acertar con el zeitgeist, pero La zona…, cuyo estreno en salas se silenció dada la respuesta inicial, puede haber sufrido algo raro en el historia del cine: un plus de relevancia, un exceso de ardiente actualidad.

Una de las escenas más memorables de la película es la que muestra la llegada a la casa de Höss de un paquete con ropa y lencería robadas a prisioneras del campamento. La mujer del comandante,  Hedwig (interpretada casi demasiado convincentemente por Sandra Hüller), decide que cada cual, incluido el servicio, podía elegir una prenda. Ella se reserva un abrigo de piel e incluso prueba un pintalabios que encuentra en un bolsillo.

Es la intimidad de los vínculos con las personas muertas que resulta tan espeluznante. Y no tengo ni idea de cómo alguien puede contemplar esa escena y no pensar en los soldados israelíes que se han filmado a sí mismos rebuscando en la lencería de palestinas cuyos hogares están ocupando en Gaza, o alardeando con el robo de calzado y joyas para sus prometidas o novias, o tomando selfies grupales con las ruinas de Gaza de telón de fondo. (Una de esas fotos se hizo viral después de que el escritor Benjamin Kunkel añadiera el pie La zona de Pinterest.)

Hay tantísimos ecos que hoy la obra maestra de Glazer parece más un documental que una metáfora. Es casi como si al filmar La zona… al estilo de un reality show, con cámaras ocultas por toda la casa y el jardín (Glazer ha hablado del “Gran Hermano en la casa nazi”), el film anticipara el primer genocidio difundido en vivo, en la versión filmada por sus perpetradores.

La zona… ofrece un retrato extremo de una familia cuya vida plácida y maravillosa se nutre directamente de la maquinaria que devora vidas humanas justo al lado. Se insiste en que no es un retrato de gente de niega lo evidente: sabe perfectamente lo que ocurre al otro lado del muro, e incluso los niños juegan con dientes humanos encontrados. El campo de concentración y la casa de la familia no son entidades separadas; forman una unidad. El muro del jardín familiar –que crea un espacio cerrado para que jueguen los niños y da sombra a la piscina– es el mismo muro que, en el otro lado, rodea el campo.

Todas las personas que conozco que han visto la película piensan sobre todo en Gaza. Decir esto no implica una equiparación o comparación con Auschwitz. Ningún genocidio es idéntico a otro: Gaza no es una fábrica creada deliberadamente para el asesinato masivo ni se acerca a la magnitud del peaje de muerte nazi. Sin embargo, el motivo por el que se erigió el edificio del derecho humanitario internacional en la posguerra es nada más y nada menos que dotarnos de los instrumentos para identificar colectivamente unas pautas antes de que la historia se repita a escala. Y algunas de esas pautas –el muro, el gueto, el asesinato masivo, la intención aniquiladora declarada repetidamente, la hambruna masiva, el saqueo, la alegre deshumanización y la humillación deliberada– se repiten.

Así son también las vías por las que el genocidio se convierte en ambiente, la manera en que quienes estamos un poco apartados de los muros podemos bloquear las imágenes, apagar los gritos y… seguir como si nada. Por eso la Academia resaltó el mensaje de Glazer cuando pasó bruscamente a hablar de Barbenheimer –que en sí es una banalización de la matanza masiva– sin perder el ritmo. La atrocidad vuelve a convertirse en ambiente. (Cabría ver todo el espectáculo de los Óscar como una especie de extensión en vivo de La zona de interés, una especie de Negacionismo sobre hielo.)

¿Qué hacemos para parar el ímpetu de la banalización y la normalización? Esta es la pregunta con la que tantos y tantas de nosotras estamos luchando ahora mismo. Mis estudiantes me preguntan. Yo pregunto a mis amigas y compañeros. Tanta gente expresa su respuesta con continuas protestas, desobediencia civil, votos no comprometidos, boicoteo de actos, convoyes de ayuda a Gaza, recaudación de fondos para gente refugiada, obras de arte radical. Pero no es suficiente.

Y a medida que el genocidio se funde en el telón de fondo de nuestra cultura, algunas personas se desesperan demasiado para cualquiera de esos esfuerzos. Mientras contemplaba la ceremonia de los Óscar el domingo, donde Glazer estaba solo para mencionar Gaza en medio del desfile de gente rica y poderosa que iba hablando desde el podio, recordé que habían pasado exactamente dos semanas desde que Aaron Bushnell, un miembro de la fuerza aérea de EE UU, de 25 años de edad, se autoinmoló delante de la embajada israelí en Washington.

No pretendo que se adopte esta horrible forma de protesta; ya ha habido demasiadas muertes. Pero deberíamos dedicar un tiempo a reflexionar sobre la declaración que dejó Bushnell, palabras que ahora veo como una inquietante coda a la película de Glazer: “Muchos de nosotros solemos preguntarnos: ‘¿Qué haría yo si viviera en la época de la esclavitud? ¿O en los Estados sureños de Jim Crow? ¿O en el país del apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo un genocidio?’ La respuesta es que lo estás haciendo. En este instante.”

14/03/2024

The Guardian

Traducción: viento sur

Información adicional

Si el valiente discurso de Jonathan Glazer al recibir el Óscar ha incomodado, de eso se trataba
Autor/a: Naomi Klein
País: Estados Unidos
Región: Norteamérica
Fuente: Viento Sur

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