Cuando los algoritmos de las redes sociales tratan de robar más tiempo al usuario solo sirven a un solo fin: el de generar grandes beneficios a las grandes tecnológicas, inversores y anunciantes. Hay una necesidad de regular los algoritmos y la publicidad comercial frente al peligro tecnoligarca.
Si en estos días pasados ha decidido realizar alguna de sus compras navideñas a través de internet es probable que desde entonces haya empezado a recibir impactos publicitarios en forma de inserciones, ya sea banners o stories, cada vez que abre alguna aplicación o realiza alguna búsqueda online. Esto es algo que ya habrá experimentado todo aquel que habitualmente compra en internet o que, simplemente, como muchos otros millones de personas, hace uso de las redes sociales. Hasta aquí no hay nada de novedoso. El problema es que se habrán dado cuenta que empiezan a recibir cierto nivel de presión en forma de más impactos comerciales de publicidad, así como ofertas de muchos otros productos relacionados con un supuesto gusto y estatus económico que el algoritmo comprende que posee a través de su actividad en alguna app tipo Instagram, es decir, a partir de los likes y visitas de perfiles.
Seguramente, últimamente haya recibido publicidad de las rebajas y puede que esté valorando comprarse algo, no vaya a ser que pierda esta “oportunidad” de ahorrar unos cuantos euros. Hace poco que dejamos atrás el Black Friday, las compras navideñas y de reyes han hecho sufrir las cuentas, apenas acaba ese nuevo invento del Blue Monday tecnológico para “paliar la tristeza” y, a la vuelta de la esquina, asoma ya el tradicional día de San Valentín. De alguna forma se siente en el ambiente la presión y una especie de susurro que nos dice de manera constante: “Compra… compra…”.
Ante este empacho de incitación al consumo, alguien profundamente preocupado por el calentamiento global se cuestionará con cierta inquietud cómo casa este frenesí consumista con las comunicaciones institucionales que exigen reducir la huella medioambiental y el consumo energético. En esta contradictoria coyuntura, el papel de la publicidad comercial parece jugar un rol fundamental resultando en motor de un sistema de consumo totalizador. Tal vez debamos empezar a señalar que, de manera silenciosa, la publicidad comercial es uno de los mayores contribuidores al calentamiento global en tanto que herramienta esencial del hiperconsumo.
A su vez, no cabe duda de que la influencia de las redes sociales, con sus contenidos e impactos publicitarios, ha significado un indisociable aliado que ha multiplicado su poder de persuasión y su rango de acción. Cabe preguntarse entonces cómo podremos vencer la lucha contra el cambio climático si toda nuestra sociedad vive inmersa en la concepción de un sistema negacionista del cambio climático cuyas dinámicas hegemónicas esencialmente giran por y para alentar el consumo constante soto pena de ahondar la crisis económica. Pero, ¿cómo funciona realmente este modelo de hiperconsumo y quiénes albergan el poder que se encarga de engranar la publicidad y el omnipresente sistema algorítmico a su servicio?
Durante la crisis del covid-19 las redes sociales prácticamente monopolizaron las interacciones y, por ello, las empresas digitales vieron aumentar su poder y capacidad de mercado dando lugar a nuevas oportunidades de negocio. Fue solo la confirmación de una tendencia de transformación social que nos hace cada vez más dependientes de las nuevas tecnologías y del mundo digital. Más allá de la coyuntura pandémica, los datos muestran que la gente pasa cada vez más tiempo delante de las pantallas de sus dispositivos. El coronavirus y la falta de interacción física fueron solo la ventana de oportunidad para que más porciones de nuestro tiempo vital acaben mercantilizadas y cuya explicación radica en los objetivos comerciales de los algoritmos.
Hay una manida frase que condensa esta relación de las redes sociales y los usuarios: “Cuando el producto es gratis, el producto eres tú”. En realidad, el uso de las aplicaciones y redes sociales no es gratuito, solo que el pago, como en aquella película distópica, In Time, se realiza en forma de tiempo. La moneda de cambio sería el tiempo, un tiempo de interacción que está siendo monetizado y continuamente perfeccionado para multiplicar beneficios. Paradójicamente, los últimos cambios sociológicos muestran como el tiempo está siendo conceptuado por el individuo como algo que debe ser continuamente monetizado y, de esta manera, la vida cotidiana acaba automáticamente insertándose en marcos empresariales, lo que Jorge Moruno denomina en su obra La fábrica del emprendedor, la empresa-mundo.
La concepción neoliberal de la realidad ha conseguido trasladar la industria y el trabajo, a nuestros entornos privados y a nuestra vida cotidiana, subyugando así nuestro tiempo libre al mundo laboral, un tiempo el cual ya no se entiende si no produce valor en los términos mercantilistas que rige el capital de trabajo-consumo. Nuestro día a día, el tiempo verdaderamente nuestro, es entendido como nicho de mercado en tiempos acelerados que, con salarios bajos e incertidumbre de futuro como la actual, urgen reinventarse para añadirles valor.
La pescadilla que se muerde la cola. La presión que se desploma sobre el individuo incide sobre la concepción del entorno social y define los marcos de convivencia generando una conversión de la realidad que acaba por entenderse solo en términos economicistas, es decir, de producción y de consumo. El tiempo libre mercantilizado se convierte así en presión psicológica añadida y acaba por acelerar las coyunturas vitales, lo cual también se puede traducir en afecciones sobre la salud mental. Se trata de la consecuencia de una disociación del tiempo libre con aquel tiempo concebido desde la rentabilidad y que se expresa únicamente en tiempo acelerado dedicado al consumo frenético, bien sea de productos culturales, como los viajes o las series de Netflix, bien sea de cuerpos en Tinder o de productos materiales, como la ropa o la tecnología.
Cuando los algoritmos de las redes sociales tratan de robar más tiempo al usuario solo sirven a un solo fin: el de generar grandes beneficios a las grandes tecnológicas, inversores y anunciantes. En esta ecuación, los datos de los usuarios son empleados para aumentar esos beneficios a través de la monetización de su actividad. ¿Cómo? A través de los impactos de marca que se muestran durante la actividad en las redes. Esos impactos cobran forma, por ejemplo, de anuncios en medio de un vídeo de Youtube o de algún contenido patrocinado en Instagram, Twitter o Facebook. Gracias a los datos de uso almacenados, el target empresarial queda perfectamente acotado en los parámetros publicitarios requeridos y se ofrece una ventana de exposición para las empresas. Cuántas más personas interactúen y cuánto más tiempo se pase en las redes sociales, mayor capacidad de éstas para vender mejores espacios donde insertar las campañas de marketing de las empresas. Los algoritmos están diseñados para que nos mantengamos el mayor tiempo posible online interactuando en las redes sociales. Literalmente están robando nuestro tiempo y las tecnológicas a través de la publicidad comercial se están enriqueciendo con ello.
Como se ha visto, los cálculos científicos en torno a los actuales ritmos de cambio climático aparecen siempre artificialmente acelerados por aquellos que consumen más y que, a su vez, son los que más riquezas acumulan. Resulta por ello evidente que el principal foco de conflicto se sitúa en unas coordenadas manifiestas, es decir, allí donde se refuerza un modelo social e ideológico desigual e hiperconsumista como referente.
Con todo, es probable que la magnitud de los esfuerzos requeridos para enfrentar un problema de estas características resulte todavía difícil de abarcar para un imaginario colectivo muy delimitado por una sociedad más ideológica y económicamente globalizada que nunca. El pensamiento económico neoliberal goza de un carácter hegemónico y, por ello, poner en marcha una alternativa necesitará previamente trascender los marcos de un imaginario colectivo que ha sido moldeado por la concepción de la economía desde prismas reduccionistas ligados al hiperconsumo, la rentabilidad y la competición en contextos de aparente escasez. La actual inflación en la energía y los alimentos no sería más que la repercusión del constante aumento de los márgenes de beneficios de los implacables fondos de inversión y capital riesgo sobre los bolsillos de los consumidores. En contextos como los actuales de habituales desastres climáticos donde las cosechas y las materias primas se ven directamente afectadas, la presión socioeconómica sobre la población mundial más pobre solo tiende a encrudecerse. Estamos ante una olla a presión mundial de necesidades básicas no cubiertas, deseos insatisfechos y aspiraciones negadas.
Más allá del consumo básico, es cierto que hoy millones de personas se expresan y construyen sus expectativas y aspiraciones vitales desde identidades que se refuerzan por medio del consumo significante y que también se trasladan a la exposición de éstas a través de las redes. La estructura de producción global alienta la diversificación de las preferencias individuales y aprovecha esta oportunidad para ofrecer nuevos y diversos productos con un rendimiento mayor. El acto de consumir es un acto político que, en buena parte de su esfera social y cultural, también supone una emulación de identidades y estatus. Por ello, en el diseño de algoritmos resulta esencial el componente potencial de la desestructuración y fragmentación vital en torno al consumo que, a partir de deseos de diferenciación marcadamente jerarquizantes, trata en vano de dar respuesta a un sistema global de interacción social ultracompetitivo. Además, los algoritmos de los que se sirven empresas como Google, Microsoft, Amazon o Facebook (Meta) tienen un marcado sesgo ideológico: no son neutros, ni inocentes. Los equipos humanos que trabajan en el diseño de ciertos algoritmos se sirven de la retroalimentación que surge de la extracción masiva y cruce de datos que los usuarios aportan a partir de su actividad online para trazar patrones que sirvan para prever y reorientar comportamientos hacia la generación de ingresos.
En este punto, los últimos modelos de sistemas informáticos de inteligencia artificial resultan muy útiles. A través de la información recabada constantemente por el uso multifuncional algorítmico, se consigue una mejora de la capacidad predictiva de los sistemas sobre las acciones de los usuarios en un proceso que se denomina machine learning, es decir, la función que permite a los ordenadores relacionar autónomamente patrones a través del cruce de millones de datos y mejorar sus funcionalidades de cálculo predictivo comportamental. Estos nuevos medios de producción, en todo caso, pueden observarse desde otra perspectiva. Como apuntó Karl Marx: “Una máquina de hilar algodón es una máquina de hilar algodón. Solo bajo determinadas condiciones se convierte en capital”. El problema no radicaría en estos procesos, que perfectamente pueden ser funcionales para el interés público, como que sus objetivos están sometidos a la revalorización constante del capital. Paulatinamente, en un ejercicio de retroalimentación paradójico, tanto las instituciones políticas como las interacciones comunes estarían siendo privatizadas en una reorientación colectiva teledirigida con fines de reconversión mercantil. La cotidianeidad es capturada dentro de los marcos economicistas y devueltas a la sociedad en forma de dominación del capital, lo que, en suma, supone una perturbación de la vida social y una restricción de la libertad. Algoritmos, publicidad e hiperconsumo: un tridente que conduce hacia la privatización total de las sociedades.
Como se mencionaba, los algoritmos privados que recogen información de la actividad en aplicaciones móviles, webs, plataformas de comercio electrónico y redes sociales están diseñados con un solo y único fin que no es otro que el de multiplicar beneficios a costa del tiempo vital del usuario y de la extracción de sus datos comportamentales. Amazon, por ejemplo, dedica parte de sus esfuerzos de mejora de software a provocar la reincidencia del consumidor. Cada vez que un visitante entra a su plataforma de e-commerce ajusta lo que éste ve en su pantalla a partir de los datos que haya almacenado de otras visitas anteriores, así como del cruce de datos con perfiles de consumidores con una categorización similar. El uso de la plataforma y las compras que se realizan permiten mejorar las funciones del algoritmo que emplea el sistema para codificar consumidores y manipular las conductas de compra. Conocer el tipo de persona y conformar un perfil psicológico a partir del carrito de la compra permite tanto a Amazon como a otras muchas empresas ajustar la precisión de su sistema, categorizar mejor y personalizar la oferta de productos que aparecen en pantalla.
En el caso de las empresas de redes sociales, los esfuerzos se centran en conseguir una mayor tasa de fidelización, es decir, en lograr la reconversión de un mayor tiempo de interacción-exposición online en beneficios monetarios provenientes de anunciantes y del mercado paralelo de datos. Por consiguiente, más tiempo dedicado a la presencia online viene a significar que un pequeño grupo de empresas tecnológicas puedan acaparar más información acerca de las identidades psicológicas de sus clientes, así como su rango de edad, código postal —con las implicaciones de acceso de codificación aproximada a un posible rango de renta—, características culturales y demográficas, actitud comportamental, gustos o creencias políticas entre muchos otros datos sensibles antes resguardados en el ámbito privado. Con esta información que el usuario mismo aporta con el simple uso de las aplicaciones, se hacen negocios paralelos con terceras empresas y se ofrece a potenciales anunciantes lucrativos espacios con una segmentación de target de mayor precisión donde poder realizar eficaces impactos de marketing de productos comerciales logrando así mejores tasas de ROI. Esto hace a las plataformas digitales desreguladas un enorme foco de poder político y de manipulación de masas cuya presencia e influencia no para de crecer. Publicidad y vigilancia, un lucrativo modelo de negocio que, como tal, solo busca multiplicar ventas y ganancias.
La cultura de consumo y ostentación, en tanto que competitivas, generan ganadores y perdedores y, por lo tanto, expulsa a los márgenes de la sociedad a todo aquel que no participe de sus dinámicas de mercado en base a la fragmentación y el mecanismo del deseo. La insatisfacción permanente de deseos conduce a la necesidad constante de un consumo significante, por ello, la publicidad y la información que almacenan los algoritmos son la piedra angular de una estructura que refleja un sistema común de significados en torno a los ejes de desigualdad y estatus social que importa las dinámicas empresariales competitivas al día a día de la vida privada de las personas. De esta manera, la economía de consumo se sirve de la necesaria publicidad comercial para generar una producción continua de material simbólico que busca ser adquirido para, en realidad, satisfacer la necesidad de consumo de sus significantes intangibles asociados y aquellos del acto de consumo en sí mismo.
La dinámica de consumo de lo simbólico que engrana el trabajo publicitario contribuye a la conformación de los mitos consumistas y es la base que rige la economía mundial. La lógica empresarial sin control democrático sirve al único propósito de generar más riquezas privadas independientemente de los efectos colaterales sobre el medio ambiente o el clima. Por esta razón, más allá de la intervención pública sobre las actividades empresariales, la regulación de la publicidad y de la funcionalidad de algunos algoritmos deberían formar parte de un plan integral de coordinación de medidas en torno a la conformación de nuevas perspectivas que sirvan para entender la economía en magnitud y coherencia con los retos del siglo. Bien se podría decir que, debido a su primordial cometido en el sistema económico de consumo, la actividad publicitaria es la principal herramienta del negacionismo climático pasivo y el mayor contribuyente activo a la crisis climática. Además, la publicidad es la principal vía de blanqueamiento de aquellas empresas que más responsabilidad tienen en la aceleración del cambio climático y que, a día de hoy, se sirven estratégicamente del greenwashing comercial para limpiar la mala imagen de sus vigentes prácticas empresariales contaminantes.
A medida que los consumidores empiezan a analizar mejor las compras en coherencia con su impacto medioambiental, las empresas también reorientan su imagen corporativa hacia la sostenibilidad medioambiental. En la actualidad, esto ya ocurre con diferentes empresas y multinacionales que destinan parte de sus ingresos a generar una imagen verde de sus actividades comerciales. Buena parte de las empresas patrocinadoras de las cumbres mundiales del clima son una clara muestra de ello. El refuerzo de los intangibles de las empresas es la respuesta a una previsión de cambios en las dinámicas del mercado que apuntan a una reconversión económica que apuesta por las inversiones en energías renovables y proyectos verdes frente a aquellas actividades contaminantes. Las inversiones institucionales y subvenciones gubernamentales para potenciar la reducción de emisiones se presentan como una oportunidad para muchas empresas que no quieren desaprovechar la ocasión de atraer esos fondos. En todo caso, estos cambios retóricos y de imagen de muchas empresas no siempre implican un cambio real de sus actividades contaminantes y, en muchas ocasiones, es fruto del mencionado greenwashing, es decir, un blanqueamiento de imagen para presentarse ante la sociedad como empresas responsables en la lucha contra la crisis climática a pesar de seguir activamente contribuyendo a ella.
Es por todos sabido que en una economía mercantil la producción no se centra en cubrir las necesidades básicas de la gente en una medida que pueda considerarse en coherencia con el objetivo de asignación de recursos justa y con previsión de reducción de emisiones. Por el contrario, el despilfarro y derroche consumista alimentado por la publicidad y los algoritmos, la necesidad del factor de creciente desigualdad socioeconómica y la paralela desproporción productiva resultan en engranajes de un inextricable mecanismo de funcionamiento basado en el imperativo de valorización a corto plazo y alta rentabilidad, la acumulación privada por desposesión mayoritaria y la expansión empresarial ilimitada. Las decisiones sobre qué producir y en qué condiciones suelen quedar bajo la decisión de una pequeña clase poseedora del capital —fondos de inversión— y, por lo tanto, sus objetivos quedan relegados a sus estrechos intereses de multiplicación de la rentabilidad. Por ello, los algoritmos privados de amplio uso en redes sociales y la adyacente publicidad comercial hegemonizan una estructura social de significados que marca y redirige las frenéticas dinámicas de consumo mundial, a la vez que logran su objetivo último de multiplicación de beneficios económicos y reparto de dividendos para sus accionistas. Son los resultados y frutos de lo que la socióloga Shoshana Zuboff denominó ‘el capitalismo de la vigilancia’.
En la actualidad, la cristalización de los comportamientos humanos en millones de datos y estadísticas de uso privado escapan por completo al control democrático y, en la medida que los algoritmos se van entremezclando con las actividades cotidianas, pueden llegar a convertirse en un grave problema de restricción de las libertades. Con el tiempo, resultará más difícil la disociación entre las funciones diarias y las que se dan en la esfera digital de los individuos en una inclinación involuntaria hacia el estrechamiento de una potencial relación de dependencia peligrosa donde las personas y trabajadores quedan sometidas a la posición dominante de las plataformas digitales. El problema de las nuevas tecnologías digitales y de ambiciosos programas de inteligencia artificial radica en que sus funciones bajo directrices privadas, en realidad, no están revirtiendo en beneficio general. Su utilidad social está siendo desvirtuada y todo su potencial infrautilizado. Algunas de las funciones algorítmicas que se introducen en la centralidad de lo cotidiano no están diseñadas para crear una sociedad más igualitaria y justa, al contrario, están sirviendo a un ensanchamiento mayor de la brecha de desigualdad global y a la conformación de monopolios depredadores de innovación que ponen en jaque la autonomía de las economías nacionales en una nueva especie de neocolonialismo tecnológico. El capitalismo está transformándose cualitativamente hacia un nuevo modo de concebir la producción y las relaciones de poder y explotación. Resulta vital comprender todos los efectos de esta mutación para lograr poner sobre la mesa una alternativa capaz de enfrentarse a esta nueva forma de dominación tecnoligarca donde los algoritmos y la publicidad comercial juegan un papel fundamental
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