Luego de las reuniones anuales del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial este mes (), Oriente Medio se balancea al borde de un conflicto trascendente y el resto del mundo sigue fracturándose a lo largo de nuevas líneas económicas y geopolíticas. Rara vez las carencias de los líderes mundiales y de los acuerdos institucionales existentes han sido tan visiblemente obvias. El órgano de gobierno del FMI ni siquiera pudo acordar sobre un comunicado final (https://bloom.bg/474yDuq).
Es verdad, el Banco Mundial, bajo su nueva conducción, se ha comprometido a abordar el cambio climático, enfrentar los desafíos en materia de crecimiento y fortalecer sus políticas en contra de la pobreza. Apunta a aumentar su crédito apalancando el capital existente () y generando nuevos fondos (). Sin embargo, para esto último, necesitará de la aprobación parlamentaria de Estados Unidos, y eso parece poco probable con los republicanos al mando de la Cámara de Representantes. Lo importante es que el incremento planeado de la capacidad de préstamo es mucho menor de lo que el mundo necesita. Es poco más que una gota en el balde, pero el balde sigue estando esencialmente vacío.
Como sucedió con las discusiones climáticas en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre, se habló mucho de incrementar el capital privado reduciendo la prima de riesgo que los inversores exigen para proyectos en países pobres. Si bien los retornos sociales de invertir en energía solar en el África subsahariana (donde hay abundante luz solar y falta de energía) son más altos que en el norte cubierto de nubes (), el sector privado se ha mostrado reacio a entrar (), debido a temores generados por la inestabilidad política y económica.
El resultado de toda esta discusión sobre reducción del riesgo es que el sector público debería ofrecer los subsidios que hagan falta para convocar al sector privado. No debería sorprendernos que las grandes empresas financieras privadas estén merodeando estas reuniones internacionales. Están dispuestas a abrevarse en la aguada pública, con la esperanza de que se produzcan nuevos acuerdos que privaticen las ganancias socializando, al mismo tiempo, las pérdidas, como han hecho las asociaciones público-privadas en el pasado.
Ahora bien, ¿por qué deberíamos esperar que el sector privado resuelva un problema de bienes públicos de larga data como el cambio climático? Es bien sabido que el sector privado es cortoplacista y que se centra enteramente en el lucro, no en los beneficios sociales. Ha estado inundado de liquidez durante 15 años, gracias a que los bancos centrales inyectaron cantidades gigantescas de dinero en la economía en respuesta a la crisis financiera de 2008 (causada por el sector privado) y la pandemia de covid-19. El resultado es un proceso circular por el cual los bancos centrales les prestan a los bancos comerciales, que les prestan a las empresas occidentales privadas, que a su vez les prestan a los gobiernos extranjeros o a las empresas de inversión en infraestructura, con costos transaccionales y garantías gubernamentales que van sumándose en el camino.
Sería mucho mejor utilizar la liquidez para fortalecer a los bancos multilaterales de desarrollo (BMD), que han desarrollado competencias especiales en las áreas relevantes. Si bien los BMD muchas veces han reaccionado con rezago, esto en gran medida se debe a que tienen la obligación de proteger el medio ambiente y defender los derechos de la población. Dado que el cambio climático es un desafío a largo plazo, es mejor que las inversiones climáticas se lleven a cabo de manera inteligente y en escala.
En lo que concierne a alcanzar escala, la clave no es solo movilizar más dinero pidiéndoles fondos a los países ricos, con todos los problemas bien conocidos que eso conlleva. Más bien, se trata de mejorar los ingresos de los mercados emergentes y de los países en desarrollo. Sin embargo, los acuerdos internacionales existentes, en efecto, bloquean este imperativo urgente.
Consideremos el marco Erosión de la Base Imponible y Traslado de Beneficios de la OCDE. La esperanza era que el BEPS (por sus siglas en inglés) haría que las corporaciones ricas paguen lo que les corresponde en materia de impuestos en los países donde operan (). El sistema de precios de transferencia prevaleciente les da a las multinacionales una enorme libertad de acción para reportar ganancias en la jurisdicción fiscal que prefieran. Pero las reformas propuestas por BEPS () –aun si se las adoptara plenamente, lo que parece poco probable– parecen de efecto limitado y les brindarán a los países en desarrollo, en el mejor de los casos, ingresos adicionales limitados. Peor aún, el proceso injusto del Arbitraje de Diferencias Estado-Inversor () –que les permite a las multinacionales demandar a los gobiernos cuando hacen cambios regulatorios que podrían afectar las ganancias– ha restringido aún más los recursos disponibles para los mercados emergentes y los países en desarrollo, aun cuando ha obstaculizado sus esfuerzos para responder a los desafíos ambientales y sanitarios.
Luego está el régimen Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (ADPIC) de la Organización Mundial de Comercio, que llevó a un apartheid de vacunas () y a muertes, hospitalizaciones y enfermedades innecesarias en el mundo en desarrollo durante la pandemia (aumentando aún más los gastos y reduciendo las ganancias). Y ADPIC está destinado a llenar las arcas de las multinacionales ricas con regalías por la propiedad intelectual del mundo en desarrollo bien adentrado el futuro. De hecho, toda la estructura de los acuerdos comerciales ha preservado patrones comerciales neocoloniales (), en los que los países en desarrollo están atrapados en la producción de materias primas esencialmente primarias, mientras los países desarrollados dominan los eslabones de alto valor agregado en la cadena de producción global.
Todos estos acuerdos fallidos pueden y deben cambiarse. Si se hiciera esto, se les estarían brindando a los países en desarrollo los recursos que necesitan para invertir en mitigación y adaptación al cambio climático, salud pública y el resto de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Quizá la única mejora más importante para la arquitectura financiera global sea una emisión anual de, digamos, 300 mil millones de dólares en derechos especiales de giro (DEG, el activo de reserva internacional del FMI), que puede imprimir a voluntad si las economías avanzadas están de acuerdo. Como están dadas las cosas, el grueso de las emisiones de DEG van a parar a manos de los países ricos (los principales accionistas del FMI) que no necesitan los fondos, mientras los países en desarrollo podrían usarlos para invertir en su futuro o para pagar deuda (incluso al FMI).
Es por eso que los países ricos deberían reciclar sus DEG transformándolos en préstamos o subsidios para inversiones climáticas en los países en desarrollo. Si bien esto ya se está haciendo de manera limitada a través del Fondo de Resiliencia y Sustentabilidad del FMI (), se podría escalar masivamente y rediseñar para obtener un mayor retorno de la inversión. La mejor parte de esta estrategia es que a las economías avanzadas realmente no les cuesta nada. A menos que alguna esté apegada a alguna ideología errada, no hay razones para oponerse.
Aun si las economías avanzadas alcanzaran cero emisiones netas mañana, seguiríamos estando condenados, porque las emisiones en los países en desarrollo continuarían aumentando. Si bien se ha discutido hasta el cansancio la posibilidad de ofrecerle al sector privado mejores incentivos (un eufemismo por sobornos), no se ha avanzado mucho en este terreno, y es poco probable que los aranceles y otras restricciones sobre los bienes importados que son nocivos para el medio ambiente, como los que hoy está imponiendo Europa () y que amenaza con aumentar en el futuro, generen el tipo de cooperación que hace falta.
En consecuencia, la mejor estrategia –y tal vez la única– para garantizar que los países en desarrollo y los mercados emergentes hagan lo que tienen que hacer si queremos evitar una catástrofe climática es empezar a corregir algunas de las injusticias globales del pasado y generar más ingresos y financiamiento asequible para los países en desarrollo.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional
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