La propuesta de Ley “por la cual se regula el servicio de la educación superior” que el actual gobierno, por medio del Ministerio de Educación, presentó recientemente al Congreso para su aprobación en la legislatura del 2011, produce la impresión de ser dictada por la improvisación. El articulado, si cabe así llamarlo, que comprende 164 artículos, estructurados en XIII Títulos, genera sobre el lector una sensación de confusión y desconcierto. Como una colcha de retazos, o mejor como de un cajón de sastre viejo, se puede introducir la mano y no saber que agarrar con certidumbre. La legislación es una especie desesperada de contener una crisis profunda acumulada, sin una conciencia siquiera aproximada de las hondas raíces en que ella se ancla, a saber, en los múltiples atrasos y las más insólitas improvisaciones atropelladas con que en las últimas cinco décadas se ha pretendido enfrentar los desafíos de la modernización universitaria, en medio de los efectos más disímiles e inesperados de la “globalización”. Esta legislación o mejor esta propuesta de reforma a la educación superior no pasa de otro episodio folclórico, por llamarlo eufemísticamente, en que la dirigencia nacional delata su incapacidad de comprender las raíces de esa modernización y el papel que le cabe a la educación superior, a la universidad, en ese complejo proceso mundial. Este tipo de propuestas alegres –y en realidad desesperadas en su inconsciente impotencia mental- hacen parte de la estructura del subdesarrollo y del consentimiento colectivo –de las comunidades académicas, rectorales, centros de ciencia, etc.- para discutir con un grado de seriedad plausible los fundamentos sociológicos, culturales y epistemológicos, en las instancias de representación concertadas, con los procedimientos pertinentes y con los canales de comunicación suficientemente cohesivos y transparentes, para llegar a una libre y clara determinación de los marcos teóricos que precedan a cualquier articulado legal. Esta propuesta simplemente viola todos los presupuestos de la discusión fundada, de los mecanismos y las instancias que la hagan válida y vigente para una comunidad nacional, regional y local.
Quien con un grado de interés fundado lea estos artículos, venciendo la impaciencia derivada de una redacción para hacer rabiar a don Rufino José Cuervo en su centenario (¡una invitación involuntaria para que se sacuda de su solemne y católico sepulcro!), quien, pues, simplemente sufra leyendo sus 164 artículos podrá inferir que el multipropósito del gobierno central es y no es esto o aquello y que quizá o tal vez esto significa otra cosa en algun sentido y al contrario. En definitiva que no sabe cómo redactar de otro modo lo que no tiene simplemente en orden las meninges ministeriales. Esto es todo; es decir, es lo mismo de siempre bajo el primado de un ánimo ejecutivo de cambiar por cambiar o reformar para que las cosas sigan igual o peor y no se sabe con certidumbre hacia dónde ni porqué. El arte de gobernar habitualmente consiste en evitar el mayor número de errores y sus consecuencias públicas más deplorables, pero en este caso ese arte de mandarines sin doctrina es más bien el seguro de que al fin damos cándidamente con “la peor formulación a cuenta de la más crasa confusión conceptual”. Esta no es una ley marco u orgánica, como debería serlo por su naturaleza trascendental, sino una acumulado de parches en busca hipotética de un traje convencional. Pero no cabe abundar con el más desprevenido optimismo sobre las consecuencias indeseables de esta alta escuela de gobernar a los colombianos.
La universidad pública, o en forma más precisa, el sistema universitario colombiano, se ve sometido hace cincuenta años, al menos, a resolver o confrontar dos desafíos fundamentales (y concomitantes), a saber, la consolidación de un cuerpo profesoral altamente calificado y garantizar una formación académico-científica a una población juvenil en creciente aumento. Los dos polos en que se centra la vida universitaria, a saber, el profesorado y el estudiantado son -o deben ser- el foco de construcción conceptual decisivo sobre el que se articule una reforma universitaria oportuna y consistente. Entorno a la conceptualización de los requerimientos de estas dos categorías básicas del proceso de formación universitaria, recae la discusión sobre la universidad del futuro en Colombia. Ello demanda, ante todo, una comprensión dinámica de los problemas que caracterizan el ethos profesoral o de los académicos universitarios, como una muy especial o paradigmática clase profesional altamente institucionalizada, y las relaciones muy especiales y propias que esa clase establece con el estudiantado, en cada uno de sus momentos complejos del ciclo de formación académico-profesional y académico-científico. Sin llegar a comprender las demandas inherentes de cada uno de estos grupos sociales, plenamente diferenciados, que entran en una especial relación en el marco de la institución universitaria, en un mundo de tensiones culturales, no se podría llegar a ninguna formulación con algún grado de coherencia provisional, pero provechosa, una legislación educativa de gran alcance y de trascendencia para el futuro inmediato de la nación colombiana. No solo sospechamos, sino que estamos persuadidos, a la luz de esta propuesta legislativa del gobierno de Juan Manuel Santos, que este presupuesto de discusión teórico no precedió a su insostenible proyecto, pero que sobre todo la posibilidad eventual que se lleve a cabo una discusión razonable al respecto no dependerá de las instancias gubernamentales ni de quienes les alcahuetean toda su incompetencia –rectores y Consejos Universitarios- sino de nosotros mismos. Esta discusión es necesaria; está aplazada hace casi quince años y los desafíos siempre crecientes –así no haya oídos que oigan ni ojos que quieran ver- deben ocupar nuestra atención más decidida.
El múltiple atraso con que el Estado y la sociedad colombiana en general tienen respecto a su universidad roza con lo patético. Las cifras son más subversivas que la más indignada protesta moral. Colombia debía tener, con respecto a la proyección hecha a principios de los años 90 por Colciencias, cerca de 9.000 profesores con título de doctor en los centros universitarios para el año 2005. Al presente solo habrá 3.000 doctores activos en los grupos de investigación, es decir, que conforme con sus propios estimativos, la comunidad profesoral está muy lejos de haber alcanzado las cifras que el Estado colombiano mismo –obligado a responder a expectativas de orden global y para ser competitivos académicamente en la región latinoamericana- se autoimpuso como meta de desarrollo sostenible. Este déficit es pues inocultable y él apenas anuncia otra serie interminable de inconsecuencias que se callan a la hora de buscar soluciones al paso, de resolver con papel entintado en forma de Ley lo que la realidad con su terquedad evade. Es decir, pretender con 164 artículos -inspirados en el paisaje desolador de una invasión de cambuches- un fracaso en dos décadas de modernización universitaria.
En estas condiciones de precariedad institucional del profesorado universitario, en que la reforma quedó trunca, o fue anunciada y siempre permaneció como promesa incumplida, se generó una situación institucional lamentable. La tarea del profesorado es doble socialmente considerada, por un lado, la de consagrar todos sus conocimientos científicos a la creación y transmisión de los mismos, con un ethos de honradez intelectual, impersonalismo, escepticismo organizado, y a la vez de fundar un ethos socialmente o una pauta ética a la sociedad mediante su actividad académica, es decir, ser el modelo ético consagrado de los otros profesionales –pues es el formador per excellence de profesionales- y de este modo introducir o fundar una norma de integración social, un acento valorativo estructural en medio de la competencia despiadada y que tiende a la deshonestidad de la sociedad burguesa. Por más cuestionable que sea, desde el punto del marxismo, esta pauta de orden funcional-estructural del ethos académico, actúa ella, con todo, como modelador ideal de un entorno enrarecido, violento y difusamente injusto. El fomento o la práctica consciente de esta praxis universitaria, sin las trampas que acompañan tan corrientemente a las sociedades salidas del mundo católico contrareformista –que se encarna en la figura del pícaro con todos sus recursos amañados para adquirir a cualquier costo sus riquezas-, se dificulta o se inhibe en forma recurrente y continua por la carencia de un entorno cohesivo, en sus presupuestos académicos. Vale decir, que con el déficit de base con que el profesorado debe actuar y se enfrenta día a día, se convierte en una traba real para cumplir sus propósitos y superar desafiantemente un clima laboral agobiador. La intranquila situación en que se debate el profesor, sea este doctor o no, vinculado de tiempo completo o no, está doblemente condicionada por la carencia de una base coherente, y de cohesión institucional –desde el punto de vista de la homogeneidad de la formación académica, por empezar- y por las consecuencias indeseables del autoritarismo concomitante que en forma torpe –y en ocasiones infame- con que se cocina a temperaturas aleatorias a la universidad colombiana. Este déficit es pues brutal en sus cifras negativas y sus diversas consecuencias de insospechada anomia.
La anomia institucional derivada de una modernización a medias, en que los que cumplen con determinados requerimientos de formación y producción académica avalada científicamente, se tropiezan continuamente con los que no los cumplen, o los que, ya entrados en años, a punto de jubilarse y que pujan a ser directivas, imponen como parte de una venganza aplazada. Esto es normal y corriente, pero muy incómodo. Por cierto, La gaya anomia, es decir, la manera alegre en que celebramos nuestros descalabros institucionales, es ese caldo de cultivo de bichos, bacterias y hongos de muchas especies frente a lo que a veces, confieso, no logro tener el sistema defensivo moral para resistirlo con la solvencia del caso. Un catarro moral, aunque no perseverante, es como la condición vital en que se sobrelleva este Macondo universitario.
Pero si el espíritu macondiano, con todas su luchas y su soledad “sin segunda oportunidad sobre la tierra”, azota al profesorado, al estudiantado no tiene quien le escriba. El déficit o mejor la deuda gigantesca social, política y moral es abrumadora. En cifras –ya que siempre se debe hablar en latín con los teólogos- esto se traduce así: la universidad colombiana o lo que se llama el sistema de educación superior tiene en sus aulas cerca de 1.700.000 estudiantes y Colombia, para ser nominalmente competitivo, debe tener 2.200.000 estudiantes. Esto quiere decir, en otras palabras que tenemos un déficit por encima del medio millón de estudiantes, en otras palabras que necesitamos 12 Universidades Nacionales más, o unas 17 Universidades de Antioquia . Esto quiere decir, que el estado no tiene como salvar esa deuda social con un presupuesto de guerra y en medio de los tsunamis de corrupción más sensacionales y estupendas desde la época del general Gustavo Rojas Pinilla y de su yerno Samuel. Y esta deuda no se paga con plata ni buena voluntad, solamente. Por más dinero que se invierta en el sistema de educación superior, por más mérito político que se tenga por cubrir estos saldos en morado, se precisa de una proyección –que no se puede hacer con el retrovisor, ni por nostalgia-. Ella demanda una inteligencia preparada –capaz, con la mejor voluntad moral y sobre todo con poder de maniobra efectivo- para proyectar o volver a proyectar, sobre la base de amplias y sinceras reflexiones, el destino de la sociedad colombiana y su mejor sistema de educación universitaria. No se va a hacer. No se va a hacer, porque no hay interés. No se va a ser, no porque no haya con quién, sino porque no hay una forma adecuada para convocar y organizar esa comunidad académica, con tan diversos y dispersos intereses, cada uno mirando si sobrepasa al otro; si mi grupo o mi unidad académica o mi universidad o mi región obtiene este o aquel reconocimiento a costa de la ineficacia de uno o del otro o de todos. Esta insolidaridad inducida a la comunidad académica; esta forma de competencia intra e interinstitucional ha prevalecido en las últimas décadas, con el pretexto de la racionalidad y eficiencia del sistema. Ello ha matado la base y el sentido de los estudios universitarios que consiste, primero que todo, en el amor a los estudios y en la pasión desinteresada por compartirlos con los estudiantes, con sus estudiantes, bajo el ideal utópico del cambio social profundo.
Esta insolidaridad inducida ha sido efecto, indeseado acaso, del déficit institucional del cuerpo profesoral altamente capacitado, competente y solidario. Sin duda porque también en América Latina se ha conocido como rasgo distintivo, al menos desde los años veinte con la reforma de Córdoba hasta los años ochenta, lo que se llamó Extensión Universitaria. Esta insolidaridad que es un agregado anti-ético, que fomenta la falsa y disimulada competencia y que genera un clima institucional adverso o en contra vía del alcance humanitario liberal y aún socialista de la utopía. Hablar de utopía en la universidad resulta un anacronismo. Un rector o una directiva universitaria, al advertir en otro, esa palabra, sonreirá y terminará fácilmente contagiando al otro en el ademán descalificador. Es una palabra más terrible que virginidad; hoy por hoy. Y este anti-espíritu o mejor este clima anti-universitario de la universidad ha dado por resultado que Colombia hoy cuente con medio millón de cupos menos para su población joven; es decir, que sus puertas estén cerradas a sectores poblacionales inmensos, seguramente los más abatidos y desesperanzados de la sociedad. Faltar a más de medio millón de matrículas no es solo un número X que delata la indolencia de gobiernos, parlamentarios, directivas universitarias, comunidad universitaria; es una X en la frente que condena y que señala un fraude nacional. En algún bolsillo de nuestros innumerables caballeros de industria se han quedado los billoncitos de esas matrículas. El thriller que es que la universidad colombiana, particularmente su universidad pública, tiene que acarrear con esos desfalcos continuos; que no son solo al presupuesto nacional, a la hacienda estatal. Ellos comprometen el futuro de Colombia. Aunque habría simplemente que preguntar ¿para qué futuro con tantos siglos de oro a cuestas?
La universidad como institución política
La universidad es por su esencia y debe seguir siendo una institución de carácter político. Es decir, una institución que debe regular y equilibrar las relaciones de poder, corregir, reflexionar y demandar la suerte intrincada de arbitrariedades de todo tipo, de desequilibrios de todo orden, propios de nuestras sociedades. La universidad tiene –en su esencia- una misión de árbitro ideal de los conflictos entre los poderes, y debe indicar los modelos alternativos de repensar las fracturas, las arbitrariedades y la esclerosis múltiple que ataca al cuerpo social por cuenta de las aventuras de los dueños del poder. La universidad contribuye pues, o debe contribuir a reparar los traumatismos y a solventar un marco interpretativo para salir del callejón sin salida de las formas de violencia que se generan por las violencias físicas, morales y simbólicas. Desafortunadamente la universidad se ha convertido, o ha sido desde la vida colonial, campo de batalla, institucionalización de privilegios y portavoz de los facciones encontradas en el amplio espectro ideológico. La violencia política no se protagoniza solo en una confrontación del estudiante con las fuerzas públicas. Tal vez esa sea la forma más visible de confrontación y disturbio manifiesto. Estos disturbios, con todo, son apenas formas expresas de las miles de formas en que la arbitrariedad se logra introducir en todas las arterias, venas y pequeños vasos comunicantes de la vida universitaria. Una pedrea es la forma más franca, aunque también destructiva, en que esa comunidad –que no es comunidad en realidad- experimenta sus disfunciones, en que la anomia reina y sustituye un orden integral.
La política –o como se dice muy locuaz y certeramente- la politiquería carcome en su médula a la vida de la Universidad. La composición del Consejo Superior delata esa intromisión equívoca, pero finalmente más destructiva, de la vida universitaria. El órgano máximo directivo de la universidad no es universitario, sino que es extrauniversitario. En la universidad no manda o gobierna profesores ni estudiantes, sus actores sociales por naturaleza. Gobierna gobernador, delegados presidenciales, ministros, exrectores, gremios empresariales. Ellos imponen sus caprichos, pues en esencia no son parte de la vida universitaria, no les “duele” la universidad por la simple razón que nunca dictan clase, nunca investigan, nunca hacen la vida cotidiana de la universidad, no viven en ella, no viven por ella. Vienen a ella a mandar, a decir que se hace o se deja de hacer, a ver quién es el rector, los decanos, dónde está el contrato. Esta composición del órgano directivo es anti-universitaria, no solo extra-universitaria. Más aún, esta propuesta de ley le resta importancia al Consejo Académico de la Universidad, no lo comprende ni lo incluye como instancia directiva universitaria. Esta concepción extra y anti universitaria de la universidad debe ser abolida. Se conoce al Gobernador –quiero que me corrijan- más por las órdenes de allanamiento a los predios universitarios que por algún aserto científico o por alguna investigación científica, de cualquier nivel.
La universidad como institución social
La universidad como institución social es una fuerza integrativa o disociativa de la sociedad. Esta fuerza como institución privilegiada y de componentes tan complejos y difusos, sociológicamente contemplada, cumple un papel múltiple en la sociedad, como ya lo sugerimos. Su primer papel, como se sabe, es el de la transmisión de conocimientos considerados académicos-científicos, es decir, válidos conforme unas determinadas prescripciones, proscripciones, normas y procedimientos avalados por la comunidad científica, por la comunidad profesoral y en últimas, así sea menos expresamente, por la sociedad en que actúa esa universidad. Cada sociedad construye la universidad, como autoridad máxima dispensadora de conocimientos y saberes, a imagen y semejanza de sí misma, de sus propios criterios de validez y de la proyección de sus valores más decisivos. En este sentido la universidad funge como instancia catalizadora de la integración por la competencia académico-científica; por el título universitario y la manera como entiende su desempeño o rol de las profesiones, primero, y luego de la investigación científica, en un nivel complementario. Para nosotros hasta esotérico y cuasi-extraño para la mentalidad general.
La universidad además desempeña un papel de dispensadora de virtudes, es decir, de recompensas válidamente o legítimamente consagradas por el ideal social del éxito. Pero la pregunta es a qué grado la universidad logra introyectar en sus profesionales estos valores o el conjunto de valores que conocemos como ética, en el cumplimiento de las metas individuales, es decir, que no fomente el éxito por el éxito, el enriquecimiento a toda costa, la trampa, el engaño como medio suficientemente extendidos para cohonestar con la desintegración o autoliquidación social. No es fácil responder a la pregunta; o es fácil presuponer que esa autodesignada legitimación para estudiar una carrera para el “servicio público” es un engaño social consentido para aplaudir solo a quien efecto obtiene la meta, enriquecerse o llegar a triunfar, a costa y en contra de toda norma moral, ética. La profunda violencia, la gran anomia, la violencia generalizada espeluznante (600.000 muertes violentas en 30 años o más de 200.000 desaparecidos en las dos últimas décadas), la corrupción en todos su variables y escalas, apenas deja aliento para formular tímidamente la inquietud: ¿qué hacer? La pregunta, por supuesto, rompe el estrecho marco presupuestal doctrinario leninista, y obliga a repensar el papel desmoralizante y en última destructivo de la universidad privada, las formas sutiles de privatización de la universidad pública por ejemplo, vía la Extensión universitaria como forma de co-financiar la universidad pública, y sobre todo, por la amenaza indiscutible de la creación de una gran pirámide, una nueva EPS o similar de la educación superior que sería el FOMINVEST, un verdadero engendro o allien legislativo. Este tal FOMINVEST es uno de los peligros de indiscutibles consecuencias agresivas con que cuenta la Ley o marco de ley aquí comentado y metido, como entre líneas. Me refiero al artículo 111 de este proyecto legislativo. Este Artículo 111 sugiere que la pirámide tenga su Tutankamon, sea esta DMG o los hijitos de nuestro exmandatario, o ambos a la vez. El que tenga plata, que venga a invertir en el FOMINVEST que allí no se pregunta quién sabe de educación sino quién está dispuesto a vender “los servicios educativos” a quien dé más. Solo este Artículo justifica la puja y el desgaste de este gobierno para imponer su reforma. Tras ella está la cornucopia –la otra al lado de la salud- como servicio, como si esta no fuera suficiente. Este embutido del Artículo 111 debe ser el objeto central y primer paso a la crítica por inconstitucional, antieconómico y antisocial de la propuesta de ley de marras. Se sabe que en Colombia tres paras caben en una baldosa, pero este Artículo va más allá: mete tres “paras” en una misma línea. Quien en medio de la baraúnda del articulado busque la bolita, la puede encontrar allí. Es la rueda de la fortuna de los afortunados inversores a costa de todo un sistema que se va a ver esquilmado con las acostumbradas mañas de estos altos administradores de jugosos recursos públicos. Que pase el entuerto moral y mental de los otros 163 artículos, si se quiere; NO al Artículo 111. Es simplemente el enunciado legal de una nueva pirámide en busca de su faraón.
La responsabilidad política y social de la universidad privada –no hablemos de su responsabilidad en el desarrollo propiamente científico- es enorme y está a su cargo un pasivo gigante. No solo las universidades de élite, en Bogotá y las regiones, operan como clubes o logias o grupos de poder para poner los altos funcionarios del estado; presidentes, ministros, directores de entidades públicas en todos los niveles han salido de estos centros en el último medio siglo. También los grandes y célebres cerebros de los más sonados escándalos y desfalcos a la sociedad y a la nación proceden en su gran mayoría de las más prestantes universidades privadas. Ellos reflejan, como funcionarios estatales y caballeros de industria, el profundo malestar moral de la universidad colombiana. Ésta antes de ser este centro de cohesión social, es una de las entidades más peligrosas para fomentar el progreso, la estabilidad, la justicia social. La ilímite voracidad de los individuos en las sociedades burguesas, ven impulsados sus apetitos egoístas en los centros privados de educación universitaria. Las universidades públicas, por su parte, imbuidas en su propia perplejidad y como simples extensiones del malestar social, replican y ahondan estos traumatismos de todo orden. A la cola de todos los sucesos, su actitud mimética y autodefensiva apenas logra repercutir con eficacia en el panorama desolador, como recordando la saga de los Buendía, cuya estirpe condenada “a cien años de soledad” no tendrá “una segunda oportunidad sobre la tierra” del olvido.
La universidad como institución cultural
La universidad tiene una misión o tarea o empeño cultural que supera o, incluso, invita a superar sus estrechos límites en que se le ha encerrado tradicionalmente, como dispensadora de conocimientos consagrados por la racionalidad occidental. La universidad como institución de cultura debe romper o tratar de minar la fe, no en la ciencia, que esto sería irracional, sino en la indiscriminada y supersticiosa manera de entender el carácter conflictivo de todo conocimiento como producto humano. La universidad es una institución política y social y el uso o abuso de su poder debe tener lugar o espacio de discusión. Nada hay indiscutible, salvo la palabra papal para los católicos. Pero como por esencia la universidad es una institución secular, cuyas prácticas docentes e investigativas están revestidas por el primado racional de la impersonalidad y el humanitarismo, no queda sino inferir de sus postulados mismos que sus resultados deben ser discutidos, disputados y puestos en tela de juicio por sus alcances o por la mezquindad que puede acompañarlos. La misma inscripción de patentes o inventos atenta o al menos advierte contra la universalidad autopostulativa de la ciencia. En sociedades tan profundamente traumatizadas por sus diferencias culturales este mecanismo público de discusión debe ser parte de la praxis científica. Pero en este caso como en los anotados, la universidad opera con postulados científicos autoritarios o que tienden al autoritarismo, es decir, a velar los presupuestos, modos y alcances de la llamada comunidad científica, de sus grupos de investigación, de sus formas de escalafonamiento, de sus medios de divulgación. Un directivo de Colciencias, por ejemplo, aseguraba que era preferible tener un lector par científico que una comunidad lectora indiferenciada a la hora de publicar los conocimientos. Esto solo fomenta esa distancia entre la comunidad científica y el lego, que hay en toda sociedad moderna (lo advirtió hace casi dos siglos un August Comte nítidamente), pero que fomenta con ello un indiferentismo o hasta una sospecha popular contraproducente, culturalmente hablando.
Pero a la universidad también le asiste otra tarea cultural, en un caso como Colombia. La universidad debe ser un escenario efectivo de las manifestaciones de la riqueza, mucha en vía de extinción, de las diversas, yuxtapuestas y recónditas culturas regionales del país. Las culturas regionales están amenazadas, naturalmente, como todas las culturas tradicionales ancestrales, por los efectos del capitalismo. Marx y Engels lo advirtieron en el Manifiesto Comunista, solo para referirnos a uno de los textos más divulgados desde hace 170 años. El capitalismo barre con las diferencias culturales, rompe las formas comunitarias preexistentes; el patriarcalismo digno de la nostalgia romántica. La diversidad cultural no solo desaparece o tiende a desaparecer, sino que corre otro riesgo inevitable o quizá provechoso, a saber, el fusionarse o ser proyección –no pensada- con la llamada cultura de masas. No es fácil discernir hoy por hoy donde termina una y donde empieza la otra. Nada estimula tanto a la imaginación científica –y a la charlatanería desembozada- que estas mezclas inusitadas de culturas, que estas fusiones, que este laboratorio de inventos exóticos, para bien y para mal, del llamado multiculturalismo. La universidad es foco de atracción del debate e incluso espacio de encuentro de estas culturas; la universidad pública padece y aprovecha esta circunstancia, en que, por virtud de su dinámica institucional, no logra a veces captar en toda su complejidad y sobre todo comprender o tratar de comprenderlo en sus aporías culturales. Pero este desafío es concomitante a una institución que, más que inventar soluciones sacadas de la mano, como de taumaturgo, se sacude e invita a otros a sacudirse de la rutina, de la indiferencia, de la soberbia cognitiva que es la raíz del dogmatismo, de la violencia física, de la intolerancia.
Leave a Reply