En el recurrente debate sobre el postcapitalismo y sobre el lugar que podrían ocupar en nuestras sociedades economías otras, alternativas al neoliberalismo global, atraen nuestra mirada experiencias como las de la economía solidaria y las del célebre, y ya histórico, experimento de los “tejedores de franela” del Distrito inglés de Rochdale.
En esta última, como es conocido, los socialistas cristianos, enfrentados a los cartistas defensores del “sufragio universal” y de la Reforma social contenida en la simbólica “Carta del pueblo”, abrieron en 1844, con sus pequeños aportes monetarios, un almacén cooperativo de proveeduría de algunos de los alimentos básicos, al tiempo que con audaz ingenio establecían un nuevo tipo autogestionario de relaciones económicas de propiedad y de participación social en el resultado de su actividad cooperativa. Fundacional episodio que atrae la atención del mismo Marx, quien lo cita en El Capital1, pero también atrae la atención de un periódico de la época (1866) cuyo director, horrorizado, comentaba que: “estos ensayos ¡no dejaban sitio visible al capitalista!”.
Con este experimento aquellos intrépidos pioneros gestaban, sin saberlo, el moderno paradigma de la cooperativa y del cooperativismo, que si bien en más de ciento ochenta años de historia consiguió convertirse, según Naciones Unidas, en el más grande movimiento económico y social a escala mundial, no logra, sin embargo, esta forma democrática de organización de la actividad económica o de una economía otra existente, su hegemonía en ninguno de los países capitalistas ni en los de los socialismos realmente existentes, asi Lenin imaginara, en el Programa cooperativo de 1923, la economía soviética como la de una gran cooperativa y que, en palabras del líder de la revolución de 1917, “No necesitamos ahora ninguna otra clase de sabiduría para pasar al socialismo”2.
Pese a ser valorada así esta renovadora economía por estos dos grandes pensadores revolucionarios, que con sus fundamentos y quehaceres claramente controvierte la racionalidad lucrativa y las lógicas sociales del mercado capitalista, por sus propias debilidades institucionales, liderazgos y burocracias empresariales, como por la dominancia de los poderes centrales del capital y de los mismos del Sur global, no ha pasado ni pasa de ser una economía subalterna a éstos. No obstante beneficiar y servir, como lo hace, a miles de millones de familias trabajadoras, campesinas y de las más variadas comunidades en países de los cinco continentes. Igualmente, con desconcertante impotencia esta particular economía es, históricamente, sometida a los complejos circuitos económicos de la reproducción del capital y a sus especificidades en cada uno de los países y, con comprobadas evidencias, por el actual proceso de globalización neoliberal en curso.
Como consecuencia de esta constricción, o de las características de ser una economía cooperativa o paradigma proveniente del continente europeo, en latente disputa desde el siglo XIX con la hegemónica economía capitalista; ahora también ocupa destacado lugar la alentadora emergencia del nuevo paradigma de las economías solidarias –así, en plural–con otras narrativas, repertorios, formatos y potencialidades, desde las más diversas comunidades, colectivos de trabajadores/as desalarizados, campesinos, pueblos ancestrales y pobladores/as de las periferias urbanas de los países del Sur global. Los variados tipos, clases o formas etno culturales que asumen estas economías parecen más aptas para encarar y resistir la devastación social, económica, ambiental y cultural ocasionada por el cada vez más deslegitimado proyecto neoliberal.
Al ser así, no extraña, por tanto, que reconocidos investigadores de la economía solidaria, como Luis Razeto, en su obra “Los caminos de la solidaridad”, asegure que para su promoción en este continente contribuyó el discurso del Papa Juan Pablo II ante la Cepal en 1987, al plantear con vehemencia la idea de una economía de la solidaridad como esperanza para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de América Latina.
Aunque todo parece indicar que fue en el Foro Social Mundial (Porto Alegre, Brasil, 2001), en donde esta economía otra adquiere dimensión global, legitimidad; década en la que también adquiere en algunos países de la región, incluida Colombia, legalidad en sus normas nacionales, adoptadas por sus gobiernos, unos derivados de los progresismos que irrumpieron a comienzos del siglo XXI en Nuestramérica, y otros exigidos por las múltiples resistencias de los nacientes nuevos sujetos sociales territorializados contra/neoliberales del ciclo político de comienzos del presente siglo, o por los del reciente ciclo, más radicales, que apuestan por mañanas posibles postcapitalistas.
Sea cual sea la narrativa de su creación social y la de sus orígenes, las economías solidarias y otros tipos de economías autogestionarias de mutua ayuda, comunales, comunitarias o ancestrales solidarias, entre tantas, ocupan hoy centralidad en las alternativas y en las agendas políticas de los/as que rivalizan por una profunda democracia participativa para la reproducción de la vida y la conservación del planeta y no, como ocurre, para la reproducción sólo del capital.
¿Cooperativismo para la Colombia del posacuerdo?
Pretendemos ahora una narrativa que nos aproxime a la historia escrita, con sus prácticas y quehaceres cotidianos, por el cooperativismo colombiano, de una parte, y de otra, a los intentos de la economía solidaria por habitar con la debida legitimidad entre nosotros. Con tal propósito bien procede el siguiente y breve relato, que sin agotarlo o resultar suficiente, intenta caracterizar los rasgos y las tendencias de cada una de estas singulares economías otras, y que en Colombia, sin mayores dudas, desafían de manera implícita o abierta a la dominante del capital.
La historia propia de como anidó en el país el capitalismo, primero en los enclaves de plantación y energético mineros, y después en las principales urbes, configuró un tipo institucional de cooperativa y de cooperativismo, que este autor en los años ochenta designó como el “modelo histórico”. De “vínculo societal cerrado”, circunscrito a las más importantes empresas o instituciones públicas, con predominio de un sujeto cooperativo asalariado y laboralmente activo. Cultor de una mentalidad más asistencial y paternalista que empresarial y solidaria, instituyente de una suerte de sentido común o de convicción cultural carente de total sentido de propiedad y pertenencia; más de cliente ocasional o de usuario que de ser propietario-autogestor.
Estas nocivas subjetividades o economismo, en millones de los miembros de su “comunidad societaria”, como es bien sabido, lastran secularmente al movimiento cooperativo para ser activa fuerza social de luchas y resistencias. Así se configura, en lo fundamental, un específico paradigma nacional de cooperativa y de cooperativismo urbano centrado en las principales ciudades y articulado a las tramas de los circuitos económicos de la reproducción del capital nacional y transnacional.
En tanto, a contrapelo con las activas dinámicas del “cooperativismo urbano”, la presencia de la economía cooperativa en los territorios sociales de la diversa geografía rural nacional, revela históricamente unas realidades por demás inconvenientes a las mayores demandas y urgencias de sus variados pobladores/as. Circunstancia ésta que plantea más interrogantes y pendientes que acumulados o experiencias exitosas. Sin dejar de reconocer, desde luego, los más conocidos y algunos ejemplarizantes “modelos cooperativos agropecuarios”, que sólo cambian sus actividades económicas y, con excepciones, los acostumbrados aportes monetarios por aportes en especie o en productos. Pero, en lo fundamental y en general, comportan el formato tradicional de la “urbanas”.
Entre tales modelos, los más significativos e importantes por destacar serían los promocionados por la Reforma social agraria de 1961, que en sus inicios, sin mayor autonomía, fueron gestionados por los “Directores de proyectos” del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora. En 1974 registraron 27 entidades y en 1985, su mejor momento, 28.000 asociados. Por la importancia alcanzada fueron articuladas a la Central cooperativa Cecora. Acotar finalmente que, fracasadas como la misma Reforma agraria, son liquidadas.
Otras serían las cooperativas de los gremios cafetero, algodonero, ganadero y lechero; estas últimas, y con resultados exitosos, aún perduran (Coolechera, Ciledco, Colanta, entre otras). Al igual que las cooperativas de productores de café, agenciadas por la Federación Nacional de Cafeteros, con almacenes de provisión agrícola y dedicadas solo a la comercialización del grano, la actividad menos rentable. También las cooperativas de ganaderos, con servicios de asistencia técnica, veterinaria y proveeduría pecuaria. Así como algunas cooperativas mineras, entre ellas las de extracción del carbón. En tanto, las tan solicitadas o demandadas, de medianos y pequeños campesinos nunca existieron, y las constituidas, entre las mencionadas de la segunda Reforma agraria del siglo XX, buen número de ellas desaparecieron, acrecentando así las históricas exclusiones y frustraciones de esta “otra Colombia” olvidada.
Finalmente, cabe anotar que estos tradicionales modelos cooperativos, urbanos y rurales, en gran medida correspondieron en sus características a las condiciones específicas del capitalismo colombiano del siglo XX, lo que podría indicarnos que serían éstos los más inapropiados en las disputas con el actual capitalismo neoliberalizado del siglo XXI. Como a finales del siglo pasado, con probada evidencia, dio cuenta de ello la liquidación y desaparición de miles de cooperativas, sobre todo urbanas, y de algunos Fondos de Empleados, hecho que produjo incalculable afectación económica para cientos de miles de sus asociados/as y de sus familias.
Agregar, por tanto, a modo de reflexión, más bien de incertidumbres, los siguientes interrogantes: ¿Serán estos “cooperativismos históricos” o tradicionales –urbanos y rurales–realmente existentes en Colombia, los más idóneos para implementar la Reforma Rural Integral del Acuerdo firmado con la insurgencia armada de las Farc? ¿Podría ser esta la oportunidad, siempre negada o excusa, para con sentido otro “reconfigurar” de manera radical el viejo paradigma cooperativo y su “tradicional” geografía, formas, estructuras y arquitectura de articulación, coordinación, representación y poderes; así como en sus tipos y, sobre todo, en sus prácticas y quehaceres constituidos? ¿Remozar o refrescar sus liderazgos y, desde abajo, refundar un “cooperativismo constituyente”, verdaderamente transformador de las relaciones sociales propias –cooptadas o constreñidas– y fundamentalmente de las liberales dominantes en nuestra sociedad? ¿Es sólo el paradigma de la cooperativa y el del cooperativismo el medio más expedito para construir en y desde los territorios, históricamente olvidados, una Paz que sea estable y duradera?
La economía solidaria, ¿una desconocida?
Resta sólo abordar, como mirada de la visión contractual dominante en Colombia, el desconocido imaginario social de la economía solidaria. Deriva del desgraciado y nefasto colapso del cooperativismo “financierista” de finales de los años noventa del siglo pasado, así denominado por privilegiar y operativizar lógicas y prácticas exitosas unas, y non sanctas otras, transmutadas sin mayores reparos de la banca liberal. Episodio que implicó, como es bien conocido, la pérdida de sesenta “cooperativas financieras”, las más grandes de todas las cooperativas de la época, y de tres Bancos (Uconal, Bancoop y Coopdesarrollo), éste último transformado en sociedad anónima capitalista con la razón social de Megabanco.
Por el derrumbe de este extraordinario “sistema financiero” autogestionario popular –valorado por entendidos y este mismo autor como el más grande y único jamás construido en el país por trabajadores/as o movimiento social alguno–, el gobierno, como suele ocurrir con la mayoría de las políticas públicas, no indemnizó al movimiento cooperativo nacional. Años después, en la administración de Samper Pizano y con la inesperada iniciativa de un sector de los cristianos en el Congreso de la República, tramitan y sancionan la Ley 454 de 1998. Norma que, por lo demás, también reconoce jurídicamente la existencia de la “extraña” economía solidaria –ignorada, a soslayo, por las élites o burocracias de la institucionalidad cooperativa–, no obstante habérsele reconocido la “nacionalidad” diez años antes en el Capítulo Preliminar, numeral 3 del artículo 1°, de la vigente “Legislación cooperativa” (Ley 79 de 1988).
Esta afortunada casualidad de la nueva normatividad especial tiene, visionariamente, la virtud en su Capítulo primero, de crear legalmente y explícitamente el Marco conceptual de la Economía solidaria. Definida como un sistema económico social, cultural y ambiental, conformado por el conjunto de las fuerzas sociales –no sólo trabajadores– organizadas en formas asociativas. Identificada por prácticas autogestionarias solidarias, democrática y humanistas sin ánimo de lucro. Para el desarrollo integral del ser humano, como sujeto, actor y fin de la economía.
Definición que supera, de esta forma, la tradicional noción de “sector” de la economía cooperativa y de subordinación a la economía estatal y capitalista. Al mismo tiempo, y a contracorriente de la teoría liberal, instala en el centro y razón de la actividad económica al ser humano. Establece, asimismo, once Principios guías e identidad de esta otra economía, que a diferencia de los siete Principios Universales del cooperativismo, los amplía a nuevas dimensiones, con la primacía del ser humano sobre el trabajo, los mecanismos de cooperación solidaria y de los medios de producción. Hace explícito, de igual manera, el carácter de la propiedad asociativa solidaria sobre los medios de producción, contraria al de otros tipos de propiedades. También enfatiza en la promoción de una cultura ecológica.
De otra parte, igualmente de forma novedosa, establece en general los Fines de la economía solidaria. Con finalidades expresas y por demás insólitas entre nosotros, de generar y consolidar una corriente vivencial de pensamiento solidario, crítico y emprendedor como medio para alcanzar la paz de los pueblos. Asimismo, propende por el ejercicio de la democracia participativa, y por la activa participación en el diseño y ejecución de planes, programas y proyectos económicos y sociales territoriales.
Igualmente, propende por garantizar a su comunidad societaria solidaria la participación en el trabajo, la propiedad, la formación e información, la gestión y distribución equitativa de beneficios sin discriminación alguna. De igual forma, este aludido Capitulo establece con claridad las características de las organizaciones asociativas solidarias y el carácter que deben tener y cumplir en general dichas organizaciones para ser reconocidas como tales.
Este resumido perfil jurídico-conceptual de la emergente y legalizada, en Colombia, economía solidaria, a mi modo de ver, por sus peculiaridades, formatos y demás características reales y jurídicas, parece comportar mayores flexibilidades y ventajas superiores en las, de por sí, complejas disputas y conflictos con el reconfigurado o neoinstitucional capitalismo del siglo XXI.
No obstante tales potencialidades resulta, eso sí, bien “extraño” que pasadas cerca de dos décadas de dicha normatividad especial no haya recibido el impulso y despliegue requeridos por ninguno de los subsiguientes gobiernos, obligado a su protección y promoción; ni por la élite y burocracias de la alta institucionalidad del cooperativismo o por los liderazgos de la numerosa comunidad societaria cooperativa. De otra parte, también llama la atención que las diversas organizaciones, movimientos sociales, nuevos y los radicales, así como algunos grupos políticos de las llamadas nuevas izquierdas, que la hicieron visible y mundializaron en sus múltiples resistencias, tampoco hayan “legalizado” o las haya atraído aquel referente jurídico-conceptual para sus construcciones, apuestas y proyectos de economías solidarias, que incluso, con evidente anterioridad a éste ya habitaban cotidianamente sus quehaceres, no únicamente de sobrevivencia y resistencias sino también con horizontes poscapitalistas.
Razones que, igualmente, conducen a algunos interrogantes o reflexiones para explorar y experimentar, desde las dimensión económico-social, alternativas que el actual ciclo político de posacuerdos con las insurgencias armadas, pactado o en proceso de ello, puedan sortear o rehuir nuevos y mayores fracasos en esta época que vivimos, de incertidumbres y de creciente polarización entre el miedo y la esperanza3.
En consecuencia, ¿Será este emergente imaginario y paradigma de las economías solidarias, en sus múltiples formas y clases, el más indicado para construir, desde abajo y con democracia directa constituyente, la negociada paz estable y duradera? ¿Es con una creativa o audaz diáspora de economías cooperativas radicalmente reconfiguradas, de economías solidarias, comunales, comunitarias y de otras iniciativas asociativas autogestionadas solidarias populares, la más apropiada para, de manera multidimensional, construir la paz anhelada? En contraste, ¿Será la Paz neoliberal del gobierno, las agencias de cooperación y los organismos multilaterales la que asegurará a los territorios y a sus pobladores que sea estable y duradera?
Con todo, y más allá de las alternativas exploradas o experimentadas, este no deja de ser nuestro más grande, controversial y difícil desafío en el actual horizonte de la geopolítica y geoeconomía continental y mundial, para cambiar, ahora sí, el rumbo de nuestra larga historia, y por siempre desterrar los cien años de soledad, incertidumbres, miedos y desesperanzas que vivimos.
Bogotá, D. C., julio de 2017
* Economista – especialista en cooperativismo y economía solidaria..
1 Tomo I, p. 368.
2 Obras Escogidas, Tomo 3
3 De Sousa Santos, Democracia y transformación social, 2017.
Leave a Reply