Héctor-León Moncayo
La historia de la formación económica de América Latina, aunque quizás también de la construcción de sus identidades políticas, es la historia de la reforma agraria. Curiosamente hoy, a la hora de cruciales decisiones históricas, con el hundimiento de los modelos “extractivistas”, vuelve a aparecer la anteriormente llamada cuestión agraria, asociada a los efectos antisociales de la gran propiedad, pero esta vez cualificada, entendida como reivindicación del territorio y, más profundamente, como redefinición de la relación de los seres humanos con la naturaleza.
Una reforma agraria, en términos sencillos, es aquella que apunta a poner fin a la exclusión de los campesinos del acceso a la tierra mediante el reparto de la misma, afectando por lo tanto a los terratenientes lo cual significa a su vez redistribución del poder. Es por eso que no puede entenderse simplemente como una operación técnica (administrativa y jurídica) o como una “política pública”. Implica una transformación de la estructura socioeconómica y política. Es preciso, pues, que ciertos sujetos sociales, movimientos o clases, asuman la tarea de llevarla a cabo, como resultado de una victoria política; ya sea puramente “desde arriba” o al final de un levantamiento “desde abajo”.
Se trata de acciones excepcionales que no desarrollan legalidad alguna sino que la fundan, como eje de una transformación histórica, de lo cual es emblemática la Revolución Francesa. Supone, desde el punto de vista cultural, la pérdida de legitimidad social de la figura del dominio señorial (feudalismo) pero también de la “hacienda”, típica de América Latina; pérdida que fue teorizada por la Economía Política Clásica al denunciar el carácter improductivo de la “renta de la tierra” que proviene como toda renta, o ganancia extraordinaria, del crudo ejercicio excluyente de la propiedad o el monopolio.
En América Latina llamamos entonces “profundas” aquellas que formaron parte de verdaderas revoluciones sociales y políticas, en una etapa histórica que va desde la pionera, la Mexicana (1917), hasta la Cubana (1959), pasando por la de Bolivia (1952). Desde luego, sus formas de aplicación fueron distintas. En esa misma etapa, especialmente durante la década del 30, se registraron intentos, más o menos ambiciosos, en otros países, incluido Colombia. Desde luego, profunda fue también la de Nicaragua (1979) pero corresponde a otra dinámica.
En los años sesenta y setenta, se completan, por decirlo así, importantes, aunque menos consistentes, procesos de reforma agraria. Se destacan los de Chile (1971) y Perú (1970). Este ciclo está signado, sin embargo, por una influencia cultural y política que tiende a desnaturalizar el conocido como reformismo agrario. En efecto, fueron los Estados Unidos quienes para conjurar el peligro de “contagio” de la Revolución Cubana plantearon, en la “Alianza para el Progreso”, la opción de la “reforma agraria”. Era, ciertamente, el reconocimiento de una necesidad que, desde otras visiones burguesas, más convencionales, era negada, o reemplazada por la propuesta de la colonización, es decir el desplazamiento de la frontera agropecuaria1. En cierto modo era también una respuesta a la alternativa del impuesto progresivo sobre la propiedad rural, impulsada desde los años cincuenta, cuyo fracaso había sido, por lo demás, advertido por los principales especialistas en el tema2.
Fue en este contexto como se aprobó en Colombia la ley 135 de 1961, reforzada luego con la ley 1ª. de 1968; esfuerzos que se abandonaron, sin haber rendido frutos apreciables, en 1973, con el famoso “Pacto de Chicoral” entre el gobierno y los poderosos terratenientes. Obviamente, el espíritu de la citada “Alianza” así como las elaboraciones de la Cepal y hasta la “teoría de Dependencia”, junto con los progresismos de izquierda, si bien se apoyaban, de manera explícita, en razones de “justicia social”, de equidad y “democratización de la propiedad”, se cuidaban igualmente de aportar argumentaciones desde la teoría económica3. La bimodal estructura agraria, latifundio-minifundio, se argumentaba, era uno de los principales obstáculos para el “desarrollo”, especialmente por su incapacidad para suministrar alimentos y sobre todo materias primas indispensables para la industrialización.
Fácil era, desde la teoría económica neoclásica, sugerir objeciones y en los hechos parecían indiscutibles los éxitos de la agroindustria, el emblema de la productividad. Al mismo tiempo, en el mundo, pero sobre todo en los países de la periferia, se imponía, en nombre de la ciencia y el desarrollo tecnológico, la llamada “revolución verde”. De ahí la interminable discusión sobre la eficiencia o ineficiencia de la que desde entonces empezó a llamarse “agricultura familiar”, discusión que ha sido la base de las posteriores reelaboraciones y “superaciones” del reformismo agrario.
El golpe militar en contra del gobierno de Salvador Allende fue la campanada que anunció el comienzo del oscuro periodo de las dictaduras latinoamericanas que dio lugar, a su vez, al despegue de la política económica neoliberal. En materia de estructura agraria, la solución fue, como era previsible, el “mercado de tierras”, bajo tres modalidades, recomendadas entre otros por el Banco Mundial. La primera, el libre juego de las leyes del mercado, la segunda que aceptaba la asistencia del Estado (subsidios, crédito barato, etc.) para facilitar la compra por parte de los campesinos, y la tercera que obligaba al Estado a comprar para repartir. Semejante “solución” estaba condenada, desde el principio, al fracaso, pero lo más importante de este viraje, un logro político para los enemigos de la reforma agraria, era en realidad la radical inversión cultural. En nombre de la eficiencia económica y el progreso tecnológico, el latifundista había recuperado legitimidad social. La solución de mercado se ajusta perfectamente a la exigencia de “respeto a la propiedad privada”.
[…] que la reforma agraria, incluso en el sentido clásico, sigue siendo aquí una alternativa necesaria
y urgente. Para un gobierno que ha despertado tantas expectativas en el pueblo, es sin duda una verdadera prueba de fuego.
En Colombia, diversas y sucesivas leyes intentaron resolver lo que desde muchos ángulos se consideraba el “fracaso de la reforma agraria”, hasta llegar a la ley 160 de 1994, después de la Constitución del 91, que claramente sustituye la intervención directa del Estado por la asistencia en el mercado de tierras y abre las puertas a la llamada “modernización” de la economía agraria. Se comenzó entonces a hablar más bien de “desarrollo rural”, con el argumento de que más importantes eran el capital, la tecnología y el complemento de los “bienes públicos” como servicios y carreteras; si se aceptaba la existencia de la agricultura parcelaria era para proponer su inclusión en las “cadenas mundiales de valor”. En esa misma época, paradójicamente, se había desatado ya la más reciente ola de violencia, despojos y desplazamientos y con ella la consolidación de una verdadera “contra-reforma agraria”. Al empezar el nuevo siglo las cifras de la concentración en la tenencia de la tierra eran mucho peores que las de los años sesenta.
Esta modernización asumió, en las primeras décadas de este siglo, con la globalización y la crisis de 2008, la forma de una supuesta solución a la crisis alimentaria mundial. Sobre la base de la especulación financiera (mercados de futuros) en las materias primas, las grandes corporaciones transnacionales le dieron un nuevo impulso a la innovación tecnológica, el complemento de la revolución verde que agrega a los nuevos agroquímicos la manipulación transgénica, y dieron la largada a la carrera planetaria del acaparamiento de tierras. En Colombia se continúa en la tónica del desplazamiento de la frontera agropecuaria, mediante adjudicación de baldíos a conocidos potentados y firmas extranjeras. Toma fuerza la idea de la “conquista” de la “altillanura” en la Orinoquia para el cultivo de los productos agrícolas exitosos en el mercado mundial que van desde la soya hasta la palma aceitera.
Sin embargo, simultáneamente, y por fortuna, ante la misma crisis que también es ambiental, ha crecido la preocupación no sólo por el probable agotamiento de los recursos naturales sino también por la depredación de los ecosistemas, la polución, la contaminación general y el calentamiento global. Preocupación que ha llevado a poner en duda nuestros modos de vida. Una crisis de la civilización capitalista. Movimientos sociales como Vía Campesina y otras han presionado entonces hacia una redefinición de la reforma agraria. Los pueblos indígenas, afrodescendientes, y otros de caracterización étnica, han puesto en primer plano la reivindicación ya no sólo de la tierra como medio de producción sino principalmente del territorio como espacio de vida social y de cultura4.
Estos son los términos del problema tal como se plantea en momentos en que en Colombia un nuevo gobierno anuncia un cambio también en esta materia. Nuevos desafíos que se agregan a los tradicionales y vigentes. La experiencia con los recientes gobiernos progresistas del continente, sin embargo, no parece muy alentadora. C. Kay y L. Vergara en la Introducción a una recopilación de ensayos sobre el tema lo advierten: “[…] argumentaremos que la mayoría de ellos no han tenido la capacidad o la voluntad de alterar el modelo de desarrollo rural heredado del proceso de mundialización neoliberal. Si bien la pobreza rural ha disminuido, sobre todo debido a los pagos de bonos y el aumento del salario mínimo por los gobiernos de izquierda, los niveles de desigualdad siguen siendo altos, aunque en algunos casos han disminuido ligeramente. Todos estos gobiernos, en diferente medida, han movilizado en sus discursos públicos las ideas de soberanía alimentaria o el Buen Vivir, pero muy pocas de sus políticas agrarias más importantes están orientadas a construir un nuevo modelo post-neoliberal de desarrollo rural”5.
La distribución de la tierra, hoy en día, sigue siendo en Latinoamérica extremadamente desigual. Y Colombia exhibe los peores indicadores. Latifundio autodenominado ganadero que es a la vez una de las fuentes del poder. La pobreza rural sigue siendo, en todas partes, aterradora. En Colombia, a ella se le debe añadir la violencia interminable que cobra miles de víctimas, haciendo de la vida cotidiana de las familias campesinas una pesadilla, y que produce periódicamente desplazamientos hacia las ciudades. Todo ello bastaría para concluir que la reforma agraria, incluso en el sentido clásico, sigue siendo aquí una alternativa necesaria y urgente. Para un gobierno que ha despertado tantas expectativas en el pueblo, es sin duda una verdadera prueba de fuego.
1 Como se sabe, en Colombia, la colonización ha sido un rasgo fundamental y permanente de su conformación. Pero, lejos de servir como válvula para aliviar la presión del problema agrario, lo que nos ha dejado es una estructura de tenencia de la tierra en donde o no hay títulos de propiedad o no son claros, abundan los litigios, dada, entre otras cosas, la extrema concentración por la fuerza, y no existe un verdadero catastro que defina registros y avalúos. Por otra parte se ignora la superficie todavía en manos del Estado y la “adjudicación de baldíos” se ha convertido en un arma al servicio de los poderes existentes.
2 La idea era obtener de los terratenientes o bien una explotación adecuada de la tierra o bien su venta, para ser repartida, mediante la presión de un impuesto. En algunos contextos se ha hablado de aplicación de una “renta presuntiva”, es decir, de acuerdo, no con la declarada sino con la potencialidad del suelo. El primero que, en Colombia, lo propuso fue L. Currie en 1949. Obviamente se trataba de una alternativa a la reforma agraria que se consideraba políticamente inaceptable, y sobre todo, pensando, como prioridad, en el incremento de la productividad agropecuaria.
3 La tradición Marxista-Leninista, proveniente de la elaboración de la socialdemocracia decimonónica (Kautsky), no se apartaba mucho de esta dogmática. La pequeña propiedad campesina, el modelo “norteamericano” de desarrollo capitalista de la agricultura –se decía – era la vía más democrática, pero no dejaba de ser una concesión a las tareas “antifeudales” del pasado que debía ceder su lugar, en algún momento posterior, a la industrialización (gran empresa y trabajo asalariado) del sector agropecuario.
4 Ver: Hidalgo F., Francisco, ed. Agriculturas campesinas en Latinoamérica: propuestas y desafíos. Editorial IAEN, Quito,1.ª ed.,2014.
5 Ver: Cristóbal Kay [et al.] La cuestión agraria y los gobiernos de izquierda en América Latina: campesinos, agronegocio y neodesarrollismo CLACSO, Buenos Aires, 1a ed, 2018. Libro digital, PDF.
Reforma agraria, ahora sí
Héctor Mondragón
Los grandes medios de comunicación y gremios han hablado de una “ola de invasiones de tierras”. En realidad, las ocupaciones de predios rurales por campesinos y comunidades indígenas y afro en el país, especialmente en Cesar y Cauca, tienen 17, 14, 12, 9 u 8 años y en el más alto porcentaje ocurrieron durante el gobierno de Duque. La causa no ha sido el nuevo gobierno sino el acaparamiento de tierras por grandes propietarios.
Como lo manifestó el presidente Gustavo Petro, la solución no ha podido ser ni puede ser obra de la policía o del ejército. Depende en cambio de la devolución de las tierras de los desplazados y la reforma agraria. Para la realización de la reforma agraria ahora hay que partir de la nueva situación, en la cual las organizaciones del campesinado, indígenas, afro y obreros rurales son una parte fundamental del gobierno. Antes, tuvieron que enfrentarse a los proyectos de los gobiernos de turno, la mayoría de las cuales fueron sumamente regresivos.
Resistiendo el acaparamiento de tierras se presentaron movilizaciones, proyectos de ley y demandas ante la Corte Constitucional, y se consiguieron normas que reconocieron derechos indígenas y regulan las reservas campesinas y los afrocolombianos conquistaron la ley 70 de 1993. Muy importante, la Corte Constitucional anuló la ley forestal y el estatuto rural de Uribe. Las contrarreformas agraria y laboral fueron sin embargo la tendencia, sostenida por el desplazamiento forzado de millones de personas y el asesinato de miles líderes sociales.
El milagro de la segunda vuelta que eligió a Petro tenemos que repetirlo para lograr la reforma agraria: la conjunción de dos factores: por una parte, la política amplia de alianzas, con sectores progresistas. Y por otra, lo fundamental, la gigantesca movilización social, la movilización de los barrios populares de las grandes ciudades, de la juventud, de las mujeres, de los artistas, de los que participaron en el paro nacional de 2021, y de las comunidades rurales que demostraron su enorme capacidad en los paros, en las elecciones y ahora tendrán que estar al frente.
Ahora, tenemos un conjunto integral de proyectos de cambio que no sólo se refieren a lo agrario o a la reforma agraria, que como toda los cambios que proyecta el nuevo gobierno depende de la reforma tributaria y del Plan. Nacional de Desarrollo.
Se necesita también hacer efectivos los impuestos a la que se llama plusvalía urbana por cambio de uso del suelo. Colombia tiene una ley de “participación en la plusvalía urbana” desde 1997, pero en realidad sólo se aplica para la valorización de las obras públicas como impuesto de valorización, pero no aplicado cuando se cambia el uso del suelo y el dueño de esa propiedad se enriquece, por ejemplo porque se establece una zona franca o se permite la urbanización.
Esto también tiene que ver con el ordenamiento del suelo alrededor de las ciudades, porque tenemos que conservar los suelos aptos para agricultura que a la vez forman parte de lo ambiental, ecológico y desde luego de lo agrario. Si permitimos que nuestras mejores tierras agrícolas sean urbanizadas, se provoca la carestía de alimentos y el déficit de alimentario.
Por otra parte son urgentes todas las medidas relativas a la paz, los acuerdos de paz, sin paz en el campo pues no tendremos nada. Necesitamos la paz, porque sin ella la tierra siempre es insegura. Sabemos que sin reforma agraria no hay paz, pero ahora sabemos también que sin paz no hay reforma agraria.
Es necesario realizar la sustitución de cultivos, pero no se logrará con simples programas locales, demanda enfrentar las drogas de una forma diferente a la fracasada “guerra contra las drogas”, que es la farsa más grande de la historia de la humanidad, que sólo ha servido para que la droga esté cara y la mafia tenga más recursos, más armas y la violencia en Colombia y otros países tenga gasolina para encenderse.
Se necesita un nuevo acuerdo internacional, que permita un inédito enfoque sobre drogas, tal y como lo afirmó el presidente Petro ante la asamblea de las Naciones Unidas. Más, cuando en el caso particular de la marihuana, ya hay 17 estados de Estados Unidos que han regulado su uso recreativo, también Canadá, Uruguay, y Holanda. Esto no significa hacer apología de estas sustancias, sino de enfrentar su consumo de una forma inteligente y más eficaz.
Además, hay que renegociar el TLC con Estados Unidos porque mientras la importación de alimentos siga aumentando, el campesino compitiendo con maíz o leche subsidiados, no tendrá forma de obtener un ingreso digno, por más tierra que le den. Se necesita también reconstruir la institucionalidad agropecuaria para disponer de crédito público de fomento, generación de tecnología limpia y adecuada para los productores locales y alternativas de mercadeo y procesamiento de los productos.
Es muy importante recordar que no estamos sólo por un proyecto o unos proyectos de ley. Hay un programa común aprobado por indígenas, afro y campesinos, el Mandato Agrario de 2003. Fue y es una propuesta de reforma integral de la ruralidad que une los aspectos ecológico y alimentario con la territorialidad.
La territorialidad campesina, por ejemplo, que se expresa en las reservas campesinas pero que también se puede expresar en distritos campesinos como los de Medellín o en territorios campesinos agroalimentarios como algunos proponen. Los resguardos indígenas, los territorios colectivos afro, todas estas formas de territorio están en el programa que es el Mandato Agrario de 2003, lo aprobamos hace ya 19 años y estamos a punto de comenzar el proceso para llevarlo a la práctica.

https://www.semillas.org.co/es/lo-ultimo/poltica-de-tierras-en-el-marco-de-la-implementacin-del-acuerdo-final-de-paz-2
Cómo ya señalaba el mandato agrario, la ruralidad se ha vuelto un problema urbano fundamental y ahora somos conscientes de que sin campesinos no hay alimentos, la alimentación de los colombianos será con los campesinos o no será. Entonces, la población de las ciudades pasa a tener conciencia de que se necesita una reforma agraria.
En los acuerdos de paz se habla de reforma rural integral, pero prefiero hablar de reforma integral de la ruralidad porque la ruralidad es el problema no sólo en el campo sino en la ciudad y ese es el principal problema urbano en este momento, porque necesitamos es una soberanía y una seguridad alimentaria en las ciudades, necesitamos una sostenibilidad ambiental de las ciudades, necesitamos un cambio de las relaciones de poder entre lo urbano y lo rural, de manera que las comunidades rurales pueden participar en las decisiones.
Por eso es clave la aprobación por el Congreso del proyecto que reconoce al campesinado como sujeto de derecho e incorpora en nuestra Constitución la Declaración de Naciones Unidas sobre derechos del campesinado, así como del Convenio 141 de la OIT sobre negociación y derecho de asociación y organización de los trabajadores rurales.
Se trata de modifican la relación de poder entre lo urbano y lo rural e integrar a la ruralidad del poder del país. Igualmente la relación entre capitalistas y las comunidades, porque no es correcto que en nombre del desarrollo se desaloje a la gente. Gritan que no debe haber expropiación pero expropian a la gente, para las mineras, petroleras o hidroeléctricas.
Tiene que cambiar la relación con los grandes terratenientes y los trabajadores. Mientras en Colombia grandes cantidades de tierra están dedicada la especulación, esta es compensada con la explotación de los asalariados rurales, por lo que los trabajadores de la palma africana y los corteros de la caña de azúcar han hecho grandes huelgas. Porque se les quería y se les quiere negar el derecho de sindicalización y sus derechos básicos como trabajadores, cuyo reconocimiento hace parte de una reforma integral de la ruralidad, como también la reforma agraria.
Veamos algunos datos sobre propiedad de la tierra que muestran la inequitativa distribución de la propiedad. Según un estudio de Ricardo Bonilla y Jorge Iván González, el 58 por ciento de los propietarios tiene sólo el 1 por ciento de la tierra, mientras que el 0.6 de los propietarios tiene el 53 por ciento de la tierra en propiedad. No se incluye a quienes no tienen tierra en propiedad. Se trata de quienes son propietarios y de propiedades.
El censo del 2014 registra las unidades de producción, que no podemos confundir con las propiedades. Una unidad de producción puede tener varios propietarios o un propietario pueden tener varias unidades de producción. Las unidades de producción de más de 500 hectáreas son sólo el 0,7 por ciento y tienen el 41 por ciento del área, mientras que las de menos de 5 hectáreas son el 69 9 por ciento y tienen en porcentaje el 4,4 del área, gente que en este momento está aprovechando al máximo sus pequeñas fincas.

Las pequeñas propiedades que son sólo el 14 por ciento del área total, tienen el 39 por ciento del área agrícola del país, mientras que las medianas que tienen el 26 tienen el 32,5 y en cambio las grandes que tienen el 59,8 por ciento del área total tienen solamente el 28,6 por ciento del área agrícola, porque la gran propiedad se dedica a la ganadería extensiva. Objetivo de la reforma agraria, vital para la economía y para la paz, son millones de hectáreas aptas para la agricultura que no están siendo aprovechadas para cultivarlas. La ganadería usa 38 millones de hectáreas, de las cuales sólo 20 millones son aptas para ganadería. Fedegan ha acordado con el presidente Petro que los ganaderos venderán 3 millones de hectáreas para la reforma agraria.
El Censo Nacional Agropecuario de 2014 registró que las tierras aprovechadas son 39 millones de hectáreas, pero están dedicadas a cultivos tan sólo el 19 por ciento de esa superficie es decir 7,4 millones de hectáreas. Hay 21 millones de hectáreas aptas para agricultura, según los cálculos del Igac, lo que significa que por lo menos tenemos 13 millones 600 mil hectáreas que son objetivo de una reforma agraria, para que esas tierras se cultiven.
La concentración de la propiedad, tanto de la tierra como de las empresas en el campo, nos produce en la ciudad la concentración de los alimentos y entonces vemos que según un estudio del sector dirigido por Diego Yépez, en Bogotá en el año 2003 los estratos 1 2 y 3 no alcanzaban al mínimo de proteínas necesarios para tener una vida humana normal y los estratos 1 y 2 no alcanzaban al mínimo de vitaminas y a lo único que estos estratos alcanzan es a tener el mínimo de harinas, por lo que la gente en el estrato 1 y 2 tiende a ser gorda y desnutrida, mientras en el estrato 6 la gente recibe el doble de proteínas y vitaminas que necesita para sobrevivir.
La población de Bogotá del estrato 2 que está desnutrida totalmente, tiene 35 por ciento de la población y el 3, al que le faltan proteínas otro 42 por ciento, luego entre los 2 y el 3 son más del 80 por ciento de la población, y uno de sus retos es luchar por una alimentación por solucionar el problema del hambre.

Sin duda, una de las primeras tareas del nuevo gobierno, que tiene que ver directamente con la reforma agraria, es el plan de lucha contra el hambre Al respecto hay que recordar iniciativas populares: el Consejo Regional Indígena del Cauca se movilizó a Popayán en plena pandemia para darle comida a los barrios populares y eso lo hizo en coordinación existosa con las juntas comunales y otras organizaciones de barrios populares del sector urbano.
Algo así se vio en Brasil con programas de ayuda de los campesinos MST a la población urbana durante la pandemia y en cierto modo lo vimos también en el 2021 cuando los productores de papas vendieron el fruto de su trabajo en Bogotá. Fue una movilización directamente hecha por los campesinos con ayuda de municipios y departamentos y también de la gente de Bogotá que salió a comprar. En el Distrito Capital, en Medellín y otros lugares hay una experiencia con los mercados campesinos.
La ministra de la Cultura ha dicho que los mercados campesinos no sólo son importantes por su aporte económico y nutricional sino que lo son por su aporte cultural y político, porque nos recuerdan nuestras raíces. Los canales comerciales alternativos serán también parte de la reforma integral de la ruralidad.
Acciones urgentes necesarias para iniciar las acciones de reforma agraria
1. Firmar la Declaración de Naciones Unidas sobre los derechos de los campesinos.
2. Constituir la Zona de Reserva Campesina de Sumapaz y las demás, con trámites completos.
3. Deslindes de ciénagas y playones que han sido apropiados por grandes propietarios.
4. Adelantar en el proceso de restitución territorial del pueblo Nükak, así como de otros resguardos y territorios colectivos despojados.
5. Incluir en el Plan Nacional de Desarrollo artículos que modifiquen la estructura de la Agencia Nacional de Tierras y dotarla de presupuesto suficiente para su compra.
6. Adquirir las tierras necesarias para resolver los conflictos en el norte del Cauca y Cesar.
7. Presentar a los Diálogos regionales vinculantes las propuestas de reforma agraria y reforma integral de la ruralidad.
Transformación del campo colombiano en el actual escenario político
Esperanzas, retos y preocupaciones
Germán Vélez*
El Estado colombiano desde hace más de medio siglo tiene una deuda histórica con el campo y especialmente con los pueblos y comunidades étnicas y campesinas. Deuda que tiene su origen en las políticas rurales y agrarias regresivas, generadoras de profundos conflictos socioambientales y de violencia en los territorios y vulneración de los derechos humanos, las cuales se expresan en la concentración desmedida de la propiedad de tierra en pocas manos, en actividades extractivas minero-energéticos o productivas insostenibles como la deforestación, ganadería extensiva, producción agroindustrial, cultivos de uso ilícito y otras economías ilegales, entre otras. Estas actividades han generado destrucción y degradación de ecosistemas, el despojo y control territorial y de los bienes comunes –bosques, suelo, agua, biodiversidad–, acaparamiento de la tierra y expulsión de familias y comunidades de sus territorios con la aniquilación de sus formas tradicionales de producción y de los medios de sustento (Ver recuadro).
En el nuevo escenario político, llegan vientos de cambio
En el actual escenario político del país el nuevo gobierno se ha comprometido a realizar reformas en las políticas públicas en diversos campos y sectores de la política, la economía y en algunas instituciones. Con respecto a las políticas públicas ambientales y rurales, los cambios se centrarán en la protección de los ecosistemas, la adaptación al cambio climático, revertir los conflictos territoriales y socioambientales, avanzar en la solución de la deuda histórica del Estado con el campo, especialmente con los campesinos y las comunidades étnicas. El propósito del gobierno es volver a Colombia potencia agroalimentaria, garantizar la autosuficiencia alimentaria nacional y alcanzar una paz total en los territorios. Se buscará que las poblaciones rurales más vulnerables puedan defender y vivir de forma digna y armónica sus territorios, que tengan acceso a la tierra y a los medios productivos, como lo señala el informe del empalme del sector agropecuario del nuevo gobierno1.
Diversos sectores sociales y las organizaciones y comunidades étnicas y campesinas, desde hace décadas han reivindicado y luchado, frente a diversos gobiernos, reformas, cambios estructurales en políticas públicas rurales y apoyos prioritarios que se deben realizar a las comunidades de los sectores agropecuarios2. Aunque algunas de las propuestas formuladas por el gobierno coinciden con las que han planteado las organizaciones sociales y locales, otras reivindicaciones y luchas sobre problemas y conflictos no serán resueltas, por lo que continuarán siendo parte de las agendas de los pueblos y comunidades en el campo. Resaltamos algunos de los temas en donde se tienen coincidencias en agendas comunes:
Un tema prioritario en la política del gobierno es implementar la reforma rural integral del Acuerdo de Paz en aspectos como la democratización de la tierra, la formalización de la propiedad rural y la reorientación del catastro multipropósito en torno al ordenamiento territorial en función de la protección de la naturaleza y la vida; fortalecer el sistema nacional de reforma agraria y desarrollo rural campesino y con ello dar cumplimiento a los Puntos 1 y 4 del Acuerdo de Paz con énfasis en el Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet) y el Programa Nacional Integral de Sustitución (Pnis); también la creación de la jurisdicción agraria ambiental para dirimir conflictos en la tenencia de la tierra lo que implica armonizar la política de restitución de tierras con la reforma rural integral y los programas de reparación colectiva, igualmente garantizar los derechos territoriales colectivos ancestrales y la restitución de tierras a las víctimas del conflicto armado.
El gobierno avanzará en la constitución de Zonas de Reserva Campesina, en los territorios campesinos agroalimentarios y el fortalecimiento de los Distritos Campesinos. Se le dará énfasis a los planes de ordenamiento territorial de los territorios, la promoción de los usos adecuados del suelo y la definición de la vocación alimentaria; se buscará dotar a las poblaciones rurales de servicios públicos y sociales fundamentales y el acceso con enfoques diferenciales territoriales, en aspectos como infraestructura, conectividad, extensión agropecuaria de calidad, comercialización, financiación y aseguramiento de la producción. También se plantea que se debe modificar la normatividad sobre licencias ambientales de proyectos de gran impacto, de tal forma que permita proteger la producción de alimentos y garantizar la participación de las comunidades en la toma de decisiones, entre otros compromisos.
Un asunto central que se ha comprometido el gobierno es la adopción de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos, incorporando en la Constitución el reconocimiento de los campesinos como sujetos de derechos. También se implementará una política integral para las mujeres rurales, que reconozca y apoye el trabajo y el rol de las mujeres del campo, propiciando condiciones de igualdad y equidad, que garantice sus derechos a la participación en la definición de las políticas rurales y a una alimentación adecuada. Igualmente el gobierno se ha comprometido a incorporar políticas para frenar el hambre y avanzar hacia el sistema progresivo para la garantía del derecho humano a la alimentación adecuada, mediante la superación de la desigualdad y la garantía de los derechos de los pueblos étnicos y comunidades campesinas y el reconocimiento de sus territorialidades.
[…] otras reivindicaciones y luchas sobre problemas y conflictos no serán resueltas, por lo que continuarán siendo parte de las agendas de los pueblos y comunidades en el campo.
Ahora bien, una cuestión fundamental para los pueblos y comunidades étnicas y campesinas es la definición de políticas públicas que permitan la conservación y protección de la biodiversidad y los saberes ancestrales. En este aspecto las organizaciones sociales le han planteado al gobierno nacional que para proteger este patrimonio genético y cultural se debe revisar y modificar Convenios internacionales (Convenio Upov y Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos, Tirfaa) y las leyes nacionales relacionados con la protección de la propiedad intelectual, la normatividad de bioseguridad sobre cultivos transgénicos, la certificación fitosanitaria. Es en este contexto que se plantea que el Estado debe reconocer a las semillas nativas y criollas como bien común de los pueblos, libres de propiedad intelectual, permitiendo su libre uso, distribución y comercialización por los agricultores; también en aplicación del Principio de Precaución, se debe adoptar una prohibición expresa de las semillas y cultivos transgénicos.
En el empalme del gobierno, uno de los temas críticos identificado respecto a la política que debe revisar y modificar sobre ciencia, tecnología e innovación del sector agropecuario, es El Plan Estratégico de Ciencia, Tecnología e Innovación Agropecuaria, Pectia, 2017-2027, que es el marco orientador de la política encaminada a promover el cambio técnico, la generación de valor y la evaluación de sus resultados respecto de la sostenibilidad, la productividad y la competitividad, mediante el desarrollo de tecnologías para el uso de la biodiversidad, la biotecnología, la agricultura digital y los sistemas productivos agroindustriales para los mercados agroalimentarios internos y externos, la conformación de alianzas con los entes y actores de las cadenas productivas. El Pectia considera que la propiedad intelectual agrícola tiene connotaciones económicas y comerciales muy importantes para la gestión de proyectos de investigación que beneficie el sector agropecuario y la transferencia de tecnología protegible.
Así mismo, el empalme recomendó modificar la ley 1876/2017 del Sistema Nacional de Innovación Agropecuaria, Snia, que tiene como objetivos generar acciones de investigación, innovación y transferencia tecnológica para mejorar la productividad, competitividad y sostenibilidad del sector agropecuario para aprovechar las oportunidades de mercado. El Snia garantiza el cumplimiento de las normas nacionales e internacionales de propiedad intelectual adoptadas por el país; reconoce y promueve las innovaciones tecnológicas “modernas”, como las únicas válidas, pero se desconoce que los pueblos étnicos y comunidades rurales realizan innovación tecnológica, que deben ser reconocidos y protegidos. Se privatiza el servicio público de extensión agropecuaria, que será implementado principalmente por operadores privados provenientes de los gremios agroindustriales.
Importación de alimentos vs. producción industrial o agricultura campesina
No obstante, los anuncios hechos en estas primeras semanas de gobierno nos dejan algunas preocupaciones. Una de las prioridades del gobierno en el tema agroalimentario es sustituir progresivamente la importación de alimentos y de insumos agropecuarios, por una producción nacional. Se plantea que Colombia debe volver a ser autosuficiente y para ello se propone aumentar progresivamente la siembra de maíz y soya, en áreas con potencial agrícola, de tal forma que se logre suplir la demanda del mercado interno de alimentos.
Para lograrlo se señala que se debe industrializar, modernizar e innovar en la producción de alimentos, para avanzar en la productividad y competividad. Genera mucha inquietud y preocupación este enfoque puesto que el gobierno, para recuperar la producción nacional, pone en la misma balanza y en coexistencia a la industrialización del campo y la agricultura campesina y comunitaria, lo que podría llevar nuevamente a que predomine solo el fortalecimiento de la primera y se subordine y se afecte la segunda.
Las organizaciones y comunidades étnicas y campesinas se hacen preguntas de fondo como:
– ¿Para lograr una mayor productividad y eficiencia, mediante qué modelos productivos, innovaciones tecnológicas y semillas?
– ¿Quiénes los controlarán y se beneficiarán realmente y quiénes resultaran afectados?
– ¿Es compatible la industrialización de la producción agroalimentaria y la producción con enfoque agroecológico de comunidades étnicas y campesinas?
Miremos lo que ha planteado recientemente al respecto el presidente Petro y la ministra de agricultura Cecilia López:
Durante su encuentro con los integrantes de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, en Nueva York el 19 de septiembre, el Presidente planteó que “Colombia es una de las últimas zonas del mundo donde se puede expandir la frontera agrícola y que la Altillanura colombiana y venezolana es un lugar con potencial para la producción agroalimentaria. Necesitamos articular un modelo entre la gran corporación y la producción familiar campesina; el país puede combinar dos modelos de producción agrícola en la Altillanura, con el fin de enfrentar el hambre en el país, y a su vez poder exportar alimentos al mundo, siempre y cuando se respete la biodiversidad nacional; ambas formas productivas no son antagonistas y se pueden conjugar los dos modelos, el que ya la economía desarrollada ha expandido, que es el de las grandes corporaciones agroindustriales y el modelo de producción de la familia, de la mujer campesina; se generarían dos rieles en la agricultura colombiana, la de gran escala, con fines de exportación, y la del campesino, con fines de democracia, de Paz Total”.
Y añadió en su intervención que “Para lograr este objetivo hay que hacer un esfuerzo en infraestructura para los dos modelos, como distritos de riego y conectividad; pero también impulsar la asociatividad o el cooperativismo, con el fin de saltar de la producción de la materia prima en bruto, como el maíz, por ejemplo, hacia la agro industrialización, generando más valor agregado y riqueza. La base de un proceso de industrialización en Colombia es para nosotros un objetivo. Y todo parte de una base que es la tierra, que hoy disponemos, pero no usamos”.
La ministra Cecilia López, igualmente con el mismo enfoque, planteó recientemente que se buscará volver a Colombia una potencia agroalimentaria y se realizarán las transformaciones que requiere el campo para que el país pueda suplir la producción agroalimentaria; se va a priorizar la implementación de la Reforma Rural Integral del acuerdo de paz y el reconocimiento y apoyo de las economías étnicas y campesinas. Aunque también señaló que le darán prioridad al fomento de la producción agroindustrial en aspectos como: establecimiento de cadenas productivas que vinculen a los grandes, medianos y pequeños productores; promoción de sistemas productivos y cadenas de valor sostenibles, para lograr un ecosistema agroindustrial diversificado, justo y que apunte a resolver el problema del hambre, basado en la innovación y la excelencia sanitaria; la dotación de infraestructura productiva y de bienes públicos territoriales, el fortalecimiento digital de la extensión agropecuaria, la comercialización agropecuaria mediante circuitos cortos, las compras públicas y el fomento del comercio exterior; la conformación de alianzas entre los productores y la cadena agroindustrial y la reducción del costo de los insumos del sector agropecuario, entre otros.
Asimismo, la Ministra de Agricultura en una audiencia pública sobre el Proyecto de Acto legislativo que modifica el artículo 81 de la Constitución, que pretende prohibir las semillas transgénicas en el país, en su intervención no descartó que se puedan utilizar estas tecnologías para superar el atraso que tiene el país en ciencia y tecnología, avanzar en la industrialización del campo y mejorar los índices de productividad en la producción de los alimentos, especialmente de soya y maíz, de tal forma que se logre sustituir la importación de estos productos por la producción nacional. También la Ministra señalo que Colombia ha adquirido compromisos internacionales mediante los Tratados de Comercio suscritos, que deben ser respetados bajo los estándares acordados por las partes, en los temas de protección y adopción de tecnologías.
Este planteamiento de la Ministra deja muchas dudas y preguntas sobre los modelos productivos que impulsará la política pública del sector agropecuario, puesto que aún no es claro con qué tipo de tecnologías se promoverá la producción nacional de maíz y soya, teniendo en cuenta que hoy en el mundo la mayor parte de la producción industrial de estas leguminosas es transgénica y actualmente en el país se siembran más de 150.000 hectáreas de maíz transgénico y se proyecta a la altillanura como la última frontera agrícola, en donde se pretende extrapolar el modelo del agronegocio de la soja y maíz transgénico del cerrado brasileño, mediante tecnologías que, luego de tres décadas, han demostrado ser un gran desastre ambiental y socioeconómico para las poblaciones rurales, pero un gran negocio para las transnacionales biotecnológicas. ¿Ese es el modelo que queremos y necesitamos en Colombia?
La adaptación al cambio climático y la transición energética
El gobierno plantea que es urgente la implementación de políticas públicas para la adaptación al cambio climático y la transición de la matriz energética, mediante un proceso de descarbonización de la economía y la promoción de iniciativas que reviertan y mitiguen los impactos ambientales adversos sobre ecosistemas estratégicos y generados por modelos productivos insostenibles especialmente del sector agroalimentario, así como el fortalecimiento del ordenamiento del territorio en torno al agua. Esto incluye la protección de ecosistemas estratégicos y detener la deforestación; la promoción de una política forestal, de ganadería sostenible y sistemas agroforestales, y la participación de las comunidades en la superación de conflictos por el uso de la tierra y el agua.
Respecto al tema de iniciativas para adaptación al cambio climático, en abril de 2022 finalizando el gobierno de Duque el Fondo Verde del Clima (FVC) aprobó el Proyecto: “Iniciativas climáticamente inteligentes para la adaptación al cambio climático y la sostenibilidad en sistemas productivos agropecuarios”3, para ser ejecutado en Colombia. La entidad acreditada es la Corporación Andina de Fomento (CAF) y el financiamiento del proyecto es de USD 100 millones, así: el FVC USD 73.283.080; los USD 16.300.000 restantes serán aportados por instituciones y entidades como: Biodiversity International y CIAT y los gremios productivos del sector agropecuario. El gobierno de Petro ha visto con buenos ojos este proyecto y considera que se enmarca en estrategias sostenibles para la adaptación al cambio climático.

El proyecto se implementará en 22 departamentos de las regiones Andina, Caribe, Pacífica y Orinoquía. El objetivo es cambiar el paradigma actual de producción agrícola, intensivo en uso de recursos y de escasas técnicas de adaptación, reduciendo la vulnerabilidad a los impactos del cambio climático mediante la adopción de agricultura digital y tecnologías de adaptación que buscan generar estabilidad del sector agrícola y reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. El proyecto abarca la ganadería y ocho cultivos: arroz, maíz, papa, caña de azúcar, caña de panela, café, banano y plátano. Los gremios agropecuarios incluidos en el proyecto están orientados más hacia los agronegocios que a la conservación y hacia una real solución a la crisis climática y alimentaria de los pueblos y comunidades basada en la agrobiodiversidad y la agroecología. Aunque se afirma que no introducirá organismos transgénicos, sí se incluye el uso de agroquímicos. El proyecto considera tres componentes:
– Agricultura digital y servicios climáticos para la modernización rural con énfasis sobre adaptación y mitigación, a través de la agricultura digital, el uso de big data y la inteligencia artificial, para modernizar el sistema de extensión agrícola y brindar servicios de información para reducir el riesgo de las condiciones agroclimáticas. Busca viabilizar las inversiones público-privadas.
– Mejora genética, técnicas de manejo de cultivos, para aumentar la resiliencia climática y el desarrollo agrícola bajo en carbono, mediante el desarrollo de nuevas variedades e híbridos resistentes al cambio climático y el fortalecimiento del banco de germoplasma; el uso eficiente de los recursos hídricos y del suelo, y otras medidas de adaptación y mitigación.
– Modelos de negocios innovadores e inclusivos a través de sistemas de innovación modernizados. Se espera generar ocho modelos de negocios (uno por gremio) y el diseño de productos financieros para las cadenas de valor agrícolas, brindando oportunidades comerciales para el sector privado.
[…] se proyecta a la altillanura como la última frontera agrícola, en donde se pretende extrapolar el modelo del agronegocio de la soja y maíz transgénico del cerrado brasileño, mediante tecnologías que, luego de tres décadas han demostrado ser un gran desastre ambiental y social.
En síntesis, podemos señalar que este proyecto hace parte de la nueva estrategia de las transnacionales y de los grandes inversionistas de sectores biotecnológicos, que buscan el control de los sistemas agroalimentarios a escala global y que ahora se presentan como las nuevas alternativas para enfrentar las crisis climáticas y alimentarias, pero que en realidad son “falsas soluciones” al cambio climático. En realidad es parte de una nueva estrategia de los sectores agroexportadores que pretenden mantener sus mercados en la era de la “descarbonización” de la economía. La agricultura climáticamente inteligente está relacionada con otras tecnologías como: agricultura digital, economía circular, agricultura 4.0 (inteligencia artificial robótica, Big Data e internet de las cosas). Estas tecnologías permiten acelerar la acumulación capitalista y facilitan los procesos de ocupación del territorio, frente a las cuales no pueden competir los pueblos y comunidades locales.
La agricultura climáticamente inteligente (ACI), se presenta como solución para enfrentar el cambio climático e incrementar el ingreso de los campesinos pobres, mediante el argumento que para lograrlo se necesita incrementar la productividad del modelo agroindustrial, pero en realidad busca engordar los mercados de carbono y aumentar las ganancias y el control de la agroindustria. Por el contrario, la agroecología que implementan las comunidades en sus territorios tiene como objetivo asegurar la alimentación de sus poblaciones y generar sistemas sostenibles. Son dos modelos distintos y antagónicos. Es evidente que la agricultura industrial ha contribuido más a la emisión de gases tipo invernadero, que la agricultura campesina. La ACI empuja a los productores campesinos y familiares a una dependencia de nuevas tecnologías que incluyen el uso de “variedades climáticamente inteligentes”, y semillas transgénicas, fertilizantes, agrotóxicos y créditos; todo bajo el nombre de la productividad, ignorando la mayoría de las técnicas tradicionales agrícolas sostenibles y el cuidado de semillas criollas que realizan los campesinos. En la práctica la ACI, ampliará el mercado de carbono y su uso para la especulación financiera.
Entonces, ¿hacia dónde se debería dirigir la producción nacional de alimentos?
De acuerdo con sus propósitos declarados de justicia social, para el gobierno es fundamental volver a Colombia nuevamente autosuficiente en la producción de alimentos y recuperar la producción nacional; se plantea que para lograrlo se debe industrializar y modernizar el campo, y alcanzar mayor productividad mediante la ciencia y la tecnología moderna. Se le dará prioridad a la producción industrial de maíz y soya, que son componentes fundamentales para garantizar el suministro de materia prima para la cadena agroalimentaria y la seguridad alimentaria nacional.
En general, todos estamos de acuerdo que el gobierno debe apoyar la producción nacional de alimentos y disminuir progresivamente su importación, pero en lo que no están de acuerdo la mayoría de las organizaciones campesinas, indígenas y afro, es el cómo se implementará esta política, quiénes serán involucrados y beneficiados, y mediante qué tipo de tecnologías. Tienen muchas dudas sobre la posibilidad de que la producción agroindustrial y la agricultura familiar y campesina puedan coexistir armónicamente y si no son modelos antagónicos, puesto que existen numerosas evidencias que muestran que la producción agroindustrial ha sido responsable de muchos de los conflictos socio-ambientales que tenemos hoy y que han aniquilado en muchas regiones la agricultura campesina y comunitaria.
Las organizaciones sociales le plantean al gobierno que la política rural debe darle prioridad y mayor relevancia a la transformación y transición desde los sistemas agroalimentarios insostenibles hacia producción nacional de alimentos mediante el fomento y apoyo de la agroecología familiar y comunitaria y el manejo del agua para la adaptación al cambio climático. El fomento de la asociatividad, el cooperativismo, la transferencia tecnológica y los circuitos cortos de comercialización de productos y de semillas, entre otras acciones. En el mundo en general y en Colombia en particular existen evidencias científicas que demuestran que la producción agroecológica es más productiva, eficiente, protectora del ambiente y resiliente al cambio climático que los monocultivos agroindustriales. Si las políticas públicas del sector agropecuario lograran un apoyo real, integral y amplio a las poblaciones rurales, mediante las agriculturas alternativas y agroecológicas, el país podría alcanzar nuevamente la autonomía alimentaria, sin afectar y sí proteger el medio ambiente.
Es claro que la crisis socioambiental del campo colombiano es tan profunda que no es posible resolverla en un periodo de gobierno, ya que muchos de los problemas y conflictos de vieja data, como el de la tierra y la violencia, son estructurales y se requiere hacer reformas de fondo en la política pública rural, en la institucionalidad, en los marcos jurídicos, en los enfoques e instrumentos tecnológicos, pero es posible empezar.
Para ello es fundamental la disposición y el compromiso para el cambio de todos los sectores de la sociedad. Las promesas de la campaña electoral y en este comienzo del gobierno del Pacto Histórico, han generado en las organizaciones sociales muchas expectativas y esperanzas respecto a los cambios que el gobierno se ha comprometido realizar. En realidad buena parte de la agenda política del actual gobierno en temas ambientales y rurales coincide con muchas de las reivindicaciones históricas de los movimientos indígenas, afrodescendientes y campesinos, pero también existen desencuentros y contradicciones que continuarán siendo parte de la problemática territorial y socioeconómica a resolver.
Es por ello que las organizaciones sociales y locales deben mantener vivas y fortalecidas sus agendas de políticas, así como sus estrategias de lucha y movilización, de forma independiente de las políticas del Estado. Gran parte del país percibe que existe una real voluntad de cambio del gobierno pero también que son enormes las dificultades que tendrá que enfrentar para gobernar un país con profundas crisis y en el que muchas estructuras de control y poder regresivas están aún atornilladas. La sociedad continúa polarizada entre extremos políticos y la violencia se ha profundizado. Si bien es probable que por primera vez en el país ocurran cambios que nos ayuden a salir del abismo al que hemos llegado, muchos de los conflictos y políticas seguirán siendo obstáculos reales: los movimientos sociales seguramente encontrarán en el camino muchas piedras que tendrán que remover para alcanzar los sueños colectivos y para lograr la anhelada paz total. λ
1 Informe completo de empalme del sector agrario. Diagnóstico y recomendaciones del empalme del sector agro, “hacia un nuevo campo colombiano”, julio 27 de 2022, p. 116.
2 Declaración de Agenda Nacional Campesina de Colombia, Bogotá, 14 de julio de 2022
3 https://www.greenclimate.fund/document/gcf-b31-02-add01
* Grupo Semillas: [email protected]Recuadro
Problemas estructurales en el sector agropecuario
La situación en el campo colombiano es crítica y se evidencia en algunas de las conclusiones y aspectos críticos, señalados por el equipo del empalme del sector agropecuario del actual gobierno.
En los temas de tierras se identificó una compleja problemática en aspectos críticos como:
– El área de la frontera agropecuaria es de 39.600.143 hectáreas, de las cuales 28.630.031 hectáreas, es decir el 72 por ciento se reportan como pastos, mientras que sólo el 18,3 restante (7.262.941 hectáreas), se dedican a la agricultura.
– De 37 millones de hectáreas aptas para producir alimentos, 22 millones se podrían utilizar para agricultura y solo 15 millones para ganadería.
– Solamente el 36,4 por ciento de los hogares del campo tiene acceso a tierras y se presenta una altísima microfundización; el 40 por ciento de los predios dentro de la frontera agrícola tienen menos de media hectárea de tierra y el 70 por ciento de los predios no superan las 2.5 hectáreas.
– Los procesos agrarios en curso representan 3,9 millones de hectáreas, están detenidos y represados y es muy lenta en la adjudicación de baldíos de la nación, tampoco se ha avanzado en el catastro multipropósito, en las solicitudes territorialesde los pueblos étnicos y campesinos; de 2.6 millones de predios informales que se estima en el país la Agencia Nacional de Tierras ha avanzado en la formalización de solo el 1 por ciento, a este ritmo le tomaría 256 años terminar la formalización.
Respecto a la problemática del sector agropecuario, se identificaron situaciones críticas como:
– El Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural presenta una enorme dispersión y desarticulación institucional en la implementación de políticas públicas de desarrollo rural de las entidades del sector agropecuario.
– Actualmente el país importa 13 millones de toneladas de alimentos, de estas 5.6 millones corresponden a maíz amarillo y 2 millones a soya. Más de la mitad (57,5%) corresponden con la necesidad de abastecer la demanda de proteína animal.
– Las cadenas agropecuarias estratégicas (banano/plátano, palma de aceite, flores, café y caña de azúcar), responden claramente a un modelo económico agroexportador.
– La política de extensión agropecuaria del Sistema Nacional de Innovación Agropecuaria, Snia, carece del enfoque de derechos, está centrada en la demanda de las empresas privadas y se excluye el reconocimiento y protección de las iniciativas de innovación tecnológica popular y de investigación de las comunidades étnicas y campesinas; tampoco se cuenta con una política fitosanitaria que se ajuste a las condiciones de los pequeños productores.
– Los programas de asociatividad y cooperativismo rural son débiles y no están articulados.
– No existe voluntad política del Ministerio de Agricultura para implementar la resolución 464 sobre agricultura campesina, familiar y comunitaria; tampoco se cuenta con una política nacional que fomente y apoye la agroecología como estrategia de desarrollo rural.
– El 60 por ciento de los productores rurales en Colombia son pequeños y la mayoría sin acceso a inversión, crédito, seguros y extensión agropecuaria.
– En el país no existe una política forestal y de ganadería sostenible, que permita superar los conflictos de uso y la mitigación de impactos ambientales y el cierre de la frontera agrícola.
– El hambre y el derecho a la alimentación de la población son problemas dramáticos en el país; según la FAO, 4,4 millones de colombianos padecen hambre crónica y 8,5 millones se encuentran en condición de inseguridad alimentaria.
* Informe completo de empalme del sector agrario. Diagnóstico y recomendaciones del empalme del sector agro “hacia un nuevo campo colombiano”, Bogotá, 27 julio 2022, p. 115.
El campesinado colombiano: entre el reconocimiento y la declaración de sujeto de especial protección
Carlos Salgado Araméndez*
Un contexto complejo
La sociedad colombiana se encuentra en un tiempo en el cual un amplio porcentaje de la población espera, con aire de esperanza, que algunos de las situaciones que configuran el actual estado de cosas encuentre vías de solución política. Por “actual estado de cosas” se pueden entender muchas cosas, valga la redundancia, pero se podría entender que se reparen en algo las injusticias, desigualdades y las violencias que vulneran la condición humana de sectores de la población.
Se tiene que decir también que hoy en día no es suficiente con pensar estas vulneraciones en el campo específico de lo humano, porque la vulneración a que son sometidas otras especies animales y vegetales (peligro de extinción, agotamiento de ecosistemas), la extracción inmisericorde de minerales, la expansión de la inteligencia artificial a casi todos los procesos de la economía, la cultura y la vida, y este revuelto de las dinámica de producción y consumo que conduce a una dramática crisis climática, generan cada vez, con mayor insistencia y de nuevo, la pregunta sobre el qué y cómo hacer.
Ahora, hay muchos argumentos y respuestas desde otros tantos puntos de vista, pero va ganando consenso –o a esta esperanza nos aferramos– la idea según la cual en estos tiempos la política se debe hacer teniendo presente 4 consideraciones: 1) el reconocimiento explícito de las mujeres y de las minorías discriminadas; 2) el enfoque ambiental, que se disputa en un amplio campo entre las sociedades sustentables y la economía verde, como enfoques por el Buen Vivir o por el desarrollo; 3) las acciones frente a la crisis climática, y 4) la resolución de las injusticias y desigualdades, que va desde la manida lucha contra la pobreza –manida por lo poco útil hasta ahora– hasta el cuestionamiento a la manera absurda como se han concentrado la riqueza y el patrimonio, exigiendo que este sea un tema de debate y diseño de políticas públicas impositivas e, incluso, de un nuevo modelo poscapitalista.
Las razones para adentrarse en estas consideraciones son poderosas, pero resaltamos dos. Una, la crisis climática pone en riesgo a muchas especies en el planeta, pero, en particular, como recalca en sus charlas el maestro Gustavo Wilches, el mayor riesgo está en si la especie humana podrá seguir viviendo en esta casa, porque, de resto, el planeta se salva solo. Dos, la potencial inutilidad de un alto porcentaje de la población trabajadora para un modelo productivo basado en el tecnohumanismo, sustentado en la infotecnología y la biotecnología.
Si la primera razón es inexorable, la preocupación central será el cómo divertirse sanamente en tanto ocurre. Pero actuar para contrarrestar esta razón, implica preocuparse también por la segunda. Hay muchos estudios que siguen los impactos de la robótica y de la inteligencia artificial sobre las relaciones sociales de producción y la organización de la sociedad, en específico, sobre el empleo. La Universidad de Oxford dice que en Estados Unidos este impacto va sobre el 47 por ciento de la fuerza laboral, en Argentina sobre el 65, un 69 en India, 77 en China. En promedio, el 60 por ciento de los puestos de trabajo en los países latinoamericanos son susceptibles de automatización, teniendo en consideración los niveles salariales y la capacidad de innovación en cada país como restricciones al cambio1.
El filósofo Harari argumenta que, como resultado del desarrollo, la ampliación y aplicación de la inteligencia artificial, las redes de información, el control de las bases de datos y la biotecnología, se genera una devastadora segregación social y biológica que, desde el punto de vista de las necesidades de ese modelo de desarrollo, el 70 por ciento de la humanidad sobra2.
Sin duda, estas expresiones de la globalización hegemónica significan la profundización de fallas estructurales de reconocimiento y distribución sobre un número cada vez mayor de población, implican mayores tasas de desempleo y de trabajo informal, trabajos más precarizados y una alta movilidad social, agravadas por amenazas como la pandemia dada la fragilidad de los estados para garantizar sistemas de salud y protección, junto con nuevos conflictos distributivos al darse una mayor concentración de los ingresos, patrimonios y ecosistemas, con élites que tendrán mayor poder de cooptación del Estado, como ha sucedido en Colombia3.
Estas tendencias necesitan respuestas, pues se requiere generar políticas y mecanismos de defensa y empoderamiento de las nuevas capas excluidas y de quienes ya han venido sufriendo fuertes discriminaciones. A las tendencias hegemónicas del tecnohumanismo hay que responder con la defensa y protección de prácticas, experiencias y propuestas que crean opciones alternativas y construyen paz, que promuevan pedagogías sobre los conflictos, piensan en comunidad y educan para la paz. En los sectores populares colombianos hay miles de iniciativas de este tipo que no afloran con suficiente fuerza por el peso de los conflictos, en particular el armado, incluida la funcionalización que de él hacen los grupos de poder4.
Breve relación sobre el campesinado en este contexto
En el mundo rural se están dando muchos cambios en las últimas tres décadas. Hay unas tendencias globales que se consolidan, como la industrialización de la agricultura, procesos de recampesinización de distinto grado dados las modificaciones en las fronteras rural-urbanas y la desagriculturización o desactivación de sistemas productivos y territorios objeto de la financiarización de las actividades económicas y de acciones extractivistas5, con impactos diferenciados en los valores agregados, la redistribución de los recursos, la sustentabilidad de ecosistemas y comunidades, el tipo de productos generados y los usos de la tierra y el territorio. De hecho, el paso de lo agrario a lo rural –ruralidad, dicen– se sustenta en el llamado Enfoque Territorial del Desarrollo Rural.
Estas tendencias descritas por Van Der Ploeg, implican varias disputas que llegan a configurar, según varios analistas, conflictos agudos del siguiente orden:
• Circuitos de mercados breves y descentralizados versus grandes empresas procesadoras y comercializadoras.
• Mecanismos de dominación de imperios alimentarios poderosos que confrontan los procesos comunales y tienden a destruir, de manera continua, sus relaciones.
• Nuevas tecnologías y nuevos expertos que intentan dominar los campos del conocimiento versus los conocimientos locales, propios y ancestrales.
• Nuevos enfoques convencionales sobre el desarrollo rural versus los planes de vida territoriales y el Buen Vivir.
• Luchas por la autonomía y la subsistencia en contextos de privación y dependencia.
• Nuevos enfoques de las luchas de las organizaciones rurales (campesinas, indígenas, afros, de mujeres rurales populares, jóvenes) que encuentran en la defensa del territorio elementos comunes identitarios, sin que ellos borren los procesos propios.
• Nuevas disputas en torno a los sistemas alimentarios, productores y productoras, distribuidores y el papel de consumidores.
Muchos estudios se han preguntado por décadas por las razones que llevan a que el campesinado luche contra la erosión del concepto mismo de “campesino/a”, si bien hoy en día se estima que hay un mil doscientos millones de unidades productoras campesinas en el mundo, siendo las familias campesinas las dos quintas partes de la humanidad, y las respuestas son, entre otras: porque el campesinado porta una incómoda combinación de invisibilidad y omnipresencia; su lucha permanente por una relación contradictoria entre la autonomía y el progreso; una mezcla de acción social y política que se mueve entre la subordinación y la desobediencia; un acervo impresionante de capacidades que les permite adaptar para sí sistemas no diseñados para sus sociedades; las crisis alimentaria y climática resaltan su papel; porque la condición campesina no es estática; todas estas, características de su enorme heterogeneidad, y porque, en general, se les estudia poco para tratar de entenderles, caracterizándoles bajo supuestos poco rigurosos.El reconocimiento y la redistribución en iniciativas legislativas sobre el campesinado.
La tensión entre conflictos y capacidad de resistencia–reexistencia6 del campesinado trae de nuevo la discusión sobre el papel de las mujeres y hombres campesinos. En el caso colombiano, por ejemplo, en el ámbito legislativo se han presentado 6 iniciativas en los últimos 6 años, 5 de las cuales versan sobre el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos, se reconoce el derecho a la tierra y a la territorialidad campesina y se adoptan disposiciones sobre la consulta popular, 1 declara al campesino como sujeto de especial protección y le reconoce derechos con enfoque diferencial y garantiza la consulta previa a las comunidades campesinas, y 1 final que vuelve al reconocimiento, inscrito en la declaración de derechos del campesinado de la ONU7.
Esta sucesión de iniciativas permite apreciar la fuerte oposición social, corporativa y legislativa para reconocer al campesinado. ¿Por qué? Quizá por 4 razones. La primera, los ecosistemas de que dispone el campesinado para ejercer su trabajo han estado siempre en disputa; tierra, suelo, agua, semillas, alimentos son objeto del botín de la dinámica de acumulación capitalista. Segunda, bajo Estados rentistas, como el colombiano, el control sobre la tierra y la subordinación de la población son factores de estatus y reproducción social y política, de captura de recursos públicos y de cooptación de aparatos estatales; no de otra manera sobrevive el latifundismo y logra protección la agricultura intensiva en capital. Tercera, bajo la actual fase tecnohumanista, los recursos físicos que la sustentan se encuentran en territorios rurales, cuya extracción a mayor escala demanda reordenar los territorios (el matrimonio entre ecosistemas y culturas, a decir de Wilches8), expulsar a la mayor parte de las poblaciones rurales y reordenar los procesos sociales y productivos bajo las nuevas lógicas centradas más en minerales y biodiversidad, que en la producción de alimentos. Cuarta, el aparato estatal se ha organizado por ciclos para tales fines, aún a costa de quebrantar instituciones (entendidas como acuerdos) como la propiedad, acudiendo al expediente de remozar las entidades cuando se deben hacer ajustes para acomodarse a los nuevos ciclos acumulativos. Las violencias han acompañado todos estos momentos para intentar quebrantar la reexistencia campesina.
Bajo estas circunstancias, es difícil que los proyectos orientados al reconocimiento del campesinado tengan éxito, aún bajo la circunstancia en la cual la Corte Constitucional ya ha emitido sentencias declarando al campesinado sujeto de especial protección. Pero es que en realidad reconocimiento y sujeto de especial protección son dos asuntos diferentes.
En torno al reconocimiento hay dos grandes tendencias analíticas: las que establecen la relación entre reconocimiento e identidad y las que se fundamentan en la relación reconocimiento y redistribución. Las primeras colocan el acento en la ruptura de las identidades impuestas y destructivas que generan la falta de respeto por el otro, ofensas morales, humillación o maltrato, privación de derechos, exclusión, desprestigio de las formas de vida, todas que causan daño, de donde se desprende que el reconocimiento es una necesidad humana vital y da lugar a conceptos como “dignidad para todos”, “respeto igualitario”, si bien hay que cuidarse de la homogenización de las identidades y de los derechos9, y de la ideologización del reconocimiento, principalmente, en las esferas oficiales, caso en el cual se pierde el potencial crítico y la autonomía del sujeto, generando un mal reconocimiento.
En la síntesis de Matijasevic y Ruíz, los modos de reconocimiento que dan respuesta a esta relación reconocimiento–identidad son el amor y el cuidado, el respeto moral, la solidaridad y la lealtad, así como medidas no simbólicas, concretas, como disposiciones jurídicas, otras formas de representación y distribuciones materiales.
[…] es diferente reconocer al sujeto, que reconocerle derechos, y otra cosa es el reconocimiento en alguna de sus dos principales vertientes, diferente a declarar al sujeto como de especial protección.
Las teorías del reconocimiento y la redistribución colocan el énfasis en las injusticias socioeconómicas y culturales, refiriendo con ello al concepto de justicia bivalente. Las primeras, son del campo de la redistribución y refieren a la explotación del trabajo, la marginación económica, el trabajo doméstico no remunerado, la privación de bienes, y se resuelven en las políticas de ingresos, división del trabajo y participación en las decisiones. Las injusticias culturales corresponden a la sujeción a patrones culturales, la ausencia de reconocimiento, invisibilización de prácticas, el irrespeto y la calumnia, resolviéndose en cambios culturales que revalorizan grupos estigmatizados, abogando por soluciones transformativas (cambio de la estructura cultural-valorativa) más que por soluciones afirmativas (revaluación de identidades sin afectarlas)10.
Como se puede apreciar, la discusión sobre el reconocimiento tiene sus complejidades, tanto en la forma de entenderlo como en la de encontrar salidas, de tal manera que se eludan los riesgos de institucionalizarlo o de perderse en soluciones sólo de orden jurídico. Pero es necesario puntualizar que la relación reconocimiento-redistribución encierra el potencial transformativo del campesinado, apuntado en sus capacidades, es decir, se distancia de las apreciaciones conmiserativas que se agotan en garantizarle la subsistencia, visión que surge de una deficiente conceptualización del sujeto en referencia.
La posición particular de quien escribe esta nota se inscribe en el enfoque que entiende el reconocimiento y la redistribución como una dupla inseparable, si bien debe tratarse según los contextos. Para el caso colombiano, la dinámica rural no puede entenderse sin los conflictos que desvalorizan al campesinado de una manera dramática e injusta, por lo que se aboga por la necesidad de adelantar fuertes acciones de reconocimiento ante la sociedad, acerca de las injusticias culturales, para que esta misma sociedad avale acciones fuertes de redistribución, acerca de las injusticias socioeconómicas11.
El campesinado como sujeto de especial protección es entendido por la Corte Constitucional como “los campesinos y los trabajadores rurales (que) son sujetos de especial protección constitucional en determinados escenarios. Lo anterior, atendiendo a las condiciones de vulnerabilidad y discriminación que los han afectado históricamente, de una parte, y, de la otra, a los cambios profundos que se están produciendo, tanto en materia de producción de alimentos, como en los usos y la explotación de los recursos naturales. Teniendo en cuenta la estrecha relación que se entreteje entre el nivel de vulnerabilidad y la relación de los campesinos con la tierra, nuestro ordenamiento jurídico también reconoce en el “campo” un bien jurídico de especial protección constitucional, y establece en cabeza de los campesinos un Corpus iuris orientado a garantizar su subsistencia y promover la realización de su proyecto de vida. Este Corpus iuris está compuesto por los derechos a la alimentación, al mínimo vital, al trabajo, y por las libertades para escoger profesión u oficio, el libre desarrollo de la personalidad, y la participación, los cuales pueden interpretarse como una de las manifestaciones más claras del postulado de la dignidad humana12.
Interpretar a la Corte puede resultar abusivo, pero caben 3 comentarios. Uno, la protección no debería ser para determinados escenarios; dos, el campesinado es muy heterogéneo, por lo que hacerles sujetos de protección para garantizar su “subsistencia” inscribe la propuesta de la Corte en acciones afirmativas simbólicas y poco transformativas y, tres, si algo demuestra la resistencia–reexistencia campesina es que el marco de los derechos positivos no es suficiente para lograr transformaciones sustantivas, en particular, porque dejan en cabeza del Estado, responsable de la situación de injusticia, las soluciones de orden jurídico y práctico.
Propósito y retos
Estas notas buscaron brindar unos elementos de análisis sobre el reconocimiento para ayudar a leer y entender los actos legislativos que proponen reconocer al campesinado como sujeto de derechos o a declararlo sujeto de especial protección al que se le reconocen derechos. Una primera conclusión apunta a que es diferente reconocer al sujeto, que reconocerle derechos, y otra cosa es el reconocimiento en alguna de sus dos principales vertientes, diferente a declarar al sujeto como de especial protección.
Los actos legislativos refieren entonces a asuntos diferentes, si bien los presentados en 2016, 2018 y 2019 apuntan en la lógica del reconocimiento, con una tendencia a la línea de la redistribución en cuanto colocan de entrada el énfasis en el derecho a tierra, caso en el cual se acercan más a acciones transformativas que simbólicas; estos proyectos corresponden a los liderados por congresistas del Polo Democrático Alternativo.
En contraste, el acto legislativo presentado en agosto de 2022 por el partido Alianza Verde, que declara al campesino sujeto de especial protección, presenta, a mi juicio, 2 fallas protuberantes: una, se mueve en la línea de caracterizar un sujeto al que hay que garantizarle la subsistencia, mostrando una lectura deficiente del sujeto que pretende redimir y, dos, sus propuestas apuntan a una serie de derechos generales que avalan una política agrícola general, moderna, y no necesariamente el “rescate” del campesinado; es un proyecto liberal enmarcado en una lógica simbólica y de acciones afirmativas generales que llaman en algo a la integración pero no a la transformación. Finalmente, el proyecto encabezado por los ministerios de Agricultura e Interior restringe su relación reconocimiento–redistribución al diluirla en el “déficit de reconocimiento jurídico” e inscribir la propuesta en el marco de la Declaración de la ONU que, si bien es útil para generar articulaciones, es demasiado general por su mismo carácter y centrada en los derechos positivos.
Dadas las crisis alimentaria y ambiental, y las implicaciones del modelo tecnohumanista, el campesinado tiene una magnífica oportunidad para profundizar su posición como un actor clave en los procesos de cambio de los patrones alimentarios y en la recuperación e innovación de prácticas sustentables, entre otras. Requiere involucrarse en procesos de enseñanza aprendizaje, pues no es siempre cierto que tenga el gen de la Pacha Mama, pues al fin de cuentas su formación ha estado ligada también a las dinámicas de la agricultura de la revolución verde y a la biotecnología. Tampoco es cierto que el sector agropecuario obtenga el producto de sus actividades directamente de la naturaleza, argumento manido de varias interpretaciones, pues los mercados de semillas mejoradas y transgénicas, agroquímicos y maquinaria controlan la mayor parte de los sistemas productivos y son la materia de disputa para proyectos alternativos.
Cristóbal Kay y Leandro Vergara14 hicieron una importante investigación sobre las políticas para el agro de los gobiernos de izquierda en América Latina y uno de sus hallazgos apunta a que los Estados bajo sus gobiernos no fueron capaces de transformarse a sí mismos para modificar el tipo de políticas para el mundo rural, por lo que reprodujeron “el estado de cosas”, así simbólicamente se distinguieran con propuestas novedosas e integradoras. Volviendo al carácter del Estado colombiano, quizá se deba asumir una profunda transformación de su orientación y estructura, entre otras, para ver si se funda sobre instituciones -entendidas como acuerdos sociales y no como entidades transitorias- que den lugar a un verdadero reconocimiento del campesinado y a la redistribución de activos a su favor. λ
1 Ver referencias recuperadas el 21-11-2021: https://www.bbc.com/mundo/noticias-38930099 y https://www.semana.com/vida-moderna/articulo/10-profesiones-que-podrian-desaparecer-en-el-futuro/202006/
2 Ver Harari, Yuval Noah. 21 lecciones para el siglo XXI. Décima segunda reimpresión, Debate, Penguin Random House Grupo Editoral, Bogotá, 2021.
3 Ver, Garay, Luis Jorge y Espitia, Jorge Enrique. Una contribución empírica para el estudio de la pobreza y la concentración de ingresos de los hogares a novel territorial en Colombia. Planeta Paz, con apoyo de la Embajada de Noruega, Bogotá, marzo de 2021.
4 Planeta Paz. Travesías, juntanzas y debates para construir paz desde los territorios. Documento de trabajo. Planeta Paz, con apoyo de la Embajada e Noruega en Bogotá, Bogotá, junio de 2022.
5 Van Der Ploeg, Jan. Nuevos campesinos. Campesinos e imperios alimentarios. Icaria, Barcelona, 2010.
6 La reexistencia aborda una visión más allá de la resistencia, hasta el campo de la constitución de la autonomía y construcción de un proyecto propio. Ver Planeta Paz (2022).
7 Las iniciativas son: acto legislativo 006/2016 Senado; acto legislativo 02/2018 Senado, seguido de una nueva iniciativa el 20 de julio de 2019; acto legislativo 402/2021 Senado; acto legislativo 077/2022 Cámara y acto legislativo 19 de 2022 Senado. Los cuatro primeros actos fueron presentados principalmente por Congresistas del Polo Democrático Alternativo, el quinto por el partido Alianza Verde y el último por iniciativa de la Ministra de Agricultura, Ministro del Interior y un grupo de congresistas de la bancada de gobierno.
8 Wilches, Gustavo. Base ambiental para la paz. La necesidad de hacerle gestión del riesgo al paz-conflicto. Planeta Paz, Oxfam, Bogotá, diciembre de 2016.
9 El excelente ensayo de María Teresa Matijasevic Arcila y Alexander Ruíz Silva, Teorías del reconocimiento en la comprensión de la problemática de los campesinos y las campesinas en Colombia, brinda una síntesis comprensiva y clara de las teorías sobre el tema, que es recomendable leer y del cual me sirvo para este breve resumen. Ver Revista Colombiana de Sociología, Vol 35 # 2, julio – diciembre 2012, Bogotá, Colombia. Página 111 a 137. Esta línea de las primeras teorías es desarrollada por Charles Taylor y Axel Honnet.
11 Nancy Fraser es la exponente más reconocida de esta línea, en particular, en su texto Iustitia Interrupta: reflexiones críticas desde la posición postsocialista, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1997.
12 Salgado, Carlos. Procesos de desvalorización del campesinado y antidemocracia en el campo colombiano. En Forero, J. (ed), El campesinado colombiano, entre el protagonismo económico y el desconocimiento de la sociedad, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010.
13 Ver https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2017/C-07
7-17. htm. Recuperado el 30-09-2022.
14 Kay, Cristóbal y Vergara-Camus, Leandro. La cuestión agraria y los gobiernos de izquierda en América Latina. Campesinos, agronegocios y neodesarrollismo. CLACSO, Buenos Aires, 2018.
En memoria de Mario Mejía Gutiérrez
Agriculturas alternativas vs. “revolución verde”
Darío González Posso
De Mario, mi profesor en la escuela de agronomía, recuerdo en especial una conversación en su casa en Cali, cuando me dijo que la lucha por un mundo mejor, con respeto por la dignidad humana y por la naturaleza, “la hemos perdido hasta ahora en esencia en el terreno del espíritu”, pero también que “es allí donde la podemos y debemos ganar”: en el espíritu, que se debe traducir en acción, individual y colectiva, por “otro mundo posible”. Sin esta acción, el pensamiento es vano; como es inútil la “ecología” sin la espiritualidad. La utopía de “otro mundo posible” articula la acción y el pensamiento.
Aprendí de Mario que en la agricultura –más que recetas “técnicas” o postulados pretendidamente “científicos”–, lo primordial son los valores, antes que una supuesta “transferencia de tecnología”. De sus escritos y de sus charlas considero indispensable recordar una idea esencial: no es posible transformar linealmente relaciones y sistemas de producción inadecuados al bienestar social y al entorno natural, sin una gran transformación cultural, intelectual y espiritual. En estos valores –decía Mario–, convergen los horizontes sociales, ambientales y mentales. Porque la agresividad humana contra la naturaleza y contra su prójimo se anida en sus ansiedades mentales: solo mentes armoniosas podrán generar sistemas de producción armoniosos y relaciones de producción ecuánimes. E insistía: “una sociedad ausente de solidaridad, que no respeta la vida humana, es incapaz de realizar un pacto de paz con la naturaleza”.
Pero también sostenía –con Fukuoka, agricultor y filósofo, cuyos textos fueron parte de sus lecturas predilectas–, que cuando un ser humano se aleja de la naturaleza no puede sentir su corazón. Y proclamaba Mario la necesidad de “volver al campo”. Retorno entendido, en esencia, como la unión del ser humano con la naturaleza, con el Universo.
Esto significa rechazar una concepción que infunde en los seres humanos una actitud soberbia, de “reyes de la creación”, cuya misión es acrecentar “su poder” sobre la naturaleza y dominarla, en lugar de convivir con ella. Es indispensable aprender de la naturaleza y acercarnos a ella con humildad, como indica Fukuoka. Lo cual conduce, por ejemplo, a reconocer el peligro de la manipulación genética de las semillas, de la clonación de seres vivos, e incluso algún día de humanos. Y en especial implica saber, de acuerdo con Fukuoka, “el riesgo de un poder inmenso en manos de seres humanos con escasa capacidad moral para comprenderlo y aplicarlo en correspondencia con la armonía del Universo”.
Muchos de estos riesgos –decía Mario–, se derivan de “alianzas de las élites del capital y la ciencia”, que subordinan los desarrollos tecnológicos a las ambiciones de riqueza económica y de poder. Esto también se expresa en la agricultura, donde se aplica ahora, entre muchas otras, por ejemplo, la caracterizada como “Tecnología Terminator”, una de las tecnologías genéticas más peligrosas: su propósito deliberado es obtener plantas que producirán semillas que sólo servirán una vez. Es decir, semillas “suicidas” que, además, son protegidas mediante “patentes” como “propiedad” de sus creadores. Con el fin de controlar las semillas y el mercado mundial de alimentos, en detrimento de las economías familiares que tradicionalmente han utilizado sus propias semillas, los intereses económicos de poderosas multinacionales no se detienen ante el riesgo de contaminación genética de muchas especies, generando otra amenaza contra la continuidad de la vida en el planeta.
En defensa de la “vía campesina y de los pueblos étnicos”
Por esta y otras razones, indicaba Mario que la construcción de la paz y el bienestar social demandan, como una de las condiciones indispensables, el fortalecimiento de la vía campesina, constituida por las agriculturas familiares de campesinos, indígenas y afrodescendientes. Agriculturas y economías campesinas, con capacidad probada, reiteraba él, para suministrar los alimentos básicos a toda la población. Con potencialidad para el desarrollo posible de agriculturas alternativas, que sean amables con la naturaleza: agriculturas manuales que enseñen a cuidar las aguas; con semillas ancestrales y autonomía en alimentos e insumos; con una perspectiva comunitaria, orientada esencialmente a la seguridad y soberanía alimentarias, desde los ámbitos locales y regionales. Que pueden y deben ser mejoradas, para el disfrute de una vida digna.
Pero ¿agriculturas alternativas a qué? Respon-día Mario: a la agricultura química, o de la denominada “revolución verde”, un “Modo de uso de la tierra, propio de las sociedades industriales que, por lo tanto, busca la máxima tasa de ganancia. Para ello concentra subsidios políticos y técnicos, especialmente máquinas de energía fósil, agroquímicos y agua para sustentar el potencial de un material (la semilla) seleccionado genéticamente hacia la uniformidad y hacia la máxima productividad […]. La agricultura de la llamada revolución verde es la agricultura de los biocidas: insecticidas, fungicidas, herbicidas, fertilizantes, agroquímicos letales, cuyo origen histórico está directamente relacionado con industrias de guerra”. Alianzas de las élites del capital y la ciencia, reiteraba Mario. A lo cual debemos agregar, pienso yo (con base en Rosa Luxemburgo), que estas y otras industrias de guerra son inmanentes a los procesos de acumulación y reproducción del gran capital; el militarismo y el complejo industrial militar ejercen en la historia del capital una función determinada y acompañan los pasos de la acumulación en todas sus fases.
En sus escritos Mario Mejía recuerda que la mecanización adquiere su forma moderna a partir de la Primera Guerra Mundial; que además estimula la industria de los explosivos, de donde se derivan algunos fertilizantes nitrogenados; y los gases de guerra, origen de los insecticidas clorados: “El DDT (dicloro difenil tricloroetano), de la Farben, se utiliza en la Segunda Guerra Mundial como piojicida y antipalúdico de ambos bandos. El “ciclón B” es usado para la matanza de “razas inferiores”, de este se derivan los insecticidas fosforados de posguerra. Los herbicidas hormonales, desarrollados a partir de 1942 por el departamento de Guerra Química y Bacteriológica de USA bajo la dirección del doctor Merck (conocida marca registrada), fueron sustancias masivamente lanzadas contra Vietnam”. En general –dice Mario–, “Los sistemas agrícolas de Revolución Verde presentan un consecuente paisaje de ecocidio. Basta observar el arrasamiento de la naturaleza en las zonas agrícolas colombianas de corte empresarial: Urabá huele a veneno y sangre, la zona cafetera perdió sus bosques y sus aguas; las zonas algodoneras y arroceras son viveros de niños deformes y calvarios de obreros envenenados. Y en las universidades se enseña como verdad única esta agricultura de la matanza”.
En la agricultura química hay variedad de tendencias y de exacerbaciones, señalaba, como la agricultura hidropónica, dependiente de manera absoluta de insumos químicos externos. A la contaminación de la naturaleza con agroquímicos, esta “revolución verde” agrega ahora la contaminación con organismos genéticamente modificados (transgénicos), reiteraba.
Indicaba que las agriculturas alternativas relegan las nociones de consumismo y creación de dinero y reivindican el trabajo creador de vida, autárquico y solidario; insistía que éstas no se limitan a una sola escuela, ni postulan “modelos” replicables, sino la creación permanente.
¿Una cuestión apenas “tecnológica”?
Señalaba que otra preocupación de las agriculturas alternativas es abolir la ganadería vacuna de grandes extensiones, que deforesta para generar praderas uniformes. Indicaba también que la vía campesina, vía democrática, es lo opuesto a la brutal concentración de la tierra, que ha significado el desplazamiento de poblaciones campesinas y étnicas en Colombia; con implacable violencia consustancial al modelo vigente de acumulación del gran capital y de la gran propiedad territorial en nuestro país, para el “desarrollo” agrario.
Planteaba que la confrontación entre la autoproclamada “revolución verde” y las agriculturas alternativas, solo de manera secundaria es una cuestión tecnológica. No se trata –decía–, de la sustitución de técnicas de agricultura química por agriculturas alternativas, sino de decidir sobre “proyectos de vida personal y construcción social”. Los idearios de las escuelas alternativas –insistía–, trascienden el campo de la agricultura; se ocupan de asuntos espirituales, políticos, religiosos, educativos, artísticos, sociales, filosóficos…
Realizó Mario el análisis extenso de algunas de tales escuelas, alrededor de 30, y experimentó con varias de ellas. Asumió diversas teorías. Afirmó que la llamada “agroecología”, aunque es la propuesta más extendida, es apenas una de tantas agriculturas alternativas. Concluyó sus trabajos mediante la introducción en la agricultura de conceptos de la moderna física cuántica, y afirmó que “el siglo XXI podría ser el de la agricultura con base en energías sutiles –que pueden estar al alcance de todos–, objetivo libertario, frente a la hegemonía de los insumos industriales” (uno de sus últimos libros aborda este tema).
Defensor de la autonomía y la solidaridad, cifraba su confianza esencialmente en los pueblos y en la iniciativa desde la sociedad. No creía, por lo tanto, en emancipación que no sea auto-emancipación. En consecuencia, consideraba que las agriculturas alternativas sólo son posibles como iniciativa autónoma y libre de la gente: “Las agriculturas alternativas no se decretan como política pública; tienen que surgir de la conciencia civil, de la capacidad humana para transformar su espiritualidad, su sentido de la belleza”.
Recuadro
Mario Mejía Gutiérrez – Cofundador del movimiento por las agriculturas alternativas

Hoy es pertinente recordar la obra de quien fuera un destacado cofundador del movimiento por las agriculturas alternativas en Colombia, fallecido el 14 de agosto de 2019. Cobra fuerza el debate sobre dos opciones básicas, para enfrentar el propósito nacional de soberanía alimentaria. Con el fin de estimular en algo esta polémica, se publica aquí un resumen de algunas enseñanzas del maestro Mario Mejía, con base en sus memorias editadas por Darío González Posso.
En Colombia hay quienes defienden, sobre cualquier otra opción, la empresa agroindustrial, para “modernizar” –dicen–, la agricultura. Ésta es la propuesta dominante desde hace décadas, inspirada en la engañosamente llamada “Revolución Verde” en la agricultura; caracterizada por utilizar cantidades industriales de agrotóxicos químicos y máquinas movidas con energía fósil; con monocultivos en general sobre grandes extensiones. Los defensores de tal “Revolución verde” plantean el mito de que esta es “la solución” contra el hambre.
Desde otros puntos de vista –entre éstos las plataformas de las organizaciones sociales–, se enuncia como opción preferencial en la agricultura la “Vía campesina y de los Pueblos étnicos”; vía que destaca la vigencia de una reforma agraria democrática, que supere la estructura de predominio de la gran propiedad territorial, fortalecida históricamente mediante el despojo y el desplazamiento forzado de la población rural. A ésta vía democrática se ha opuesto y se opone el gran capital con todos sus poderes. ¿Tienen, entonces, futuro las economías campesinas y de los Pueblos étnicos? La pregunta quizás es inversa: ¿Tiene futuro la soberanía alimentaria del país, sin estas economías, que aún garantizan el 70% de los suministros alimentarios? El movimiento por las agriculturas alternativas se entrelaza con la defensa de la “Vía campesina y de los pueblos étnicos”. (DGP. 28.09.2022).
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