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Adiós al dilema de los prisioneros

Adiós al dilema de los prisioneros

La acción colectiva que permite cuidar bienes comunes y recursos públicos (aguas, bosques, vías y aún el planeta mismo), que también hace posible la preservación de un orden (tributación, elecciones, defensa de la patria) y que, incluso, propicia su reforma o trasformación revolucionaria entraña algunos de los valores esenciales para la vida social: solidaridad, fraternidad, cooperación, confianza y amor cívico.

Tristemente la acción colectiva ha sido explicada, formalmente, por científicos sociales como Olson, Schelling, Buchanan, Axelrod, Parfit, Simon, y Elster, como un dilema de los prisioneros con diversas variantes, según el número de participantes, la repetición del juego, el peso probabilístico de cada estrategia, y aún la racionalidad (y moralidad) de los jugadores.

El famoso dilema fue fabricado por estrategas de juegos (de guerra militar y de competencia mercantil) del tanque de pensamiento estadounidense conocido como la Rand Corporation, y se inspiró en una vulgar encrucijada de dos malevos. Como en cualquier historia de la serie policial “La ley y el orden” emitida por Universal Channel, dos pícaros son capturados cuando cometen una infracción menor, pero los policías sospechan que tales pillos son más peligrosos y, sin embargo, no encuentran evidencia disponible para condenarlos. Lo que hacen las autoridades policiales es entonces fabricar un escenario para propiciar la mutua desconfianza e insolidaridad entre los dos rufianes, para lo cual los encierran en celdas aisladas y, además, les dan importantes dosis de veneno (sospecha contra su respectivo compinche).

En realidad existe un eslabón perdido —un tercer jugador— que, sospechosamente, no aparece en el juego formal: el hábil héroe policial que seduce (soborna), incomunica y vence a dos reos, recurriendo al egoísmo de cada uno termina venciendo a dos jugadores sometidos que mutuamente se perjudican.

El dilema de los prisioneros es un modelo cuya base filosófica está enraizada en los siguientes vetustos y controvertidos supuestos: cada ser humano es por lo menos una golosa hiena que busca devorar la vida y absorber las posesiones de su respectivo prójimo (Hobbes); a cada espécimen de estos hay que proponerle un negocio rentable (sobornarle con un incentivo pecuniario) para lograr su no voluntaria cooperación (Smith); y tales individuos son “tontos racionales” que, por tanto, están programados para maximizar su propia función de utilidad y están despojados de sentimientos, simpatías, compromisos y juicios morales ―en verdad sólo padecen propensiones, caprichos y tentaciones.

La destrucción explícita (violencia directa mediante diversas modalidades de guerra) y la hecatombe implícita (violencia estructural a través de esas máquinas de destrucción creativa que son mercados y organizaciones), en fin, la guerra y el progreso, han sido posibles por la muerte o extinción de personas (con juicio moral) y el advenimiento de maleables autómatas (capital humano).

Hoy gran parte de las decisiones para involucrarse en acciones colectivas se toman a ciegas y en ámbitos impersonales: el mercado y los aparatos burocráticos. Es fácil entonces involucrarse en la generación de acciones colectivas nocivas al sólo contar con una escogencia racional y sin preguntas referentes a la moralidad cada vez estamos más propensos a lo que H. Arendt denominó como la banalidad del mal.

Es crucial entender que la acción colectiva entraña dilemas morales. Se puede —en tono realista— asumir la incorporación en una acción colectiva depende, justamente, del llamado de un líder, promotor, impulsor, cuya oferta debería estar bajo sospecha y, por tanto, de ser anómala, arbitraria o abominable debería ser desobedecida.

Siguiendo el planteamiento de E. de la Boetié, en el sentido de que el problema fundamental de la política es la obediencia (o aquiescencia), y que esto influye en nuestra incorporación a cualquier acción colectiva. Por tanto podría asumirse que un arbitrario, poderoso y entrometido (invasivo) jugador que puede ser el funcionario de una firma transnacional, o el gendarme de un imperio militar emite una orden (léase una oferta abominable), haciendo uso de una amenaza creíble (promesa de violencia); los inermes individuos que, a manera de prisioneros o rehenes, están cautivos de tal nociva influencia pueden, aún a costa de su propia vida y sacrificio personal, optar por la resistencia (la no cooperación, no aquiescencia e insolidaridad con causas injustas y criminales con poder). Al optar por la no colaboración con órdenes y poderes injustos, los individuos dejan de comportarse como mascotas roedoras (de tentaciones) y se transforman en personas con capacidad de distinguir el bien del mal.

En su momento prisioneros como Jesucristo, Sócrates y Thoreau no cedieron ante causas injustas, y prefirieron el sacrificio propio (padecer el peso de la injusticia) antes que colaborar con empresas colectivas abominables.

Información adicional

Autor/a: Freddy Cante
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente:

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