La captura de Jesús Santrich, bajo escandalosas acusaciones de narcotráfico, tomó por sorpresa a todo el país. No tanto por la gravedad del crimen –que los gringos llaman “conspiración” pero en realidad es contrabando– cuanto por la enorme estupidez que representaría, impensable en un dirigente de sus calidades. ¡Una verdadera noticia de primera plana! Y, sin embargo, era enteramente previsible. No es más que un episodio de una cadena de maniobras encaminadas a sabotear el proceso de negociación y acuerdo con las Farc. O más exactamente, encaminadas a reducirlo a un proceso de derrota, rendición y hasta humillación del viejo grupo insurgente. Es el propósito inconfesado e inconfesable de la paz santista que poco a poco va mostrando su verdadero rostro. En eso se diferencia –y vale la pena advertirlo– de la hirsuta oposición uribista que simplemente ha querido hundir el proceso para seguir cosechando los frutos de la guerra y la estructura de la impunidad. Dos estrategias para dos fracciones de las clases dominantes; dos estrategias sostenidas y apoyadas mutuamente (la más fea embellece, por contraste, a la otra), llegando a venderse incluso como polarización.
La maniobra refleja, además, el estilo retorcido y astuto del fiscal Néstor Martínez Neira, cuyas afinidades y fidelidades son ampliamente conocidas. Ya lo había mostrado. Parece ser su tarea: hacer política desde el incontrolado poder acusatorio. El punto de partida siempre es un escándalo mediático. Unas veces para distraer con una cortina de humo (Odebrecht); otras para condenar sin formula de juicio, vía “opinión pública”. Y esto no es un asunto menor: la acusación en sí misma pierde importancia; al final, después de mucho tiempo, como suele suceder en Colombia, puede terminar en preclusión o absolución; pero el mal ya está hecho. Su blanco favorito son las Farc, aunque ya comienza a engolosinarse con el Eln. Hace algunas semanas el escándalo fue el de los “supermercados del testaferrato” de lo cual ahora poco o nada dicen. Pero la tarea está hecha. Antes, se ofrecía probar la existencia de las “enormes fortunas”, en el país y en el exterior, que las Farc supuestamente no habían declarado. Los comentadores oficiosos de la prensa se apresuraron a susurrar: fortunas provenientes del narcotráfico. El propósito ha sido instalar en la mentalidad colombiana la idea de que en la insurgencia no hay contenidos políticos sino un negocio criminal. Contrasta con su nula actuación en los centenares de casos de asesinatos de líderes sociales.
Todo parece indicar que se trata de un montaje. Para empezar, el origen de la acusación es ambiguo. A veces afirman que proviene exclusivamente de un Tribunal de los Estados Unidos, con lo cual solamente se corroboraría el sometimiento y la obsecuencia de nuestros órganos judiciales. La extradición, como han comentado ampliamente, era el trofeo que pretendían entregarle a Trump. Otras veces se elogia la capacidad investigativa de la Fiscalía. Sin embargo, dadas las implicaciones que tiene en la política doméstica (y los poderosos intereses en juego), lo más probable es que sea un matrimonio de conveniencias. No es difícil, téngase en cuenta que los aparatos militares y policíacos de ambos lados actúan siempre juntos. Por otra parte, la acusación, que no parece muy sólida, se aprovecha de la ventaja, propia de las calumnias y los rumores, de enriquecerse por sí misma en la medida en que avanza el anecdotario y la especulación. Bastó con entregar a los medios unos elementos sueltos cuyos cabos ata la propia Fiscalía. En el asunto hay además algunos rasgos confusos que llaman a sospecha. ¿Qué papel juegan los tres supuestos intermediarios? Cabría incluso la interpretación de que Santrich fue víctima de una celada. Ello está relacionado con otro factor que sí se acepta públicamente, esto es, la participación decisiva de un infiltrado de la DEA. Estos agentes, como todo el mundo sabe, no son simplemente informantes pasivos sino fabricantes de escenarios y dramatizados. ¿No fabrican también situaciones y por lo tanto “pruebas”?
Lo importante, sin embargo, es el escándalo en sí mismo y las funciones políticas que cumple. Queda establecida, arbitrariamente, la culpabilidad de Santrich, de modo que sólo restaría analizar el contexto y las implicaciones. Para la derecha guerrerista resulta una conveniente corroboración de su discurso; inmediatamente sacaron a relucir la teoría de la “punta del iceberg”. Pretenden evidenciar el aparato y la logística que debe estar detrás del intento de envío de las diez toneladas de cocaína. Las Farc, según sus voceros, continúa en su doble juego: un brazo legal reincorporado y otro, el de las “disidencias”, que se mantiene en el narcotráfico y el terrorismo. El proceso de paz, en consecuencia, fue un fracaso. Los autodenominados pacifistas ofrecen entonces una respuesta en la que se mezclan fariseísmo y oportunismo. Los más condescendientes le desean a Santrich que logre probar su inocencia pero dejando en claro que “es problema suyo”. Para otros su culpabilidad está probada. Pero todos confluyen en un viejo argumento: este caso, meramente individual, que permitirá a la justicia aplicar todo el peso de la ley, demuestra precisamente las bondades del acuerdo. El proceso de paz es todo un éxito.
El momento, además, no podía ser más oportuno. A pocas semanas de unas elecciones presidenciales. Una pretensión básica salta a la vista: que en la opinión pública se acentúe la desconfianza en el ordenamiento político y jurídico que salió del acuerdo de La Habana. Y tres objetivos concretos. Primero, introducir el desconcierto y una fundada desconfianza entre las filas de la “guerrillerada”. En segundo lugar, hacer visible la amenaza de los Estados Unidos que, pese a todo, siempre ha insistido en el carácter narcotraficante de las Farc. Como en el caso de los paramilitares, pueden preverse varias extradiciones. Finalmente, influir en la balanza electoral. Subirá la cotización de quienes se muestren más “duros” y bajará la de quienes se atrevan a manifestar algunas dudas. Es tan fuerte la presión que esto último no ha ocurrido hasta ahora, lo cual equivale a lograr un consenso en contra de las Farc.
De esta manera, el terreno de debate impuesto –una arena movediza– es, en todo caso, la defensa del proceso de paz. Para algunos, con este incidente, lo que se pone a prueba es la JEP. Un gran error de perspectiva. Digámoslo con todas sus letras: se trata de un nuevo ataque. Lo que estamos viendo es una erosión prematura del famoso modelo de justicia transicional que desde el principio fue desnaturalizado, continúa bloqueado y ahora lo someten a chantaje. En las actuales circunstancias, la JEP, cuya imparcialidad fue puesta en duda antes de que naciera, difícilmente se atreverá a desafiar el espíritu de linchamiento ya fabricado.
Una respuesta adecuada, por el contrario, debería comenzar por reconocer que el proceso, que se pretendió nos encaminara hacia una paz estable y duradera, terminó enredado en una trampa. No sólo se esfumaron las pocas ofertas de reforma económica y social, sino que la reincorporación eficaz de los combatientes, símbolo de la apertura democrática, parece ser una mentira. No es rescatando, en nombre de una actitud positiva, los minúsculos logros, sino denunciando y confrontando la mentira y la perfidia de quienes nunca han facilitado la más mínima concesión, como puede recuperarse un aliento popular.
En estas circunstancias, es claro que el proceso en contra de Jesús Santrich se prolongará por varios –quizás muchos– meses, y su desenlace tocará al próximo presidente. Pero el mal está hecho. Sin duda, la paz santista proseguirá su camino y carece de sentido gritar que se votará por el candidato que prometa la defensa del proceso. Lo que sí es cierto es que, después de lo ocurrido, difícilmente se logrará incorporar al Eln. Un mensaje para quienes, desde la sociedad civil, han tomado la tarea de “aconsejarlo” y regañarlo, haciéndolo aparecer como terco y “anacrónico”. La paz, definitivamente, sólo podrá resultar del avance de un movimiento popular con capacidad de poner las reglas. Algo de positivo tiene este acontecimiento. Nos despertó, como una campanada de alerta, en medio del embrujo electoral.
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