Algunos niegan el curso de la enfermedad holandesa en Colombia, pese a los resultados que expresan prácticamente los síntomas clásicos de este mal, como la pérdida de participación en el PIB de la agricultura y la industria y su paulatino marchitamiento; como una apreciación en la tasa de cambio del 40 por ciento en una década, de las más altas del mundo; o como la sustentación del desarrollo nacional en la explotación y exportación de recursos naturales no renovables y el sector financiero. Debe agregarse a esta evolución, como agravante, el que la política económica tenga al capital extranjero como variable principal del crecimiento, en simultánea con una iniciativa monetaria expansiva ilimitada en monto y tiempo de la Reserva Federal.
Los mismos escépticos atribuyen a las movilizaciones sociales, como el paro cafetero, las protestas de arroceros, algodoneros y maiceros o transportadores o a las demandas de industrias de textiles y autopartes, causas exógenas a las realidades económicas. Increpan a los “indignados” por falta de competitividad (la tasa de cambio es elemento básico) o reducen los episodios a burdas refriegas politiqueras o a casos de policía.
A contramano de dichas opiniones, he advertido de los daños que la política económica vigente causa al desarrollo armónico entre los distintos sectores, y explico la “agitación social” como segunda fase de la enfermedad holandesa. Consiste, como lo enseñan varios textos, en cómo los agentes afectados demandan los recursos generados en otros campos. De hecho, el 82 por ciento de las ganancias empresariales las registran las cien más grandes empresas, prioritariamente, mineras y financieras.
Ecopetrol, por ejemplo, ha trasladado a Hacienda cerca de 30 billones de pesos en los dos últimos años, suma que da hasta para hablar de paradoja de la riqueza por la lenta ejecución de esta abundancia, sin hablar de regalías y otros rubros. Buena parte de la parsimonia en la gestión obedece a que no se está sembrando sobre la tierra lo que se extrae del subsuelo, como lo aconsejara Stiglitz en su visita en noviembre de 2009.
La crítica de que a los caficultores se les entreguen subsidios por $800.000 millones, además de olvidar que en todo el globo el agro percibe subvenciones, pretermiten que, si hay una población de alto riesgo en esta reestructuración económica, es la economía del café, exportadora y de base minifundista. Lo que el Gobierno no hizo con suficiencia, lo lograron más de cien mil productores en ejercicio, si se quiere irregular, de economía política. Prevenir nuevos conflictos implicará que a las estructuras básicas productivas que se conservan, en un país que no es Arabia Saudita, se les arbitren recursos y medidas para superar coyunturas difíciles y, si es posible, reorientarlas estratégicamente, inclusive definir su viabilidad. De lo contrario, el malestar seguirá.
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