Si el Pacto Histórico, hoy en el poder, no tiene la fuerza para destrabar el funcionamiento de su motor, corresponderá a la soberanía de la multitud encontrar el camino, en su incólume sabiduría para quebrar el injusto modelo social, económico y político.
Sueño, sueño del alma
Que a veces muere sin florecer
Zamba de mi esperanza,
Jorge Cafrune/Los Chalchaleros
La coyuntura política actual de Colombia comprende, al menos, una cuádruple perspectiva. La primera intenta esbozar el balance del primer año del gobierno del presidente Petro que atraviesa una crisis de gobernabilidad, asediado por escándalos que sacuden su círculo familiar y amenazan minar la confianza y credibilidad que aún tiene de quienes lo eligieron hace poco más de un año. La agenda de grandes reformas sociales presentada el 7 de agosto del 2022 ha sufrido toda suerte de obstáculos y contratiempos en su tránsito por el Congreso. Tras los primeros meses, la coalición lograda con fuerzas políticas no cercanas al programa progresista del Presidente se diluyó y estas mudaron en oposición, dejando al Gobierno sin posibilidades de maniobra para sacar adelante los cambios estructurales sobre las que se basó el programa de gobierno. Desde esa perspectiva el resto del cuatrienio presidencial estará sujeto al vaivén de eventuales alianzas y, que de volverse a dar, serán, seguramente, con un altísimo costo de dádivas, favores y concesiones políticas, pero sin que se vislumbre una voluntad política de revisar el modelo económico y social que trae heredado el país desde siempre.
La segunda pone en perspectiva lo que significa la primera administración progresista en su historia; los dos siglos de la nación colombiana han estado marcados por gobiernos que representan a la élite económica y social, sin cabida para un “outsider”. Lo más cercano a ello fue truncado por el magnicidio de Gaitán en 1948. La casta política aceptó el resultado de las elecciones del 2022 con el salvamento de voto de casi la mitad de los electores pronunciados expresamente en contra del programa de triunfador. Si bien la agenda política del Presidente es de moderado corte socialdemócrata, no por ello ha dejado de decolorearse para llegar a parecer un programa que apenas podría denominarse de centro-izquierda. El jefe de Estado, en su necesidad de calmar las voces de alarma que siempre han rodeado, entre la élite, la sola mención de su nombre ha reafirmado, en cada discurso donde tiene la oportunidad de hacerlo, su convicción en las bondades del modelo capitalista y neoliberal, una posición bastante distante de lo que lo caracterizó antes de llegar a la presidencia.
La tercera son las elecciones para alcaldías y gobernaciones a realizarse a fines de octubre próximo, que, en la práctica, fungirán como un referendo a la gestión del gobierno en sus primeros quince meses. La gran incógnita es el desempeño de los candidatos del Pacto Histórico (PH) y otras fuerzas cercanas al Presidente. Los partidos de la oposición, como Cambio Radical, Centro Democrático, Liberal, Conservador y otras alianzas, marcan el territorio con candidatos que defienden visiones de gobierno distintas a lo fundamental del proyecto progresista. En otras palabras, las fuerzas tradicionales del país, que mantienen su músculo político en las regiones, saldrán a ratificar el mensaje de oposición frontal al Gobierno. De su parte, los candidatos del PH titubean en alinear sus candidaturas con el proyecto petrista por temor a convertirse en polarizadores de un voto de castigo contra el Presidente.
La cuarta se relaciona con el proyecto de Paz Total reivindicado por el Presidente desde el primer día en el Palacio de Nariño, una arriesgada propuesta que pretende cobijar a todos los grupos alzados en armas, desde el veterano Eln, como a nuevas insurgencias, específicamente las disidencias de las Farc, hoy agrupadas bajo un Comando Central, pero también estructuras armadas relacionadas con el narcotráfico y otras expresiones de la delincuencia común. Esta iniciativa, crucial para conducir al país a una convivencia en paz, se ha visto comprometida por el escepticismo de quienes constatan un Acuerdo Final (deslegitimado por el referendo) que ha sufrido obstáculos en su implementación, mientras al mismo tiempo, los excombatientes están siendo asesinados desde el día que dejaron las armas. El Eln, partícipe de múltiples intentos de acuerdos desde mediados de los años 80, sigue mostrando reticencias, o al menos, gestos de prudencia, para abrazar frontalmente un proceso de paz.
Todo lo anterior plantea múltiples e inquietantes interrogantes a la nación colombiana (Ver recuadro Por despejar), cuál más de profunda, y que dan paso, a dos grandes interrogantes para el momento que vive Colombia. El primero, ¿puede el país salir para siempre de su pasado de conflictos políticos, económicos y sociales que le imposibilitan concentrarse en su desarrollo, crecimiento y prosperidad, con un ataque decidido a la desigualdad que la caracteriza? Muchas naciones latinoamericanas pasaron en los últimos cincuenta años por graves o peores coyunturas (golpes militares, dictaduras, genocidios, guerras internas, corruptelas, hiperinflaciones, etc.) y salieron adelante con diversos grados de éxito, dejando atrás diferencias que parecían irreconciliables. Otras naciones, como Sudáfrica e Irlanda, dieron vuelta a la hoja de sus guerras y crisis políticas. No parece existir razón para que Colombia sea la excepción.
Si la clase dirigente criolla se precia de la solidez de su institucionalidad que ha evitado colapsos económicos o políticos catastróficos –pero que el país ha pagado un alto precio en los frentes de paz social y desigualdad–, no debería ser imposible alcanzar un gran acuerdo nacional (como el que pretende el hoy Presidente) para vencer las diferencias y abrazar un compromiso por una Colombia plural, prospera, tolerante y en paz. Para ello hay que vencer los obstáculos que han impedido salir al país de su larga noche. Cualquier intento de dar un salto significativo hacía una nueva nación colombiana debe pasar por diversas instancias: un mejor reparto de la riqueza y la tierra, una asunción de responsabilidades mayores en el conflicto armado, una alianza internacional para frenar el poder e injerencia de los carteles de la droga en el continente, un balance de consecuencias por todos los casos de corrupción, desde los que se dan al más alto nivel hasta el más sencillo funcionario público o ciudadano que da o recibe coimas por inclinar decisiones en un sentido u otro, el fortalecimiento de una prensa independiente, que investigue y denuncie, sin reservas ni cotos vedados por razón de su linaje y financiación económica, ni a quién le sirve, todo aquello que deba ser conocido por el país, sin agendas políticas o económicas de por medio.
La consecuencia visible de todo lo anterior y que ha traído al país al lugar actual, es la inercia que mantiene una estirpe, poderosa e influyente, que no parece dispuesta a ceder su lugar ni sus privilegios a cualquier otro actor que no provenga de sus entrañas. Pero, más allá de esto, el verdadero riesgo es que, terminado el cuatrienio actual, el país regrese a la hegemonía de clase que lo ha gobernado en los últimos dos años y que esta se perpetúe aún más en el poder, no solo por la incapacidad o inhabilidad del gobierno progresista actual, para hacer valer su propuesta de cambio, sino por el exitoso empeño de la oposición, que representa a la élite, para desprestigiar ante la opinión pública todo lo que provenga de Petro y su círculo. Si dos siglos de hegemonía de una casta de poder no fueron suficientes, el breve interregno 2022-2026, servirá para demostrar, por parte de esa clase, que el país debe regresar a los cauces de sus designios que privilegian a una pequeñísima parte de la nación colombiana.
Un escenario como el anterior puede tener atenuantes. Quizás una de las acciones más audaces del jefe de Estado es el haber nombrado representante suyo al presidente de uno de los gremios más poderosos del país, el de ganaderos, en la mesa de negociación con el Eln. El hecho de que dos visiones tan distantes de lo que debe prevalecer en el país, la de los grandes acaparadores de riqueza o la de un país más inclusive y horizontal, estén sentados en la mesa, y que la primera represente al gobierno progresista, es una seña, por tenue que sea, que la elite dominante es, hasta cierto punto, consciente de que se necesitan cambios profundos en la estructura política y social de la nación colombiana.
El otro atenuante para impedir desembocar en un escenario de regreso a la hegemonía de clase, es el avance, arduo, lento, entrampado por las fuerzas opositoras, de la justicia transicional que emergió del Acuerdo de Paz, la JEP, junto con los resultados presentados por la Comisión de la Verdad, está permitiendo que por primera vez se encuentren cara a cara victimarios y víctimas, que a ella acudan voluntariamente actores del conflicto para deponer sus versiones de lo que ocurrió en el conflicto y que cada cual asuma las consecuencias de sus actuaciones dentro del marco de esa justicia transicional. Este tipo de proceso se hace necesario en cualquier intento de salir de profundos conflictos y desembocar en nuevos escenarios de convivencia, perdón y reconciliación en una sociedad atravesada por la guerra interna. Lo anterior, si se acompaña de un avance en la implantación de los cinco puntos del Acuerdo de Paz, que tantos tropiezos sufrió en el gobierno anterior, puede encaminar a un país que reconoce la importancia de sanar las heridas para luego reconstruir su proyecto nacional.
Muchas naciones latinoamericanas, como Chile, Brasil, Argentina, después de las crisis de las dictaduras, entraron en un juego democrático en el cual es el electorado quien finalmente decide si elige un gobierno de élites o avala un programa progresista más incluyente, lo cual es común también desde hace tiempo en Europa. Es posible visualizar un escenario similar en Colombia, máxime si se reconoce que este país, como muchos otros actualmente, experimentan una aguda polarización entre sus electorados, con lo cual la inclinación de la balanza obedece a pequeñas variaciones en la voluntad última del electorado, o de alianzas que definan las mayorías que permitan gobernar a un partido preponderante. Entre todas las opciones posibles para Colombia, esta sería una de las que evidencien el mayor grado de madurez de la nación. Pero las cosas aún no parecen llegar a ese punto.
Sin embargo, no toda la responsabilidad por la persistencia de la hegemonía puede recaer de manera exclusiva en las élites, ni tampoco puede refugiarse el observador en lamentaciones o recriminaciones contra estas castas. El politólogo Bachrach, en su Crítica a la teoría elitista de la democracia, anota que, frente a la teoría clásica de poder, emerge una postura ética basada en la dignidad del ser humano para ser dueño de su crecimiento y desarrollo, como actuante y responsable dentro de la sociedad que lo lleve a participar de manera activa en las decisiones que lo puedan afectar. Esta teoría por si sola es insuficiente, reconoce Bachrach, y por ello es necesario llevarla a una viabilidad política más contundente que contenga, citando a su vez a Richard Crossman, a “una saludable dosis de desafío prometeano a las fuerzas desafiantes e impersonales que tienden a devastarnos”. Esto implica una mayor participación en decisiones significativas de la comunidad a través de un doble interés, por los resultados finales y por el proceso de participación
Esto nos lleva, al segundo cuestionamiento. Se trata de mirar el otro lado del espectro político, ya no a las elites gobernantes sino a la multitud, incluyendo en esta a los movimientos sociales que agrupan a múltiples representantes de la base de la sociedad, e interrogar si estas mayorías, carentes del poder formal e institucional, son capaces de hacer valer su condición de llevar al país por cauces más igualitarios de manera que la jerarquía, las estructuras de poder, los privilegios para pocos cedan a intereses marcados por el bien común. Este camino, que puede llevar por vías diferentes a las estructuras democráticas tradicionales, siempre está disponible para la masa, como se ha atestiguado desde la Revolución Francesa, la comuna de París, la Revolución de Octubre, y más cercanas, la revolución cubana, la nicaragüense, y el alzamiento zapatista. Este último –a diferencia del modelo cubano que desde su inicio fue aislado por los Estados Unidos con un embargo comercial– ha dado pie a un experimento que ya cuenta más de veinte años de gobernabilidad horizontal y sin injerencia del gobierno central. Entonces, el interrogante es: ¿estarían dadas las condiciones para que en el país la multitud amplíe su influencia e imponga un modelo sin necesidad de ser filtrado por la élite? Un indicio reciente que podría apuntar a una hipótesis semejante es el estallido social del 2021.
¿Qué propició tal estallido? ¿Fue el amplio descontento por las medidas represivas sufridas durante la pandemia? ¿Fue el empobrecimiento ampliado potenciado por el encierro? Canetti afirma en Masa y poder que “una masa abierta no tiene una impresión o idea clara de la magnitud que puede llegar a alcanzar”. El exceso de presión negadora de libertades y derechos ejercido por las autoridades, en virtud de controlar la pandemia, como la ausencia de medidas económicas eficaces para paliar la falta de ingresos que afectó a millones llevó a que el pueblo explotara. Hoy día, unos y otros reconocen que ese estallido social catapultó al candidato Gustavo Petro a la Casa de Nariño. La paradoja es que, habiendo alcanzado la silla presidencial, el ungido no consiga convocar a esas mismas fuerzas populares para hacer valer el peso de sus proyectos de reformas sociales. Las alusiones de “salir a la calle” y de arengas desde el balcón de la casa presidencial han sido insuficientes para cambiar la marea en su contra que ha orquestado la élite.
Lo que está en juego es el futuro de la nación colombiana, más allá de los intereses políticos, económicos y de clase. Una nación, que cómo decía Bushnell, existe a pesar de sí misma, en la que “los mismos partidos que hasta hace poco sirvieron de ‘opio’ de las masas colombianas… han contribuido, a través de los años, a la propagación de la violencia, cuya recurrencia representa el más evidente fracaso del sistema político”. Y tras décadas de violencia y conflicto esta parece renacer con distintas cabezas, como la hidra, con antiguos y nuevos protagonistas donde la constante es la intransigencia y la intolerancia a la diferencia y al disenso. Cualquier intento de reinventar la nación, de refundarla, de romper con una cadena histórica de eslabones de desigualdad, conflicto y corrupción debe pasar por la redistribución de la tierra y la solución definitiva del conflicto social y armado. Sin una sociedad en paz es difícil visualizar una nueva nación.
Desde la perspectiva de Fernán E. González, que procura hacer una mirada interactiva y multiescalar del conflicto armado y la construcción del Estado en Colombia, propone “combinar el examen de la dimensión objetiva del conflicto centrada en los problemas estructurales de la vida política y económica del país, con la observación de los aspectos subjetivos de la percepción y valoración de tales dimensiones, que enmarcan la opción de algunos agentes sociales por la opción armada dentro de un contexto reciamente marcado por la coyuntura internacional, inicialmente por la guerra fría y después la lucha internacional contra el narcotráfico”.
Ante la visión desesperanzadora de la viabilidad de la nación colombiana, siempre hay voces optimistas como la del historiador Posada Carbó, el de la “nación soñada”, quien alineándose con el filósofo Rorty objeta esa “desesperanza de principios, teorizada y filosofada” y frente a ese derrotismo, las observaciones de Rorty buscan estimular la recuperación de la confianza: “nada en el pasado de una nación hace imposible el que una democracia constitucional recobre su autorrespeto”. Al lenguaje de la desesperanza recomienda anteponer el de las ilusiones: “usted debe ser leal con el país soñado antes que con el que se despierta cada mañana”.
Lo cierto es que hay visiones, si bien desde la academia y no desde el país político, que apuntan a una paz posible a pesar de una “guerra imparable”. Moreno Ojeda, Helmsing y Fajardo Montaña analizan desde múltiples perspectivas, juntos con otros autores la coyuntura del postacuerdo y la construcción de la paz en Colombia. Todas estas aproximaciones insisten sobre lo ya sabido: la reforma rural integral y el desarrollo territorial, las víctimas en el centro de verdad, justicia, reparación y no repetición, la apertura democrática y la participación política, la transición hacia la construcción de paz desde los enfoques de género, el papel de la educación en la transformación de los conflictos y la transición entre una “paz imperfecta” y “la paz con legalidad.
En síntesis, el presidente Petro parece haber equivocado la estrategia –aquella que pretendía lograr los cambios desde adentro del sistema–, pues entre más trata de apaciguar los ánimos de las élites, más poder pierde; su gobierno es ineficaz y lo será cada día más en medio del cerco impuesto desde fuera y de su autoaislamiento. La forma como el gobierno se doblega ante los medios de dominantes de la comunicación, convertidos en jueces que llaman a cuentas a los ministros para exigir sus renuncias, evidencia la debilidad de quien debe estar ejerciendo el poder.
Una realidad que promete que, tres años más en esa misma línea serán, seguramente, devastadores no solo para la figura del Presidente, sino para la ilusión de todo un pueblo que puso sus esperanzas en un verdadero gobierno de cambio. Como dijo el periódico desdeabajo (hermano de LMD, edición Colombia) en su edición agosto 18-septiembre 18 “se trabó la caja de cambios” del progresismo petrista. Si el PH, hoy en el poder, no tiene la vitalidad e imaginación creadora para destrabar el funcionamiento de su motor, corresponderá a la soberanía de la multitud encontrar el camino, en su incólume sabiduría para quebrar el injusto modelo social, económico y político que niega la felicidad de las mayorías nacionales.
Por despejar
¿Qué tan viable es visualizar un país unido en torno a un proyecto común que deje atrás sus más aferrados vicios y errores: violencia, corrupción, luchas intestinas? ¿Hasta dónde hay una voluntad política de la clase dirigente tradicional para reconocer la necesidad y la urgencia de cambios sociales profundos que superen la inveterada desigualdad económica y social? ¿Puede esta sociedad salir adelante con un mensaje claro a sus dirigentes de que lo verdaderamente importante está por encima de cualquier proyecto personal o de clase? ¿Es posible que en el país se dé un libre juego democrático en el que diversas y opuestas fuerzas puedan acceder al poder sin deslegitimar al oponente hasta casi destruirlo? ¿De qué manera puede darse más injerencia y margen político a los movimientos sociales, a las comunidades étnicas y a otros movimientos minoritarios, pero no por ello menos importantes, para que participen de manera activa en las decisiones cruciales del país? ¿Es posible superar, si es que existe, el complejo de una colombianidad, que se ha acostumbrado a vivir, a veces indolente, a veces de espaldas, a una guerra interna, a ver pasar la corrupción frente a sus ojos, a ser ajena del otro necesitado? ¿Hay forma de que los jóvenes sean escuchados, aquellos jóvenes que puedan y quieran interesarse por el país que hoy heredan para no crecer con una desesperanza aprendida y la indiferencia frente a los problemas más urgentes de nuestra sociedad? ¿Pueden los colombianos aspirar a vivir, en un futuro inmediato, como decía un historiador, en la “nación soñada”? ¿Qué tanto la nación colombiana puede cerrar para siempre la noche oscura del conflicto interno y avanzar a una nueva sociedad, a través de la verdad, el perdón, la reconciliación y la no repetición? ¿Es viable que los más altos responsables de masacres, falsos positivos o corruptelas de gran escala, así sean expresidentes, vicepresidentes o generales, asuman el peso de la justicia para responder por sus crímenes, como sucedió por ejemplo en la Argentina tras la dictadura? ¿Es posible que el pueblo colombiano, que elige regularmente a sus gobernantes, se desprenda de las influencias mesiánicas, populistas y caudillistas y dar su voto por quien esté dispuesto a gobernar con efectiva y decisiva participación social? ¿Puede aprender Colombia de tantas otras naciones que en el pasado reciente han logrado superar guerras internas y ponerles punto final para así enfocarse en proyectos con predominio del bien común? Y de manera más aguda: ¿Sigue siendo el modelo político actual el más apropiado para esta nación? ¿Hay posibilidad de replanteamientos de fondo sobre la forma de estructurar la gobernabilidad de esta nación? ¿Quiénes pueden ser los actores con posibilidad de mover y gestionar estos replanteamientos estructurales de la sociedad? ¿Qué aprendizajes puede sacar esta sociedad de gobiernos progresistas latinoamericanos de los últimos veinte años y, por ejemplo, de la revolución cubana y la chavista-bolivariana, para no repetir sus errores? ¿Es factible visualizar una clase, poderosa económicamente, que asuma y acepte modelos de tributación progresiva, como los existentes en Europa, con el fin de reducir las brechas de desigualdad?
* Escritor, integrante del Consejo de Redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.
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