Recuento de la vida y la obra de Francesca Gargallo (Siracusa, Italia, 1956-Ciudad de México, 2022), novelista, poeta, historiadora, traductora, ensayista y teórica del feminismo, y autora de ‘La decisión del capitán’, ‘Al paso de los días’, ‘Los extraños de la planta baja’, ‘Ideas feministas latinoamericanas’ y ‘Estar en el mundo’, entre otros títulos.
“El verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente”. Plasmada en boca del emperador Adriano por Marguerite Yourcenar, esta sabiduría define, en paralelo, a una escritora italiana que decidió hacerse mexicana cuando a principios de los ochenta llegó, por azar, a Concepción del Oro, Zacatecas, e hizo de ésta su Ítaca. Aunque por cuestiones relacionadas con su labor docente Francesca Gargallo residió, hasta su prematuro fallecimiento, acaecido el 3 de marzo de 2022, en Ciudad de México, hizo de su obra maestra, La decisión del capitán (Era, México, 1997, reeditada en 2021 por el Fondo de Cultura Económica), una carta de amor a esa entidad: “Me sedujo a través de no hacer nada, esos son los verdaderos seductores, los que no necesitan mover un dedo”.
Nacida en Siracusa, Italia, el 25 de noviembre de 1956, Francesca Isabella Gargallo di Castel Lentini Celentani es un personaje tan o más fascinante que los creados por ella: Isabella, Lucía, Mariana, Begonia, Constanza de Andrada y “la escritora” de Marcha seca (Era, 1999), apasionadas, autosuficientes, aventureras, en las que, simultáneamente, conviven Ulises y Penélope; capaces de defender a un amigo en un pleitode cantina y surcar los mares con sólo una mochila. De amar abnegadamente, no nada más al amante, también al hijo, al hijo del hermano, al amigo.
Novelista, poeta, historiadora y una de las más progresistas teóricas del feminismo; licenciada en Filosofía por la Universidad de La Sapienza en Roma y doctora en Estudios Latinoamericanos por la Unam, empezó a escribir desde que, a los seis años, le enseñaron a hacerlo. Estaba enamorada de su maestra y pensaba que algún día le escribiría lo que sentía por ella. A los doce años se propuso reescribir la Constitución italiana porque no le gustaba. Su abuela paterna, Ada Sdrin Comnena, griega y exaltadamente romántica, pobló su mundo de sentimientos heroicos alucinados tras leerle La Ilíada. La abuela materna, Gilda Cosmo, era sobrina del más importante dantista de sus tiempos. No es coincidencia, pues, que la nieta lleve el nombre de la heroína oscura de Dante, antítesis de Beatrice, Francesca de Rimini, castigada en el Infierno con la melancolía eterna de mirar a su amado Paolo sin llegar a tocarlo. Gilda, a decir de Francesca, era una mujer fría que, sin embargo, adoró a su nieta, “era la más amorosa, viva, vital y empujadora mujer del mundo; la que me decía que durante las menstruaciones se puede comer todo lo que una quiere porque no se engorda; teoría que me hizo amar el menstruar”. Su madre, en cambio, era una bióloga que se frustró porque tuvo seis hijos. Su padre, Gioacchino Gargallo-Sdrin (1923-2007), era un escritor de filosofía de la historia, de quien la propia Francesca tradujo al español su entera Historia de la Historiografía moderna, en cuatro volúmenes, no obstante la cordial enemistad que los enfrentó toda la vida.
De Siracusa a Zacatecas
El nomadismo lo llevaba en la sangre y en los astros. Necesitaba desbaratar el estigma de su nombre: dejar de anhelar, salir a tocar. Aunque su familia era rica, más aún, aristócrata, viajó en calidad de estudiante pobre, quedándose en casas de pueblo y comiendo en fondas. Recorrió los Balcanes y el Mediterráneo, pasó por Nueva York, donde trabajó como baby sitter. Un día, harta de esta aséptica ciudad, se montó, mochila al hombro, a un camión Greyhound que la depositó en Texas. Fue ahí donde pidió aventón a un camionero mexicano: “lléveme a donde vaya usted”, le dijo, valiente o demasiado ingenua. Pero llegó a Zacatecas: el mejor lugar del mundo. Para entonces ya había publicado dos libritos en italiano: Itinerare (poesía, 1980) y Le tre Elene (cuento, 1980), pero en México no sólo se reafirmó en su pasión por la escritura: enamorada del idioma, adoptó el castellano como lengua literaria. “Llegar a escribir español me costó cinco años de silencio. Le debo al maestro Jorge de la Serna, en la Unam, haberme obligado a hacerlo. Me hizo leer, hasta el placer absoluto, a Quiroga, a Jorge Isaacs, a todo Riva Palacio y a Josefina Vicens. En un principio creí que sufriría limitaciones para expresar todo lo que quería, pero dos amigos, Rosario Galo Moya y Eduardo Molina y Vedia, me dijeron que no tuviera miedo, que ellos corregirían el estilo”. Su primera novela en castellano y publicada en México fue Días sin Casura (Leega Literaria, México, 1986), donde aborda la dura experiencia de una periodista italiana inmersa en la guerrilla de un país extranjero. Nos sorprendió con personajes femeninos que se asumen potencialmente libres. Mujeres que estudian, aman, desean y, sobre todo, viajan. Ejercen, además, una bisexualidad como búsqueda de sí y de las otras.
La libertad, la experiencia, la ecología, el humanismo, la solidaridad y la maternidad son los temas predominantes en su narrativa. La mejor de sus novelas, la que la consagró como una de las más destacadas escritoras mexicanas –Juan Villoro la ubicó entre Rosa Beltrán y Carmen Boullosa– es una de corte histórico cuyo protagonista es un varón: La decisión del capitán. Ambientada en el siglo xvi, narra el itinerario bélico, vital y pasional de Miguel de Caldera, fundador de San Luis Potosí, y de quien Francesca aporta una visión que no por personal se aleja de la verdad histórica.
Al paso de los días: la tragedia del mundo
Ninguna, sin embargo, tan radical y apasionante como Al paso de los días (Terracota, México, 2013). Recoge un poco de las demás; la tragedia ecológica de Marcha seca; los dilemas existenciales de Estar en el mundo y la crítica y denuncia sociopolítica de Los pescadores del Kukulkán… tiene, además, a los pasajeros de un avión secuestrado y, posteriormente, abandonados a su suerte en el desierto. Siete sobrevivientes de un singular acto terrorista, perpetrado, al parecer, por la propia tripulación de aquel vuelo Marsella-París, entre los que destacan un famoso escritor con una fatwa pendiendo sobre su cabeza (¿Salman Rushdie?), un afamado galán de cine de acción, un exmilitar serbio, una profesora y escritora que es una especie de amazona –como la propia autora– y una niña de trece años. Su periplo será captado por una cámara de ubicación desconocida que proyecta estas imágenes al mundo gracias al estertor del único satélite que se mantiene en funciones… un mundo que parece a punto de desmoronarse por un apocalipsis forjado a conciencia por la ambición desmesurada de algunos. El mundo, como señala uno de los personajes, se ha transformado en un cadáver que sigue vivo porque sus uñas siguen creciendo. Y esta es la única transmisión televisiva que se puede sintonizar y que algunos, particularmente los involucrados con estos personajes, la siguen como si se tratara de una telenovela. No hay un protagonista definido, ni siquiera la amazona que, ya muy avanzada la narración, descubriremos que se llama Irene y cuyo firme carácter la convierte en líder. Cada personaje, tanto las víctimas del ataque como aquellos que siguen su periplo a través de televisión, incluso los políticos y funcionarios de países remotos que deben coordinarse para resolver aquel problema que podría propiciar un desastre diplomático, así como los científicos, responsables indirectos del desastre ecológico que tiene íntima relación con el suceso, todos, tienen voz. Posteriormente, en una interesante editorial colombiana, Desde Abajo, publicó Los extraños de la planta baja, su novela más personal, cuyo origen es el cambio de un hermoso departamento de la Condesa, herencia de su padre, por un gran terreno en Santa María la Ribera donde, de a poco, erigió una comuna para artistas marginales. “La Santa María –explica– me ofreció una ruina de casa hermosa, señorial, de 450 metros, construida originalmente en 1901 para dos hermanos panaderos devotos de
San Pascual Bailón. Esos muros a medio caer, que hemos reconstruido entre muchos, respetando su diseño original, nos ofrecen vivir y llevar a cabo proyectos artísticos, proyectos que hacen barrio”.
Ideas feministas latinoamericanas, ensayo filosófico sobre el feminismo latinoamericano, puede ser también una guía para comprender su narrativa, en principio porque aborda ampliamente a autoras cuya influencia se advierte en su prosa: Graciela Hierro, Rosario Castellanos, la colombiana Marvel Moreno y las poetas mexicanas Dolores Castro y Enriqueta Ochoa. Se identifica más con ellas que con Simone de Beauvoir –podría decirse incluso que le simpatiza más el entrañable amigo de ésta… no, Sartre no, sino Maurice Merleau-Ponty–, pese a que, como la francesa, se define feminista integral.
América Latina y más
El latido de su narrativa, no obstante, no es exclusivamente latinoamericano: imposible no asociarla con Elsa Morante, con Doris Lessing… con Fatima Mernissi en su faceta ensayística. Testigo presencial de las más devastadoras guerrillas sudamericanas, en medio de las cuales elaboró su tesis de doctorado y de las que se nutre gran parte de su narrativa, en particular su novela Estar en el mundo (Era, México, 1994), nos hace una descripción terrible, poética y sorprendente de un continente que visualiza como a una esposa sometida esforzándose por levantar cabeza. Sus últimos libros fueron Plan campesino de mujeres, amorosa edición realizada en Oaxaca por una editorial pequeñita –y feminista– de nombre Campamocha, que logró sacar un tiraje de mil ejemplares. La otra, La costra de la tierra, impreso en “zona autónoma” (sic), aparece bajo el enigmático sello Cisnenegro (lectores de alto riesgo), con apenas cien ejemplares. Plan campesino de mujeres, pese a su título panfletario, es una novela tan espléndida como las anteriores, complementaria con La costra de la tierra y el thriller Al paso de los días. Extraordinarias aventuras con un trasfondo de crítica política global y, por lo mismo, más “peligrosas”. Plan campesino… es muy informativa, no menos literaria, no menos novela; de hecho, Francesca vuelve poesía cuanto toca, detalles sobre los riesgos de que el maíz transgénico termine mezclándose con el natural; o cómo la ayuda humanitaria a los países pobres ha terminado por servir de puente a compañías de agroquímicos para filtrar organismos genéticamente modificados, mientras que en La costra de la tierra, una médica forense, un chamán, un pintor y un geólogo libran una lucha contra la modernidad depredadora que amenaza con colonizar las libertades individuales… algo tan simple como caminar a placer, en espacios abiertos. No es de extrañar su confesa afinidad con ecofeministas como Ibone Guevara y Vandana Shiva y, estéticamente, con la canadiense Margaret Atwood.
Por Eve Gil -13 Mar 2022 07:29
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