El sistema (lo que quiera que “eso” sea), admite y permite la violación de la igualdad y de la fraternidad. Pero difícilmente permite que haya gente libre. La más peligrosa y riesgosa de todas las ideas y experiencias.
Cuando son libres, los seres humanos tienen la capacidad de decidir incluso hasta el último instante. La tradición filosófica llama a esta capacidad, en unas ocasiones, como “voluntad”, y en otras como “libre albedrío”. El énfasis, naturalmente no está en la capacidad de cambiar de opinión o introducir una acción cualquiera. El énfasis está en: “(incluso en) el último instante”.
Esta es la mejor expresión de libertad, y la esencia misma de la autonomía. No en el hecho de actuar de tal o cual manera, sin constricciones, sin restricciones, sino, por el contrario, y más radicalmente, en el hecho mismo de que, incluso en ocasiones sin razones intelectuales o cognitivas, los seres humanos pueden cambiar impredeciblemente el decurso de una acción.
En otras palabras, la libertad consiste y se expresa a la vez en esa clase de inflexiones o de bifurcaciones que introducimos incluso aunque no sepamos muy bien por qué. Al fin y al cabo, una cosa es la libertad misma, y otra muy distinta, la justificación de la misma. En este último plano entran todos los mecanismos, ideológicos o no, de racionalización y argumentación. En el primer plano, se trata de una vivencia, de una experiencia plena, pura. Kant jamás pudo haberse acercado a aquel primer plano. (No en vano era pietista).
Y es que, propiamente bien entendida, la libertad es ante–predicativa. Lo cual no quiere, en manera alguna, oponerse al hecho que de ella puedan y deban hacerse justificaciones, reflexiones y argumentos de diverso tipo e interés. En lo que sí se acercó Kant, pero sin darse cuenta de ello, fue en el hecho de que la libertad consiste en un interés–desinteresado. Aun cuando el lenguaje y el contexto kantiano sean distintos.
Así las cosas, sólo son libres aquellos individuos que tienen la capacidad de poder variar, ad libitum, una historia, una trayectoria, un programa determinados. Eso, literalmente, incluso aunque sea a última hora. Exactamente en este sentido, contra las racionalizaciones variopintas que se quiera hacer de la libertad, ella es una experiencia límite. O bien porque introduce una nueva fase en la trayectoria de un fenómeno, o bien porque rompe por completo las previsiones y previsibilidades que, hasta ese momento, cabía imaginar.
Dicho en el lenguaje clásico de la revolución de 1789, el sistema, el establecimiento todo lo perdona y lo admite: así, por ejemplo, que en ocasiones no seamos fraternos con los demás, o bien que por momentos nos comportemos de forma inequitativa con otros. Esto es, el sistema —lo que quiera que “eso” sea—, admite y permite la violación de la igualdad y de la fraternidad. Pero difícilmente permite que haya gente libre. La más peligrosa y riesgosa de todas las ideas y experiencias.
En efecto, lo que “el sistema” pide es cosas como afiliación, lealtad, sentido de pertenencia, fidelidad, compromiso y otras cosas semejantes. Pero el criterio propio, la decisión autónoma, en una palabra: la libertad, esa es una idea y una experiencia peligrosa. Precisamente por ello se implementan tantos dispositivos como sean necesarios para hacer a la gente previsible. Y, por tanto, controlable. Política y militarmente, por ejemplo, es el temor que generan siempre los “lobos solitarios” (un contrasentido, en realidad, pues en rigor, los lobos tienen un profundo sentido de la manada).
Lo que hace “el sistema” es convertir a los individuos en seres previsibles, y tan previsibles como quepa imaginar. No en vano, eufemísticamente, se dice, con criterio por lo demás eminentemente fisicalista, que la buena ciencia (lo que quiera que ello sea) hace predicciones. La impronta social y política no cabe ser obliterada.
La libertad auténtica puede ser entendida negativamente como la ausencia de constricciones, restricciones y condicionamientos. En este sentido, exactamente, la verdadera libertad no sabe de causalidad. Pero positiva o afirmativamente, la auténtica libertad introduce imprevisiblemente fluctuaciones, perturbaciones, inflexiones o bifurcaciones allí donde hace justo un instante no las había. En el lenguaje de la complejidad, ello se dice así: la libertad es sensible a las condiciones iniciales, y éstas son radicalmente diferentes a las “condiciones originales”. El concepto de “condiciones iniciales”, originariamente introducido por Galileo, hace referencia a las condiciones en el presente, en cada instante. En otras palabras, se trata de la atención a cada punto crítico, a cada estado crítico.
Los seres libres son verdaderamente pocos; una inmensa minoría. Pues la mayoría sencillamente eso: reacciona, responde, tiene causas y razones para sus actos, y generalmente esas causas son externas aun cuando hayan podido ser interiorizadas y entonces asumidas como propias. Los seres verdaderamente libres poseen un criterio propio, pero no hacen de él un asunto de propaganda. Sin más, los seres verdaderamente libres no hablan de su libertad; la ejercen. Y los reconocemos cuando los vemos. Análogamente como sucede con los sabios, que no hacen de su sabiduría un asunto público, sino, la viven.
El ejemplo es siempre el mejor maestro, pero el ejemplo no es un asunto de técnicas pedagógicas, de estrategias educativas, o de campañas publicitarias. El ejemplo se lo vive, y se lo trasmite “desde adentro”. En este sentido, aunque suene críptico, el Buda decía: “Si lo tienes te lo doy; si no lo tienes te lo quito”.
Al fin y al cabo, los seres humanos son capaces de tomar decisiones, y muchas veces asumen esas decisiones aunque no sepan intelectualmente muy bien por qué lo hacen. Pero en alguna parte de su sistema endocrino, o linfático, por ejemplo, sí poseen los argumentos para su acción o para sus decisiones. Como se ha dicho tantas veces, el cerebro nos engaña, y podemos engañarlo. El cuerpo, por el contrario, jamás nos miente. Sólo que no se trata de subrayar aquí, por otros caminos el dualismo entre mente y cuerpo (res cogitans y res extensa). La buena vida sabe que ambas instancias son una sola, pero que su verdad se enraíza en algún lugar que no se agota en los argumentos o las justificaciones. Aunque en ocasiones estemos obligados a suministrarlas, pues exactamente en ello consiste una vida en común (koinonía), y ulteriormente la vida en sociedad (politeia).
Accedemos a los demás a través de nuestras decisiones, nuestras acciones y nuestras palabras. Y también los demás acceden a nosotros por los mismos medios, principalmente. Pero ello no debe hacernos creer que terminamos de conocer, de apropiarnos o de determinar a los demás. Los otros siempre permanecen como un enigma que no termina de resolverse enteramente. Como el mundo, como la vida.
En resumen, la libertad consiste propiamente en un acto de indeterminación: indeterminación de sí misma, indeterminación del mundo, indeterminación de la vida misma. En esto consiste pensar la complejidad, a saber: en indeterminar los fenómenos. Análogamente a lo que acontece con la libertad; cuando somos libres.
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