No son, no pueden ser, efectos colaterales e indeseados de la guerra contra el narcotráfico. Los periodistas críticos son uno de los objetivos. No el único, porque el blanco principal siguen siendo los de abajo organizados. El asesinato es el modo que tienen los de arriba, esa compleja alianza narco-empresarial-estatal, para desorganizar movimientos y para neutralizar a los periodistas críticos y a los medios (pocos) que los publican. Me resisto a verlo de otro modo, por la propia historia de los medios.
Hasta hace algunas décadas, hasta los años 70 u 80 (fechas algo arbitrarias), quienes ponían orden en las redacciones eran los jefes de sección: política, sociedad, cultura, y así. El consejo de redacción era una suerte de comité central en los diarios y revistas semanales, que eran los medios más difundidos, seguidos y apreciados por quienes deseaban informarse con un mínimo de calidad en cuanto a los análisis y el estilo.
El jefe de cada sección acostumbraba reunirse con el grupo de periodistas que le tocaba dirigir, les proponía temas y escuchaba alguna observación, menor porque el poder funcionaba de arriba abajo. Un viejo periodista tupamaro, que oficiaba luego de la dictadura uruguaya como editor del quincenario Mate Amargo, solía decir –medio en broma medio en serio– que el “buen periodista” se limitaba a preguntar “cuántas líneas” debía escribir (hasta entonces no se mentaban caracteres) y, sobre todo, si la nota debía ser “a favor o en contra”.
Con los años, la crisis de las jerarquías y, sobre todo, del patriarcado, las relaciones en los medios (por lo menos en la prensa que es lo que conozco), sufrieron un fuerte cimbronazo. A propósito, el consejo de redacción de Brecha está hoy integrado sólo por mujeres, la directora y las cuatro jefas de cada sección, son mujeres. Y jóvenes.
Más que cambio, un verdadero tsunami que habría dejado perplejos a los periodistas con los que nos formamos, muchos de ellos provenientes de la mítica Marcha, donde escribieron entre otros Carlos María Gutiérrez (autor de la primera entrevista a Fidel en Sierra Maestra y fundador de Prensa Latina junto a Rodolfo Walsh) y Gregorio Selser, quien también colaboró en La Jornada.
Hoy las redacciones son bien distintas. Los y las periodistas suelen tomar la iniciativa, proponen temas y definen las formas de abordarlos, encaran investigaciones sin esperar el visto bueno de sus jefes. Se comportan cada vez con mayor autonomía y, aunque pueden ser una minoría, saben lo que quieren y el modo de conseguirlo. Aunque no la conocí personalmente, Miroslava Breach debe haber pertenecido a esta estirpe y abrevado en el mismo pozo.
Lo que pretendo decir es esto: se asesina periodistas en vez de atentar contra medios, como se hacía antes; y ahí están las decenas de periódicos cerrados por las dictaduras o el atentado contra El Espectador en Bogotá por el grupo de Pablo Escobar, en 1989, con más de 70 heridos. Los periodistas críticos –reporteros, fotógrafos, etcétera– son un objetivo en sí mismos, como lo son los dirigentes de movimientos antisistémicos.
En los 20 años que duró la guerra de Vietnam (1955-1975) fueron muertos 79 periodistas (goo.gl/FO3meD), habiendo sido el conflicto armado con mayor cobertura de prensa en la historia y uno de los más letales, con una cifra de muertos que, según las fuentes, superó los 4 millones. La cifra contrasta vivamente con los más de 120 periodistas asesinados en México desde 2000, en una situación completamente diferente a la del sudeste asiático.
El aumento de los crímenes contra periodistas forma parte del control a cielo abierto que realiza el sistema, para lo cual se vale tanto de los aparatos armados del Estado como del narco. El modo de operar ha cambiado de forma radical en el pasado medio siglo.
A partir de Vietnam, donde el periodismo jugó un papel relevante a la hora de informar a la población, comenzaron a cerrarse puertas. Imágenes como la de la niña desnuda huyendo de un bombardeo con napalm o la cinta de un oficial ejecutando de un tiro en la cabeza a un guerrillero desarmado, contribuyeron de modo decisivo para volcar a la opinión pública –en particular a la estadunidense– contra la guerra.
En muchos sentidos el fracaso de Vietnam fue un parteaguas. Ahí nacieron las “políticas sociales” de la mano de Robert McNamara, quien se había desempeñado como secretario de Defensa durante Vietnam y luego como presidente del Banco Mundial, quien comprendió que las guerras no se ganan con armas. Esas política, devastadoras de la autonomía y autoestima de los de abajo, hasta el día de hoy, son hijas de la derrota militar yanqui.
Esos mismos años sucedieron dos hechos adicionales que vale recordar. Uno, el capitalismo contra-ataca al movimiento obrero con una completa restructuración laboral, de la cual nace la automatización en los países centrales y la maquila en los periféricos.
Dos, la guerra contra las drogas hizo sus primeros ensayos contra el partido Panteras Negras, en Estados Unidos a finales de la década de 1970, asesinando dirigentes y desarrollando el llamado “Programa de Contrainteligencia”, para aniquilar una organización que había conseguido hondos vínculos comunitarios. De la mano de la FBI se inundaron los barrios negros de drogas, como parte de la lucha contra la “insurgencia”.
A propósito, es necesario recordar que el periodista californiano Gary Webb fue “suicidado” en 2004, presuntamente por los servicios de inteligencia estadunidenses, por sus investigaciones que pusieron en evidencia las conexiones de la CIA con la venta masiva de crack en barrios negros para financiar las guerras ilegales del Pentágono.
Es evidente que la alianza narcos-estado-burguesía goza de buena salud, siendo uno de los más sólidos pilares de los regímenes llamados “democracias”. Pese al horror, no debemos perder el norte: los asesinatos forman parte de una guerra contra los pueblos. No matan por ser periodistas sino por su compromiso con los de abajo
La crisis de la democracia en el neoliberalismo
Emir Sader
Un elemento que se ha globalizado rápidamente ha sido el de la crisis de la democracia. En Europa, que se enorgullecía de sus sistemas políticos, las políticas de austeridad han promovido la generalizada deslegitimación de esos sistemas, centrados en dos grandes partidos. Cuando ambos asumieron esas políticas económicas antisociales, han entrado en crisis acelerada, perdiendo votos, intensificando el desinterés político por las elecciones, dado que esos dos partidos promueven políticas similares. Han empezado a surgir alternativas –en la extrema derecha y en la misma izquierda–, que ponen en crisis esos sistemas, por la derecha de forma autoritaria, por la izquierda buscando el ensanchamiento y la renovación de las democracias.
Hasta que la crisis de las democracias dio un salto con el Brexit y con la elección de Donald Trump en Estados Unidos. En Gran Bretaña, los dos partidos tradicionales fueron derrotados en una decisión crucial para el futuro del país y de la misma Europa, con la decisión mayoritaria de salida de la Unión Europea. Lo cual refleja cómo esos dos partidos no han sabido entender el malestar de gran parte de la población –incluso de amplios sectores de la misma clase trabajadora– respecto de los efectos negativos de la globalización neoliberal. Los trabajadores, electores tradicionales del Partido Laborista, concentraron su voto por el Brexit, en contra de la decisión de ese partido, y terminaron decidiendo la votación.
En Estados Unidos no es sólo la victoria de un candidato outsider, que enfrentó al Partido Demócrata, sino también a los grandes medios, a la dirección de su propio partido, a los formadores de opinión, para ser electo. El triunfo de Trump representó una derrota para los dos partidos como expresiones de la voluntad organizada de los estadunidenses.
Por todas partes la democracia tradicional hace agua. Los partidos tradicionales pierden aceleradamente apoyos, las personas se interesan cada vez menos por la política, votan cada vez menos, los sistemas políticos entran en crisis, ya no representan a la sociedad. Es la democracia liberal, que siempre se autodefinió como “la democracia”, la que entra en crisis, bajo el impacto de la pérdida de legitimidad de gobiernos que han asumido los proyectos antisociales del neoliberalismo y de la misma política, corrompida por el poder del dinero, que en el neoliberalismo invade a toda la sociedad, incluso a la misma política.
En América Latina, dos países que habían fortalecido sus sistemas políticos, mediante gobiernos y liderazgos con legitimidad popular, como Argentina y Brasil, han retrocedido hacia gobiernos que pierden –o nunca han tenido– apoyo popular. El mismo sistema político sufre con gobiernos que han hecho promesas o han sido elegidos con programas distintos a los que ponen en práctica. El programa neoliberal de ajustes fiscales profundiza la crisis de legitimidad de los gobiernos y de los mismos sistemas políticos.
La concepción que preside al neoliberalismo, que busca trasformar todo en mercancía, llegó con plena fuerza a la política, con sus financiamientos privados, con campañas adecuadas a servicios de marketing, con millonarias actividades que hacen de las campañas un despliegue de piezas publicitarias casi al estilo de cualquier otra mercancía. Por otra parte, gobiernos copados de ejecutivos privados los hacen cada vez más parecidos a empresas, por el personal y por la concepción que preside a gobiernos con mentalidad de mercado.
La era neoliberal es, así, la era del agotamiento del sistema de las democracias liberales. Los agentes que le daban legitimidad –parlamentos con representación popular, partidos con definiciones ideológicas, sindicatos y centrales sindicales fuertes, dirigentes políticos representantes de distintos proyectos políticos, medios de comunicación como espacio relativamente diversificado de debates– se han vaciado, dejando al sistema político y a los gobiernos suspendidos en el aire. El desprestigio de la política es la consecuencia inmediata del Estado mínimo y de la centralidad del mercado.
La crisis de las democracias se ha vuelto uno de los temas que se extiende de Estados Unidos a América Latina, pasando por Europa y por Asia. Ya no se trata de reivindicar un sistema que se ha agotado, sino de construir formas alternativas de Estado, de sistemas políticos y de representación política de todas las fuerzas sociales.
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