La llegada de los rebeldes al poder fue un revulsivo en la región latinoamericana y en el mundo, pero fue también la ocasión para poner en debate, y en acción, aquello que había fracasado en las revoluciones anteriores, en particular en la rusa. La cuestión de la burocracia, de los estímulos morales o materiales y de la necesidad de superar la jerarquía del trabajo intelectual ante el manual, adquirieron centralidad en los debates que impulsó el Che y que tuvieron eco en los principales intelectuales de izquierda de la década de 1960.
Desde sus comienzos la revolución tomó rumbos originales y promovió actitudes solidarias de los militantes y cuadros que fueron a trabajar en las cosechas de caña o a colaborar con causas revolucionarias en otros países. La importancia que adquirió el trabajo voluntario no puede ser soslayada, ya que es una muestra de conciencia de una parte del pueblo cubano. Como señalara el Che, la importancia del trabajo voluntario no se relaciona con la economía sino que se refleja “en la conciencia que se adquiere frente al trabajo y en el estímulo y ejemplo que significa esa actitud para todos los compañeros de las distintas unidades de trabajo”.1
Fue más importante aun porque en el trabajo voluntario estuvieron involucrados no sólo militantes del partido y cuadros, sino también administrativos y técnicos que establecieron, como señala el Che, lazos horizontales de camaradería allí donde la organización capitalista del trabajo los mantenía separados. En este punto el Che manifiesta una posición que lo entronca con lo mejor del pensamiento crítico y las experiencias emancipadoras: “El trabajo voluntario se convierte entonces en un vehículo de ligazón y de comprensión entre nuestros trabajadores administrativos y los trabajadores manuales, para preparar el camino hacia una nueva etapa de la sociedad (…) en la que no existirán las clases y, por lo tanto, no podrá haber diferencia alguna entre trabajador manual o trabajador intelectual, entre obrero o campesino”.
AÑOS LUMINOSOS.
Sería ocioso enfatizar sobre la coherencia entre palabra y acción en militantes como el Che. La dirección cubana, por lo menos en la década de 1960, no escatimaba el debate sobre la burocratización del Estado, ni sobre los principales problemas que enfrentaba la sociedad posrevolucionaria. Fueron años luminosos con amplias discusiones en las que intervinieron el Che, Charles Bettelheim y Ernest Mandel, entre otros, cuyas posiciones fueron publicadas en Cuba entre 1963 y 1964 y debatidas abiertamente. No es el objetivo de este artículo reproducir aquellos debates, sino apenas usarlos como espejo en el que observar nuestra discusión actual sobre la transición a un mundo nuevo, para comprobar el terreno perdido por la rigurosidad y la profundidad en aras de análisis de escaso vuelo político y teórico.
Mandel hizo una buena síntesis de los debates. En su opinión, había cuatro cuestiones. Dos de ellas se relacionaban con la política del gobierno revolucionario: la organización de las empresas industriales y el papel de los estímulos materiales en la construcción del socialismo. Las otras dos eran de orden teórico: si la ley del valor opera en la transición, y el carácter de los medios de producción estatizados, si eran mercancías, propiedad social o tenían otra naturaleza. Una parte sustancial de la discusión se centraba en la supervivencia de las categorías mercantiles en la nueva sociedad, cosa que el Che tendía a negar, preocupado por las consecuencias en la subjetividad de los trabajadores.
El Che defendió la planificación centralizada frente a quienes promovían la autonomía financiera de las empresas, que argumentaban que favorecía la eficiencia y la rentabilidad. En cuanto a los estímulos materiales, no los rechazaba de plano pero creía que podían atentar contra la cohesión de la clase trabajadora y fomentar el enriquecimiento individual. Era consciente de que el estímulo material sólo podía morir gradualmente, y contra quienes apostaban a que era la palanca para el crecimiento económico, sostuvo que “en tiempo relativamente corto el desarrollo de la conciencia hace más por el desarrollo de la producción que el estímulo material”. Respecto de la organización de las empresas, el proceso cubano fue atravesando varias etapas que modificaron su realidad.
A grandes rasgos, el intenso debate de los años sesenta y las experiencias de los años 1967¬1970 tuvieron un final abrupto con el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, en la que el partido y el gobierno habían empeñado al país aun al costo de desorganizar la producción. A partir de ese momento Cuba adoptó los criterios económicos de la Unión Soviética. Pero antes de esa coyuntura crítica, se tomaron decisiones realmente interesantes, aunque algunas de ellas puedan considerarse utópicas y hasta aventureras.
El Che y sus aliados en el gobierno eran partidarios de limitar las relaciones mercantiles. Una de esas expresiones era la prioridad que otorgaban al trabajo voluntario, pero también se negaban a considerar que las empresas estatales fueran mercancías, y sostenían que la ley del valor no regularía la economía cubana, sino el plan, mostrando la contradicción existente entre plan y mercado. En ese sentido, las empresas no debían tener autonomía ya que ésta alentaría las relaciones mercantiles. En realidad era un debate de hondo contenido político bajo formas económicas, debate en el que se ponía el acento en la educación, la “eliminación de las taras de la vieja sociedad” y el avance de la conciencia de los trabajadores.
Sin embargo, la ofensiva de este sector contra esas “taras” llegó, en opinión de muchos analistas y más adelante de la propia dirección cubana, a tomar medidas ilusorias que naturalmente fracasaron: supresión de las primas y las horas extraordinarias, supresión total de los alquileres (que al comienzo de la revolución habían sido reducidos al 10 por ciento del salario del arrendatario), gratuidad del teléfono y de otros servicios. Pero además desapareció la contabilidad financiera y el cálculo de rentabilidad de las empresas, con lo cual “había desaparecido el método para saber si los obreros, empleados y directivos trabajaban poco o mucho, bien o mal, si se producía a bajo o alto coste, si merecía la pena producir un bien o importarlo”, como señala Arturo Recarte.
El salario se desvinculó de cualquier pauta de rendimiento y en 1966 se suprimieron los sindicatos y las organizaciones de masas, con excepción de los Comités de Defensa de la Revolución. Parte de la ofensiva contra las relaciones mercantiles se concretó en el cierre masivo de tiendas, almacenes y talleres, convirtiendo a los artesanos y comerciantes en proletarios. Sólo en La Habana se nacionalizaron 13 mil establecimientos privados (unos 55 mil en todo el país); en 1968 el sector privado había dejado de existir y medio millón de habitantes de la capital se disponían a trasladarse al campo para participar en la zafra.
Pero las propuestas del Che, expresadas en su rechazo tanto a las categorías mercantiles como a la burocracia, mostraban una seria preocupación por la posible constitución de una capa privilegiada de tecnócratas y burócratas como los que había conocido en sus viajes a Polonia, Checoslovaquia y la República Democrática Alemana, donde “encontraba al hombre soviético muy parecido al yanqui”, ya que se afanaba en producir más para ganar más.
El fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas en 1970 generó enormes tensiones sociales y económicas y una gran desorganización de la producción, ya que se habían abandonado sectores enteros en aras de tal propósito. En ese momento se registró un profundo viraje hacia la Unión Soviética que tuvo consecuencias de largo plazo para la revolución. Nació la “nueva política económica”, los salarios quedaron vinculados a la productividad, la política de gratuidades fue limitada, se redujeron las jubilaciones y pensiones y algunos precios sufrieron incrementos. Los controles contables y financieros sobre la actividad de las empresas fueron reinstalados, mejorándose la información estadística, al tiempo que se retornó al sistema de presupuesto estatal.
LA VÍA SOVIÉTICA.
En 1975 el primer congreso del Partido Comunista de Cuba oficializó el viraje: “El sistema de dirección de la economía debe fundamentarse en las leyes económicas objetivas que actúan en la etapa de construcción del socialismo, y dentro de éstas, tener en cuenta la vigencia de la ley del valor, y de las relaciones monetario-mercantiles que existen”. En adelante las empresas mantendrán relaciones mercantiles, un director como autoridad máxima designada por el órgano superior y asesorado por un consejo de dirección donde están representados los sindicatos, y el trabajo voluntario será regulado por ley. En 1971 se había promulgado una ley de trabajo obligatorio.
Aunque se mantuvo la espectacular reducción de las desigualdades sociales en beneficio de los más pobres, el pleno empleo y el carácter gratuito de servicios como salud, vivienda y educación, la cantidad de burócratas aumentó dos veces y media entre 1973 y 1984; en una década los empleados administrativos pasaron de 90 mil a 248 mil y el personal directivo de 180 mil a 250 mil, distorsiones que tuvieron consecuencias en la producción y en la sociedad. Hubo empresas donde la mitad de los empleados eran obreros y la otra mitad administrativos y técnicos, como consecuencia de la ampliación del abanico salarial a favor de los más capacitados, lugar que todos querían ocupar aunque no lo merecieran o no estuvieran preparados. En paralelo, aumentó el ausentismo, cayó la productividad en el trabajo y se expandió el mercado negro. Algo común a todos los países socialistas.
El péndulo de la historia llevó a la revolución desde los experimentos igualitarios hasta la instauración de jerarquías, en cuya cúspide aparecen los altos funcionarios del partido y del Estado, que cuentan con privilegios a los que no accede la mayor parte de la población (véase nota de Amaury Valdivia). Desde la mirada centrada en las relaciones sociales puede concluirse que hubo un reforzamiento de la división del trabajo, que aumentaron las desigualdades y disminuyó el contrapoder de los trabajadores respecto de los primeros años.
En 1965 se habían instaurado consejos de trabajadores en las empresas para juzgar los problemas de disciplina y darle seguimiento a la legislación laboral, pero fueron gradualmente limitados, mientras se reforzaron los poderes disciplinarios de los administradores aunque, todo debe decirse, en 1977 la mayoría de los trabajadores participaban en las asambleas mensuales de producción en las grandes empresas.
En el caso de Cuba, al igual que en los países orientados en torno a la Unión Soviética, llama la atención que no haya habido debates sobre el carácter de clase del poder, como existieron en Rusia y China, y como debatían en esos años los intelectuales cercanos a la revolución cubana. Sorprende porque en Cuba, a diferencia de lo que sucedía en otros países socialistas, la posibilidad de opinar y disentir no había sido completamente coartada. No existe y nunca existió un debate sobre si la burocracia estatal, cuya existencia nadie niega, es una clase o el germen de una clase opresora. La ideología soviética siempre excluyó esta eventualidad, de modo que las movilizaciones sociales y la crítica que sobreviven bajo el régimen posrevolucionario se identifican siempre con los enemigos de la revolución y el imperialismo. Es un comportamiento distinto al que vivieron los comunistas chinos bajo la revolución cultural, en la que los enemigos de clase y las fuerzas sociales en pugna eran producto del período de transición.
La revolución cubana ha sido muy importante para la región latinoamericana, contribuyendo como ningún otro proceso al fortalecimiento y la autoestima de los sectores populares organizados: mostró que es posible derrotar a las oligarquías locales y resistir exitosamente al imperialismo; enseñó que, en el acierto o en el error, aun los pequeños países pueden tomar sus propias decisiones de forma independiente respecto de los poderosos del mundo. Pero también dejó una simiente problemática: la negación de las contradicciones bajo el nuevo régimen casi siempre supone la acusación a los disidentes de hacerle el juego al enemigo. En este sentido, se actualiza una de las peores tradiciones del movimiento comunista internacional, la que llevó a Stalin a imponer un poder omnímodo acusando de agentes del enemigo a todos los disidentes, diferencias que se saldaron en prolongadas estancias en los campos de trabajos forzados (gulag) o frente al paredón, práctica que en Cuba, por fortuna, ha sido excepcional.
1. Las referencias a los escritos del Che están tomadas de Obras escogidas. Tomo 2(Fundamentos, Madrid, 1976), y de Escritos económicos (Pasado y Presente, Córdoba, 1969).
Para los debates sobre economía véase Ernest Mandel, “El gran debate económico”, en Ernesto Che Guevara Escritos económicos (Pasado y Presente, Córdoba, 1969) y en Paul Sweezy y Charles Bettelheim, Algunos problemas actuales del socialismo (Siglo XXI, Madrid, 1973).
Los datos sobre Cuba provienen de Janette Habel, Rupturas en Cuba(Universidad Veracruzana, México, 1994), y Arturo Recarte, Cuba: economía y poder (1959-¬1980) (Alianza, Madrid, 1980).
Leave a Reply