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Los restos de un sueño. Nicaragua, 25 años después

GRANADA.– Yamislet vive en el municipio de Santa Teresa. El 19 de julio se paró a las 3 de la mañana: quería estar –12 horas después– en la celebración del aniversario de la Revolución Sandinista.

Su pueblo dista algo más de 100 kilómetros de Managua: unas seis o siete horas en un país con un transporte público deficiente. Tanto, que la mayoría de sandinistas de las provincias negociaron días antes viajes expresos con choferes de autobuses. De lo contrario –como Yamislet– corrían el riesgo de no llegar nunca…

Viajar hacia Managua sin haberlo previsto resulta, pues, complicado y cansado. Pero Yamislet dice debérselo a “su Revolución”. Trabaja en una cooperativa agraria que pasea turistas en un volcán. Le va peor que cuando laboró para una familia mexicana en Costa Rica, pero en su patria se siente a gusto. Aquí los sandinistas le enseñaron a leer.

Además, no tiene jefe. Claro que tampoco seguro social: los liberales se lo quitaron (como a un millón de compatriotas más). Esta noche quiere que sus vecinos la vean por televisión.

Pero el día se presenta lleno de obstáculos: amaneció lluvioso. En la comunidad de Rivas, Yamislet se guarece bajo una parada de autobús atestada de viajeros. Silencio. Pasan las horas y no llega un solo camión. De pronto, varios de golpe: todos con sandinistas ataviados de color rojo y negro.

Cada autobús porta el nombre de un pueblo. Inesperadamente se detiene uno, amarillo, que alguna vez transportó a escolares estadunidenses. Va hacia Managua, directo, por 30 córdobas (unos dos dólares: 5% del salario mínimo rural). Yamislet lo aborda.

Rumbo a Managua

Rumbo a Managua avanza una serpiente multicolor: autobuses contaminantes se abren paso por carreteras atestadas de baches y hoyos. A izquierda y derecha, campos y haciendas revestidos de un verde exultante, tropical, húmedo… Arriba, el cielo gris plomizo. Dentro de los autobuses hay un ambiente militante y poco silencio.

Los compas cantan viejas canciones de lucha y, sobre todo, su himno: “Adelante, marchemos compañeros/ avancemos a la Revolución/ nuestro pueblo es el dueño de su historia,/ arquitecto de su liberación…”

Si no fuera porque nadie porta armas (al menos visibles) daría la impresión de que estamos asistiendo a la entrada en Managua, en 1979. La mayoría de los sandinistas que viajan en autobús son, en efecto, jóvenes. Muchos seguramente no habían nacido cuando el dictador Anastasio Somoza huyó del país. O eran niños cuando Daniel Ortega y sus muchachos gobernaron Nicaragua (1979-1990).

Se nota que sus padres les contaron de un sueño colectivo llamado Revolución…

La mayoría no tiene recursos para migrar. A otros –como a Yamislet– ya no les apetece, y los que se fueron no quieren saber nada ni de Sandino ni de sus secuaces.

El sueño americano los conquistó: los nicaragüenses que residen en Estados Unidos ya se acercan al millón. Aunque no son tantos como los salvadoreños, sus remesas son fundamentales para la maltrecha economía nacional y, claro, para favorecer la desinversión social en un clima de gobernabilidad, roto por los maras que regresan del norte.

La Plaza de la Fe

Al entrar a Managua nadie se acuerda de los problemas. Ni siquiera de que los autobuses, renqueantes luego de largas y penosas travesías, se vayan quedando, humeantes, en las cunetas.

Los compas son prácticos: paran otro viejo school bus y se suben al techo. En medio de la confusión, un chofer bromea: “Oye, Nelson, ¿y por qué si tu tío Daniel [Ortega] tiene tanta gente, luego nunca gana [las elecciones]”. Y Nelson responde con sarcasmo: “Pero si en realidad nunca pierde… la esperanza.”

El 19 de julio en Managua todos los caminos conducen a la Plaza de la Fe, lugar de celebración. Los autobuses peregrinan hacia lugares aledaños e improvisan un enorme parqueadero. En el centro, un gigantesco monolito –con una foto del Papa– sirve de punto de referencia; al fondo, dos enormes norias de feria, y en medio, un gentío orientado hacia un escenario presidido por cuatro grandes letras, FSLN, que han perdido el rojo y el negro: ahora tienen los colores del arcoiris. Todo un símbolo de los tiempos.

Otra señal, ésta, sonora: entre los gritos de los vendedores se perciben comentarios. La gente adulta comenta la misa de la mañana, celebrada por el cardenal Miguel Obando, antaño furibundo antisandinista. La ofició en honor de los caídos. Ahí estuvo Daniel Ortega, algo impensable hace sólo unos años. Pero los intereses ahora convergen: la creciente exclusión social alienta la deserción política y la religiosa. Además, el purpurado aspira al Premio Nobel de la Paz, propuesto por el propio Ortega.

El discurso de Daniel

En la plaza todo el mundo espera el discurso de Daniel Ortega. Las principales televisoras del país se enlazan en directo cuando el líder comienza a hablar. Su discurso alerta sobre el incontenible avance de la contrarrevolución: la educación y la salud se han convertido en un privilegio, la asistencia social es insuficiente y las deudas están desmantelando la reforma agraria. Por si fuera poco, el crédito es escaso.

Ortega apunta culpables: los gobiernos liberales, las instituciones financieras multilaterales y… las ONG.

Le recuerda a los poderes fácticos que el Frente Sandinista aún tiene la llave de la gobernabilidad. Reclama dignidad, soberanía y moral pública. Reivindica la introducción de formas de democracia participativa que incrementen los controles en este país, uno de los más pobres de América Latina.

Hay algo evidente: pese a los fondos de cooperación y a la condonación de la mayor parte de la deuda nicaragüense, la crisis social es de tal calado que la migración no basta para frenar el descontento político.

Ortega lo sabe. Quiere ganarle votos a la abstención y por eso canta las glorias en un momento internacional más o menos propicio para la evolución de la izquierda: resistencia iraquí y ejemplos cubano, venezolano y brasileño. Cada quien según su contexto.

Es por eso que el FSLN debe militar en la Internacional Socialista… Daniel termina. Son las 19 horas. Obscurece. Yamislet bosteza y mira su reloj: le restan siete horas de viaje hasta su pueblo, en el mejor de los casos. Ya casi nadie viaja de noche en Nicaragua.

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