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La sociedad gestionada

La sociedad gestionada

La figura del empresario presidente, al igual que la idea de que la política en el fondo no es más que una tarea de gestión, eficiencia y cálculo de costo-beneficio, se extienden cada vez más en América y en el mundo. Mientras la ideología empresarial ha logrado calar hondo en la cultura popular y política, los empresaristas puestos a políticos buscan impulsar “modernas” reformas laborales reciclando viejas recetas neoliberales.

 

Emmanuel Macron no es Michel Temer. Tampoco Mauricio Macri, ni Sebastián Piñera, ni Vicente Fox. No es Guillermo Lasso, ni Gonzalo Sánchez de Lozada, ni Juan Carlos Varela, ni Ricardo Martinelli. Y menos que menos Horacio Cartes o Edgardo Novick. Refinado, charmeur, afecto a los tics que marcan el discreto encanto de la burguesía (francesa), egresado de los centros educativos de la elite (el liceo Henry IV, la Escuela Nacional de Administración), Macron le lleva varios cuerpos de distancia, en formación y espesor intelectual, a cualquiera de los integrantes de esa decena de presidentes americanos, actuales o pasados, o de aspirantes a serlo. Se jacta, por ejemplo, de haber estudiado filosofía. Y también de su “apertura” en temas de comportamiento, y de su conexión con el espíritu “libertario” de los jóvenes urbanos. Pero comparte con la enorme mayoría de esos presidentes, ex presidentes y aspirantes a presidentes americanos, muchos de ellos trogloditas básicos, una condición: la de estar fuertemente vinculado al mundo empresarial. Y una visión: la de creer que un país “se administra como una empresa”, con la “racionalidad” de una empresa y la lógica de costos-beneficios de una empresa. También una ubicación en el arco político: la de no reconocerse “en la izquierda ni en la derecha”, la de situarse en un no man’s land que en sí mismo es toda una definición ideológica. Macron lo hace con cierta distinción, con la elegancia que les falta a esa decena de americanos. Aun así, algunos de ellos –incluso los más improbables– lo han tomado como modelo. Novick lo ha hecho expresamente. Piñera y Macri también. El ultraliberal Mario Vargas Llosa saludó la victoria del francés como “un triunfo resonante de la libertad por sobre todas las cosas”. Y el brasileño Temer le dirigió una carta en los días siguientes a su éxito electoral: “Nos une la voluntad de llevar a cabo reformas modernizadoras”, le dijo.

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En 2012 el politólogo español Juan Carlos Monedero, lejos todavía de convertirse en uno de los fundadores de Podemos, glosaba sobre la “posdemocracia”, esa noción con tantas acepciones que él definía como “el sempiterno intento liberal de desplazar la política a un lugar neutral, con el fin de proclamar la muerte del antagonismo político y la aceptación resignada del reformismo político y de la economía de mercado”. La posdemocracia, escribía (Nueva Sociedad, julio-agosto de 2012), había comenzado a gestarse tras la caída del muro de Berlín. “El ‘cliente’ ocupó el lugar del ‘ciudadano’, la ‘racionalidad de la empresa’ expulsó a la ‘ineficiencia del Estado’, la ‘modernización’ sustituyó a la ‘ideología’, lo ‘privado’ se valoró por encima de lo ‘público’ y el ‘consenso’ desplazó al conflicto.”

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Hay hoy un hilo conductor, un punto común entre los empresarios o los empresaristas puestos a políticos en casi todo el mundo: el deseo de impulsar reformas laborales en un sentido claramente “liberalizador”, dice el investigador francés Emmanuel Dockés, profesor de derecho en la Universidad de Nanterre y especialista en derecho del trabajo. La laboral ha sido la piedra de toque de las reformas que ha emprendido en Brasil Michel Temer; y Emmanuel Macron presentó la suya como la madre de todas las que pretende realizar durante su quinquenio presidencial. Sueñan estos empresarios-presidentes con tercerizar lo más posible; facilitar despidos y contrataciones; eliminar los convenios colectivos; llevar las negociaciones salariales y de condiciones de trabajo al nivel de cada empresa, y –si se puede– imponer una negociación individual entre trabajador y empleador; disminuir las subvenciones por desempleo; desregular la jornada laboral; rebajar los impuestos a los empresarios; poner trabas al funcionamiento de los sindicatos, y por qué no, debilitarlos al máximo y destruirlos.

Buena parte de esas aspiraciones, con mayor o menor énfasis, están presentes en la reforma laboral que Emmanuel Macron quiere aplicar lo antes posible en Francia. El parlamento, en el cual su partido tiene amplia mayoría, lo acaba de autorizar a concretarla por decreto, sin negociación alguna. Macron ya había impulsado una reforma laboral de ese tipo cuando era ministro de Economía bajo la presidencia del socialista François Hollande, entre 2014 y 2016. Pero entonces se le armó una fronda interna en el Partido Socialista y hasta en el propio gobierno. Algo logró hacer de todas maneras: liberalizó la jornada laboral en supermercados y otros comercios, facilitó los despidos por “causas económicas”, rebajó en 40.000 millones de euros los impuestos pagados por las empresas. La presión de la calle y la proximidad de unas elecciones en las que los socialistas debían apelar otra vez a sus bases para tratar de escapar a una debacle que finalmente no consiguieron evitar, pudieron más.

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Macron renunció, formó su propio partido y esperó. Hoy tiene las manos libres y sumó a su movimiento a no pocos de los socialistas que compartían su “social-liberalismo”. “La ideología empresarial, el famoso ‘entrepreneurismo’, ha penetrado muy hondo en dirigentes, militantes, electores, gente común que fueron de izquierda y se han pasado con armas y bagajes a un pensamiento que se dice a-ideológico pero que encarna valores que siempre fueron de derecha”, apunta Jean-Luc Mélenchon, líder de Francia Insumisa, la coalición de izquierda “radical” que en las elecciones presidenciales de abril-mayo pasado estuvo a punto de pasar a la segunda vuelta.

Semanas atrás Mélenchon acusó a Emmanuel Macron de haber dado un “golpe de Estado social”. Cuando apareció, el año pasado, como un “candidato renovador”, como un outsider de la política, Macron lo hizo con piel de cordero. Pero apenas llegó al poder, el lobo remplazó al cordero, y el que se mostró a cara descubierta fue el ex gerente del banco de negocios Rothschild que como ministro de un gobierno “socialista” había encontrado algunos (algunos) límites, dijo el dirigente de Francia Insumisa. Hay actualmente una voluntad muy clara en el empresario-presidente francés de “destruir las protecciones del trabajo, con la excusa de que constituyen trabas a la creación de empleo en tiempos de crisis”, considera Emmanuel Dockés (Reporterre, 13-VII-17). No es un discurso nuevo, precisamente, aunque se presente como tal. “Macron dice algo bastante clásico: que Francia no ha hecho las reformas necesarias, a diferencia de Reino Unido”, señala Frédéric Farah, coautor del libro Introduction inquiète à la Macron-économie (Mediapart, 10-II-17). “Detrás de la modernidad aparente de sus propuestas se esconde en realidad una visión regresiva de la economía”, dice este docente de economía en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle. Y una visión regresiva de las relaciones sociales. La reforma laboral macroniana, sostiene Dockés, no llega al extremo de la reforma brasileña, que fomenta un trato directo entre trabajadores y empresarios, sin mediaciones sindicales y a través de contratos privados, pero va en esa dirección. Los patrones franceses podrán, por ejemplo, a partir de que la nueva ley entre en vigor, “obviar a los sindicatos realizando un referéndum entre su personal. Actualmente, a nivel de sector, empleadores y asalariados negocian convenios colectivos de obligado cumplimiento. Con las ordenanzas del presidente, salvo algunas excepciones, se les negará esa facultad. Y quienes negocien a nivel de sector no podrán impedir que sus acuerdos sean invalidados en las empresas. Se creará necesariamente una forma de dumping”, señala el investigador.

Macron viste con ropaje social viejas recetas thatcherianas de los ochenta y reivindica una desregulación, una “uberización” de la economía que en muchos países se ha ido aplicando en estos últimos treinta años con gran éxito para los empresarios –sobre todo para los grandes– y elevados costos –a veces con tragedias– para los asalariados, piensa Farah.

En Reino Unido la administración de esas recetas condujo a un aumento de las desigualdades, el empobrecimiento de amplios sectores de la clase trabajadora, la liquidación de derechos sociales y a la destrucción de más empleos que los que se crearon, afirma Dockés.

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Que Macron pueda concretar sus planes dependerá en gran parte de la resistencia social que encuentre, de la fuerza que puedan oponerle, por ejemplo, los sindicatos, dice Frédéric Farah. En Francia el movimiento sindical no está precisamente en su mejor momento, pero conserva un poder que no tienen los gremios brasileños, paraguayos, peruanos, panameños, tampoco chilenos. Tal vez sí (algo) los argentinos. “Desregular en Europa, sobre todo en aquellos países donde el Estado tiene una presencia muy grande, no es lo mismo que hacerlo en América, del norte o del sur. Allá hay instituciones más sólidas, un entramado de leyes más sólido, aunque lo hayan perforado grandemente en los últimos tiempos”, sostiene un dirigente de la Confederación Nacional de Asalariados y Asalariadas Rurales (Contar) de Brasil. Si la reforma laboral de Michel Temer (inspirada por los mismos principios que la francesa, pero mucho más dura) “pasó” con tanta facilidad, con escasa resistencia callejera, declara este sindicalista, no sólo se debe a que el parlamento (uno de los más corruptos de la historia brasileña) está controlado por una derecha rancia y regresiva sino también a la debilidad “cultural” de la izquierda política y social, en particular de las centrales obreras. Alberto Broch, vicepresidente de la Confederación Nacional de Trabajadores Rurales y Agricultores y Agricultoras Familiares (Contag), y Artur Bueno de Camargo, dirigente de la Confederación Nacional de Trabajadores de las Industrias de la Alimentación y Afines (Cnta Afins), van en la misma dirección. Ambos dirigentes brasileños coinciden en que la sociedad en su país está “anestesiada” (Broch), “aletargada” (Bueno de Camargo), y responsabilizan de ese estado catatónico al hecho de que la ideología empresarista ha logrado hacerle la cabeza a gran parte de la ciudadanía. “Los medios de comunicación, la gran prensa, han contribuido, claro, a este estado de situación, pero también los partidos progresistas y las centrales sindicales, que no ofrecieron una alternativa”, sostuvo Antonio Lucas Filho, presidente de la Contag. “Tenemos gran responsabilidad en todo lo que está sucediendo”, dijo (La Rel, 28-VII-17).

Información adicional

Autor/a: Daniel Gatti
País: Francia
Región: Europa
Fuente: Brecha

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