Atender a lo que pasa revela un mundo de posibilidades, potencia nuestra idea de que debemos ser obreros del tiempo si no queremos volver al cosmos silente del cual emergimos algún día en esa gran escala cósmica de la que somos feudatarios. Estas son ideas que debemos tener en cuenta en la actual encrucijada civilizatoria que vivimos.
En su libro Posmodernidad y crisis moral y cultural, el fallecido sociólogo polaco Zigmunt Bauman sostuvo: “En la actualidad, pocas veces la gente recuerda que la palabra ‘crisis’ fue acuñada para designar el momento de tomar decisiones […] Etimológicamente, el término se acerca más a ‘criterio’ –el principio que aplicamos para tomar la decisión correcta– que a la familia de palabras asociadas con ‘desastre’ o ‘catástrofe’, donde tendemos a situarla hoy”. El término está relacionado con la medicina hipocrática y se refería al momento en que los humores del cuerpo se exacerbaban, momento crucial para que el sanador tomara las decisiones correctas de medicación para el paciente. Pues, bien, en esos momentos de “marea alta” se debían tomar las decisiones correctas. Sin embargo, sostiene Barman, “aún hoy consideramos la crisis como un momento de cambio decisivo para mejor o para peor, pero ya no como el momento de tomar decisiones sensatas que garanticen un viraje positivo”. Estas consideraciones de Bauman son fundamentales. De ellas podemos retener el hecho de que, en momentos de crisis, debemos tomar decisiones sensatas para corregir el rumbo de las cosas, para producir un vuelco, un viraje del presente, pero ¿no será demasiado tarde? Tal vez. Lo cierto es que si asumimos la desesperanza la garantizamos performativamente y terminamos desactivando las agencias que podrían cambiar el orden de las cosas. El pesimismo asumido así perpetúa los crímenes contra el porvenir del mundo.
Hay que tener en cuenta que las crisis tienen componentes esenciales, relacionados con las estructuras sociales, sus instituciones, y con elementos psicológicos o, mejor, afectivos, que no se pueden pasar por alto. En efecto, en las crisis nos sentimos como perdidos, las cosas se nos salen de las manos, no tenemos una conciencia clara de lo que sucede, el presunto ‘orden natural de las cosas’ se trastoca y el presente se hace inasible, tanto como el nebuloso futuro que en su interior se dibuja. María Zambrano ha dicho: “En una crisis algo muere. Creencias, ideas vigentes, modos de vivir que parecían inconmovibles. Grupos sociales y aún profesiones que pierden, minorías que pierden la fe en sí mismas porque ya no van a seguir viviendo o van a tener que hacerlo en otra forma […] en la crisis no hay camino o ya no se ve. No aparece abierto el camino, pues se ha empañado el horizonte […] Ningún suceso puede ser situado. No hay punto de mira, que es a la vez punto de referencia. Y entonces los acontecimientos vienen a nuestro encuentro, ‘se nos echan encima’ […] Se está a la vez vacío y aterrorizado”.
En estas palabras podemos encontrar dos aspectos fundamentales de toda crisis: el primero, la pérdida de seguridad que implica. Esa comodidad más o menos estable en tiempos de mayor o menor normalidad, pero seguridad al fin de cuentas. Y la seguridad permite el fluir de la vida, trae consigo, ínsita, una tranquilidad palpable en la vida cotidiana de las personas, en sus días y en sus noches, en sus quehaceres y, ante todo, en la proyección de su futuro, de la vida que inefablemente viene traída por el tiempo. El segundo aspecto se refiere a que las instituciones vigentes no parecen funcionar ni dar respuesta a los retos que la crisis encara. Por eso, la solución de las contradicciones y las incongruencias que la sociedad presenta (la civilización, una nación, un Estado) requieren “transformaciones fundamentales, llevando a un nuevo tipo de estructura social”, como decía el sociólogo Orlando Fals Borda. Las crisis, pues, tienen que ver con dos componentes: uno objetivo y uno subjetivo. El elemento objetivo se relaciona con el problema de las estructuras vigentes y sus instituciones; el componente “subjetivo” con los estados afectivos que toda crisis moviliza.
Hoy contamos con crisis múltiples, interseccionales. En primer lugar, la crisis del actual modelo económico mundial, el modelo neoliberal, un modelo cuya crisis vive de moratoria en moratoria gracias a la capacidad interna que tiene el capitalismo para reinventarse y perpetuarse, pero que, a partir de la crisis de 2008, según los analistas, parece agravarse. Ese modelo muestra que las instituciones del Estado, las instituciones democráticas de la sociedad, al supeditarse a la lógica del mercado, no pueden responder ya a las necesidades de las personas. Nadie tiene garantizado el futuro, no estamos a salvo de la guerra, ni de la barbarie. Ni qué decir de la vida misma, que se ve diariamente amenazada debido al desempleo, la precariedad laboral, la pobreza, la inestabilidad de los sistemas de salud en el mundo. En este sistema, el Estado ha hecho un streaptease a favor del mercado, como ha dicho el Subcomandante Marcos, desnudándose de sus obligaciones para con los ciudadanos; la democracia ha sido secuestrada por lo que Pablo González Casanova llamaba “conglomerados económicos, políticos, militares y mediáticos”. Y así, la vida, en su radical relacionalidad, aparece expuesta ante la vulnerabilidad y la fragilidad como sostienen varias ontologías relacionales en la actualidad.
A la crisis del modelo económico le sigue la crisis ambiental, camino ya al colapso, producto de una civilización del despilfarro, la acumulación, la competencia, el exitismo, que ha hecho de su recortada visión del progreso un credo que justifica la depredación de la naturaleza, depredación que no es más que un irresponsable suicidio colectivo o una autofagia. Hoy sabemos que ni siquiera las potencias del mundo están a salvo del desequilibrio ambiental y climático que han generado. En segundo lugar, la crisis alimentaria que mata a miles de personas diariamente y que en 2008 llevó a protestas en más de 35 países, más los millones que viven con déficit nutricional en el mundo.
Aquí sería necesario recordar con Ignacio Ramonet, en su libro La crisis del siglo, que “conseguir la satisfacción universal de las necesidades sanitarias y nutricionales esenciales sólo costaría 13.000 millones de euros, es decir, lo que los habitantes de Estados Unidos y la Unión Europea gastan al año en perfumes”. En tercer lugar, la crisis energética es inevitable con las reservas de petróleo existentes. Y lo más grave es que parte de las posibilidades alternativas a esta crisis, basada en los agrocombustibles, profundizarán las mencionadas crisis alimentaria y ambiental. A estas crisis debemos sumarle el problema demográfico mundial y la crisis cultural, consistente en lo que podemos llamar “degradación espiritual del ser humano”, patente en su aceptación naturalizada del sistema económico mundial imperante y en la conversión de la cultura en entretenimiento y diversión; una crisis cultural, de la esperanza y de la utopía que bien puede tildarse de nihilista, esto es, la pérdida del sentido mismo de la vida, con lo cual damos paso al componente subjetivo de toda crisis.
Estas crisis someramente mencionadas ponen de manifiesto que los actuales modos y estilos de vida ya no se sostienen: son inviables. La forma vida-frenesí capitalista está en cuidados intensivos con respiración artificial. Bastaría ser ciego para no darse cuenta.
El componente “psicológico” de la crisis es afectivo, y los afectos son “haces de fuerza que atraviesan lo más íntimo y cotidiano, las estructuras más arraigadas, los espacios que habitamos, las instituciones que nos condicionan con sus normas”, como dice la pensadora Laura Quintana. En las crisis se cuestiona el derrumbe del “estado de normalidad” y la inseguridad fundamental para la vida que este produce. En estos momentos cruciales de la existencia humana, aparece la confusión ante la realidad y los hechos; aparecen el escepticismo, el pesimismo, la incertidumbre, la falta de esperanza, los sentimientos apocalípticos, la inquietud y, ante todo, el desamparo.
Todo esto se puede resumir claramente con el concepto que Nietzsche popularizó en la segunda mitad del siglo XIX: el nihilismo, esto es, la nada, la ausencia del sentido de la existencia, de la vida y la historia; la destrucción de los valores y las creencias que cimientan y sostienen una cultura, una civilización. Es el hundimiento del suelo y el piso nutricio que han sostenido la forma como se ha configurado la vida humana en un determinado momento histórico. Por esa razón, el futuro se empaña, la realidad se desrealiza, la vida se volatiliza y el ser humano siente que naufraga: el naufragio humano, podemos decir con Ortega y Gasset. Y no es para más, pues “las crisis históricas ponen de presente un conflicto esencial de la vida humana, un conflicto último, radical, un se puede o no se puede”.
Las épocas de crisis también marcan el pensamiento que se produce dentro de ellas. La filosofía no escapa a los estados afectivos anotados arriba. Por eso encontramos corrientes filosóficas que van desde el escepticismo ante la superación del estado de cosas, hasta el pesimismo y el derrotismo, lo mismo que su contracara: el optimismo o las soluciones fáciles. Pero todas estas opciones son peligrosas. El pesimismo y el derrotismo pueden llevar fácilmente a la indiferencia, con lo cual nada se soluciona y, de hecho, se profundiza la debacle iniciada; por el contrario, el optimismo que procede de la suposición de que las cosas no pueden empeorar más porque ya están suficientemente profundizadas, puede llevar a actitudes facilistas e idealistas que desconocen la complejidad de lo que está en juego. Si bien es cierto que en momento de crisis abundan las ideas y el pensamiento, la sola existencia de éstos no implican una mirada más o menos objetiva de la realidad; tampoco su mera existencia garantiza la solución de la crisis.
Asimismo, actitudes como la angustia y la desesperación pueden llevar, como en el siglo XX, al endiosamiento de líderes carismáticos que terminaron en los fascismos nazi e italiano, tal como sucedió después de la Gran Guerra de 1914. De eso no hay duda hoy. Por eso, ante la crisis, se recomienda la prudencia del pensamiento, de la filosofía, pues “en tiempos oscuros, el pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y asimismo a apresurar las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis de los asuntos de que se ocupa”, y “el pensamiento que se construye a propósito tiende a oscilar entre la ansiedad y la nostalgia, entre la búsqueda afanosa de una salida a la situación de penuria moral y el convencimiento dogmático de que la solución sólo puede ofrecer la recuperación de unos valores y unos ideales de organización social que han perdido su vigencia. Esa zozobra se encuentra en todas las esferas intelectuales y en todas las regiones políticas”, tal como sentenciaba el fallecido maestro Rubén Sierra Mejía. La advertencia es clave porque el momento de crisis no debe desesperar al pensamiento que se ocupa de ella y de sus múltiples componentes, pues esto puede llevar al conservadurismo, al dogmatismo o, aún peor, al pragmatismo decisionista que caracterizó a gran parte de la intelectualidad alemana del siglo pasado
A pesar del diagnóstico, es imposible renunciar hoy a la utopía, a esa distancia entre la oprobiosa realidad y el deseo, a ese horizonte que moviliza afectos y que, también, puede alumbrar la praxis social y colectiva; y hay que atender a los movimientos sociales, al estudio de las prácticas sociales de tantos y de tantas como locus epistémicos para aprender de ellas. Así se revelan, como dice Marco Raúl Mejía, sujetos con agencia, creatividades, articulaciones, capacidades, narrativas múltiples, maneras otras (ecológicas, económicas, políticas) de asumir las relaciones con todo lo otro, con esas múltiples alteridades que nos rodean y nos conforman. Atender a lo que pasa revela un mundo de posibilidades, potencia nuestra idea de que debemos ser obreros del tiempo si no queremos volver al cosmos silente del cual emergimos algún día en esa gran escala cósmica de la que somos feudatarios.
* Colaborador de los periódicos desdeabajo y Le Monde diplomatique, edición Colombia
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