“La desigualdad no solo es inevitable, sino que es necesaria para el progreso de la sociedad”
Ricardo Salinas, una de las diez personas más ricas de América Latina
Frankenstein, zombi, mutante, 3.0, estos son algunos de los términos utilizados para caracterizar la evolución del neoliberalismo desde el periodo abierto en 2008 y luego durante la crisis pandémica. Con todo, más allá de las variantes que han podido aparecer, en todas ellas predominan unos rasgos cada vez más autoritarios y abiertamente defensores de una concepción individualista radical de la libertad que, sin embargo, ya estaban en sus mismos orígenes.
En efecto, como se recuerda en diferentes trabajos, como en el de Chamayou (2020) y en artículos de este Plural, los principales referentes originales del neoliberalismo y del ordoliberalismo –como Hayek y Röpke– ya expresaron, bajo la influencia de Carl Schmitt, una creciente desconfianza frente al pluralismo democrático y al incipiente Estado social existentes bajo la República de Weimar. Fue a partir de 1938 y, sobre todo, tras la Segunda Guerra Mundial cuando fueron desarrollando su ideario como alternativa en defensa de la libertad… de mercado frente al keynesianismo fordista del bienestar entonces en ascenso en el centro del sistema-mundo. Frente a lo que consideraban una amenaza colectivista que a su vez sirviera de referencia a los nuevos Estados surgidos de los procesos de descolonización en marcha, su objetivo fue diseñar un proyecto internacionalista de un nuevo orden de mercado global que fuera imponiéndose por encima de las constituciones estatales. Esto no implicaba prescindir de los Estados-nación, sino todo lo contrario, ya que, como bien resume Quinn Slobodian (2021: 176): “Para salvaguardar la constitución económica del mundo haría falta un Estado fuerte, que fuese inmune a las presiones de la influencia democrática”.
Ese fue el empeño de la corriente que Slobodian denomina ordoglobalismo y que en el marco europeo irá confluyendo con el ordoliberalismo germánico, dando este mayor centralidad al Estado en la puesta en pie de las políticas conocidas como neoliberales. Para quienes promovieron ese proyecto, cuya benevolencia con la Sudáfrica del apartheid y con el Chile de Pinochet es bien conocida, la prioridad que se fue imponiendo fue frenar la “sobrecarga de demandas” ante la que alertaba el famoso informe de la Comisión Trilateral publicado en 1975, en medio ya de un cambio de ciclo del capitalismo.
Será en ese contexto, en tanto que contrarrevolución preventiva tras la revuelta global del 68, cuando el neoliberalismo se irá asentando como mucho más que una política económica para llegar a convertirse en la nueva razón del mundo capitalista. A partir de entonces, podríamos convenir con William Davies (2016) en que va atravesando distintas fases: la primera fue la combativa, que iría de 1979 a 1989; la segunda, la normativa, de 1989 a 2008, y la tercera, la punitiva, abierta en 2008. Sin embargo, antes ya se habían producido los primeros experimentos con las dictaduras latinoamericanas de Chile, Argentina y Brasil, mostrando así la falta de escrúpulo moral alguno para combinar formas abiertamente antidemocráticas con un individualismo propietario como sinónimo de libertad.
Esa beligerancia del neoliberalismo dio un salto adelante a partir de las victorias electorales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan durante los años 80, en plena segunda guerra fría con la URSS. Fue entonces cuando Stuart Hall subrayó la dimensión político-ideológica del thatcherismo como populismo autoritario [01]. Se proponía así subrayar que se trataba de un proyecto dispuesto a luchar no solo en el plano económico, sino también en el de la construcción de un nuevo liderazgo capaz de lograr un cambio de mentalidad política y cultural entre las clases subalternas [02]. No es casualidad que la famosa frase de la ex primera ministra “No hay tal cosa como la sociedad. Lo que existe son hombres y mujeres individuales…, y sus familias”, se haya convertido en una sentencia recurrente de las variantes de neoliberalismo que la han seguido, reflejando todas ellas una convergencia entre neoliberalismo depredador, conservadurismo heteropatriarcal e individualismo radical que no ha dejado de extenderse desde entonces. Ese fue el sentido del carácter combativo que adquirió durante este periodo en su lucha por la hegemonía para entrar luego, tras la caída del bloque soviético y el nuevo salto adelante hacia la globalización capitalista, en la fase normativa, en cuyo marco se produce la progresiva incorporación de China.
Es en esa nueva fase cuando la llamada tercera vía (con Mitterrand, Felipe González, Blair, Schroeder como principales promotores) viene a confirmar la pujanza del neoliberalismo y su verdadero triunfo como nuevo sentido común global. El proceso de integración europea también debe ser analizado en ese marco de consenso entre la derecha y la izquierda sistémicas en su propósito común de caminar hacia una constitución económica ordoliberal. Esta tuvo en el nuevo europeísmo del Acta Única de 1986 su palanca de lanzamiento para ir plasmándose luego en el Tratado de Maastricht y el Tratado de Lisboa, tras el fracaso del intento inicial de legitimar una Constitución europea que pretendía convertir en ley fundamental sus postulados neoliberales.
Guerra de clase, guerras culturales y nostalgia restauradora
Ese triunfalismo neoliberal llega, sin embargo, a su fin cuando estalla la crisis financiera global de 2008 y, con ella, la inauguración de la fase punitiva, entendida esta no tanto en su forma directamente represiva sino, sobre todo, en la de violencia financiera, teniendo en la crisis griega su manifestación más extrema mediante la imposición del credo neoliberal en contra de la decisión democrática del pueblo griego, expresada a través de un referéndum. La deudocracia pasaba así a estar por encima de la democracia, imponiéndose en las constituciones estatales (como ocurre en el caso español en septiembre de 2011) y tratando así de despolitizar la economía. Mientras tanto, el discurso de ganadores y perdedores se aplica no solo a los Estados, sino también a los individuos…, y a sus familias, haciendo recaer además en las mujeres más tareas de reproducción social.
Es a partir de entonces cuando la terapia de choque neoliberal se va extendiendo al centro del sistema-mundo, después de haberse impuesto en su periferia y en los nuevos capitalismos del Este, ahora criticados como iliberales. Un autoritarismo austeritario que, derrotado ya el movimiento obrero y desarticulado el social-liberalismo, no por ello deja de encontrar nuevas amenazas a su estrategia del shock, destinada a sentar las bases de un nuevo régimen de acumulación. En ese camino irá combinando la guerra de clase con las mal llamadas guerras culturales [03], dirigiéndolas contra los sectores más vulnerabilizados de la población, en particular contra la población de origen no occidental y especialmente la musulmana, asociándola al viejo discurso supremacista del choque de civilizaciones, resucitado tras el 11S de 2001.
Unas guerras culturales que, como bien ha subrayado Rasmussen, “deben ser comprendidas como síntomas de una mayor culturalización de la lucha económica y social” (Rasmussen, 2018: 683), creando así el caldo de cultivo para el ascenso del posfascismo. El trasfondo de ese crecimiento es el conjunto de efectos sociales derivados de una crisis económica prolongada que han permitido a esa extrema derecha explotar su habilidad para convertir la desafección ante el sistema político y social de sectores de la ciudadanía –sobre todo, perdedores de la globalización, con un peso destacado de un sector de clase media imbuido ahora del miedo a su declive– en un resentimiento colectivo que encuentra en la nostalgia restauradora del viejo Estado protector de los nativos un imaginario alternativo.
Es así cómo en muchos países se ha ido conformando un nuevo bloque interclasista hegemonizado por determinadas fracciones burguesas que se presentan ajenas al establishment dominante. El trumpismo sería su más clara y ascendente manifestación [04] y referencia a escala global, como estamos viendo en India, Brasil, Filipinas, El Salvador o… en el Estado español. Es en el seno de ese bloque donde las nuevas derechas radicales, si bien con distintas variantes en función de las especificidades nacionales y de las correlaciones de fuerzas respectivas, adquieren un peso político y electoral creciente. Se produce así una convergencia que aspira a construir una alternativa de recambio ante la crisis de la democracia liberal y la erosión de las bases sociales de los viejos partidos de la derecha y de la izquierda progresista.
La nueva huida adelante en medio de la crisis pandémica
La irrupción de la crisis pandémica a partir de 2020 ha venido a marcar una nueva fase de crisis de la globalización neoliberal para dar nuevos pasos, sobre todo en los viejos Estados imperialistas, hacia una confluencia cada vez mayor entre las derechas tradicionales y las nuevas derechas radicales. Una convergencia que está conduciendo a la adaptación de sus discursos al nuevo escenario de inseguridad y miedo al futuro, aumentados por esta crisis, mediante el refuerzo de los nacionalismos de Estado y la radicalización en torno a ejes de conflicto que han ido pasando a primer plano. Así ocurre con el conflicto entre salud y economía, entre libertad y solidaridad y apoyo mutuo, entre la lucha consecuente contra la crisis climática y la tendencia a volver al business as usual del capitalismo fosilista, entre la banalización del fascismo y el colonialismo y la reivindicación del antifascismo y el anticolonialismo, sin olvidar los nuevos negacionismos en auge.
Quizás lo más novedoso esté siendo el retorno al centro de la agenda de un discurso sobre la libertad por parte de esas derechas que, en sus versiones más extremas, no hace más que actualizar viejas máximas del anarcocapitalismo, como las predicadas por Robert Nozick (1974) –según el cual la libertad económica y de modo de vida era un valor que el Estado tenía que preservar por encima de los demás–; o las del paleolibertarismo de Murray Rothbard que ha recordado Pablo Stefanoni (2021: 117-125) y recoge Luisa Martín Rojo en este Plural. Una idea de libertad que aparece ahora abiertamente enfrentada a la de igualdad, incluso frente a cualquier intento moderadamente reformista de redistribución de la riqueza o de reforma fiscal progresiva, precisamente en unos tiempos en los que las desigualdades de todo tipo no han dejado de aumentar por todas partes, como no dejan de corroborar informes recientes, como el de Oxfam y, en el caso español, el de FOESSA.
Sin embargo, como se explica en los artículos de este Plural, ahora esa idea de libertad aparece asociada al derecho al negocio, al enriquecimiento y al expolio, a divertirse, a la soberanía del consumidor, así como a la defensa de la objeción de conciencia individual frente a derechos civiles conquistados a lo largo de las pasadas décadas por diferentes movimientos sociales. Empero, no olvidemos que detrás de esto está, como bien resumen Benquet y Bourgeron (2020: 120), un nuevo libertarianismo financiero que “defiende un punto de vista ético sobre la libertad sin consideración alguna sobre sus efectos en el bien común (…). La libertad de acumular se convierte ella sola en su propia justificación”.
Con todo, es importante subrayar que este libertarianismo no pretende prescindir del Estado, ya que pese a su retórica antiestatal necesita del mismo para garantizar la puesta en pie de su proyecto. Por eso parece adecuado caracterizarlo como expresión de la aspiración a un “Estado antiEstado” (Toscano, 2021): este tendría como tarea combinar la defensa de los intereses de fracciones burguesas significativas, especialmente los del capital fósil y del sector más especulativo del capital financiero, con guerras culturales desde la sociedad civil, las redes sociales y comunicativas y sectores del aparato estatal –especialmente el judicial con su lawfare– que permitan atraer a capas medias y populares nativas a su proyecto.
Unas vías de persuasión y conquista ideológica que, a su vez, se apoyan en la extensión e intensificación de distintas formas de control social (junto con el capitalismo de vigilancia de los nueve gigantes tecnológicos) y coercitivo en nombre del orden y la seguridad, frente a la amenaza de revueltas populares que recorre el planeta. Procediendo así, en suma, a acelerar el tránsito del Estado de derecho al Estado penal contra los nuevos enemigos, principalmente las personas pobres no occidentales, con su peor expresión en la práctica creciente de la necropolítica migratoria por unos Estados cada vez más amurallados (Brown, 2015; Mellino, 2021).
En resumen, en la actualidad nos encontramos ante la radicalización de las derechas tradicionales en la mayor parte de los países, reflejando así la influencia que en ellas ejercen las que en el número 166 de esta revista definíamos como “Las nuevas derechas radicales”, con artículos de Judith Carreras, Martín Mosquera, Ugo Palheta, Enzo Traverso y Miguel Urbán, que siguen siendo de lectura muy recomendable. En este nuevo Plural hemos querido prolongar, ampliar y actualizar esos análisis con vistas a poder afrontar mejor los retos que se plantean en esta nueva fase:
Manuel Garí nos recuerda “la pertinaz pulsión autoritaria del neoliberalismo” y su “talón de Aquiles desde que se convirtió en política gubernamental”: la crisis de rentabilidad que le persigue y no logra superar. Subraya también la centralidad de las finanzas en la reproducción de un capitalismo neoliberal que necesita a su vez de más y no menos Estado, con mayor razón cuando aquel ha entrado una fase de “regulación caótica”, como ya la definió Michel Husson, y sin hoja de ruta estratégica común.
Christian Laval considera que el periodo actual se caracteriza por la tendencia hacia “una nueva guerra civil mundial” que en realidad es una “guerra contra la igualdad en nombre de la libertad”…, de la competencia y del mercado. Constata, con ejemplos como el de Macron, que el extremo centro está asumiendo los discursos y las políticas de la extrema derecha, y alerta ante la creciente confluencia que se está dando entre el neoliberalismo y el populismo nacionalista más autoritario. A continuación, en otro breve texto, pronostica una pérdida de credibilidad del imaginario neoliberal tras la crisis pandémica para reivindicar la centralidad que está teniendo la defensa de los servicios públicos y, en particular, de la salud pública como bienes públicos, no estatales.
Miguel Urbán aborda la evolución de lo que se ha denominado convencionalmente iliberalismo en Hungría y Polonia. Para el autor, los regímenes vigentes en esos países representarían la “fase superior del neoliberalismo”, ya que están llevando al extremo su deriva autoritaria tanto en el plano económico como en el social o cultural. Una tendencia que no es ajena a los efectos negativos del ordoliberalismo de la UE y a la consiguiente frustración popular de las expectativas que generaron las llamadas “revoluciones rectificadoras”.
Luisa Martín Rojo nos ofrece un análisis del discurso de la presidenta de la Comunidad de Madrid dentro de su proyecto de construir una nueva hegemonía en su lucha por mantenerse en el poder. Para ello se centra especialmente en la crítica del uso repetido de la palabra libertad, resignificada como defensa de derechos individuales y de mercado, así como del autocuidado, funcionales ambos a su propósito claro de continuar avanzando en sus “políticas de desmantelamiento del Estado del bienestar”.
Finalmente, Laura Camargo presta atención a la influencia creciente del trumpismo discursivo dentro del Partido Popular y especialmente en su líder, Pablo Casado. Su evolución reciente viene a confirmar que “una amalgama de neoliberalismo autoritario (…) se está convirtiendo en forma dominante del modelo neoliberal y que en ella encuentran especial acomodo las estrategias de comunicación del trumpismo discursivo”.
Una tesis que creemos que ha quedado suficientemente demostrada en este Plural y que nos exige ser capaces de contrarrestar la ofensiva de ese neoliberalismo autoritario con discursos y estrategias rupturistas, no subalternas de las versiones progresistas y, sobre todo, mediante la construcción de solidaridades a través de las luchas. Recuperando así la vieja idea antiesclavista y republicana de libertad, entendida como derecho a una vida digna frente a toda forma de despotismo e inserta, como nos propone Luisa Martín Rojo, dentro de la tríada revolucionaria clásica en torno a un horizonte ecosocialista, radicalmente democrático, feminista y antirracista.
3 marzo 2022 | VientoSur nº 180
Referencias
Benquet, Marlène y Bourgeron, Théo (2020) La finance autoritaire. Vers la fin du nélibéralisme. París: Raisons d’agir.
Brown, Wendy (2015) Estados amurallados, soberanía en declive. Barcelona: Herder.
Chamayou, Grégoire (2020) “1932, Naissance du libéralisme autoritaire”, en Carl Schmitt y Herman Heller, Du libéralisme autoritaire, París: La Découverte. Versión reducida en castellano en https://vientosur.info/sobre-el-liberalismo-autoritario
Davies, William (2016) “Neoliberalismo 3.0”, New Left Review, 101, pp. 129-143.
Hall, Stuart (1985) “Authoritarian Populism: A Reply to Jessop et al.”, New Left Review, 151, pp. 115-124.
Mellino, Miguel (2021) Gobernar la crisis de los refugiados. Madrid: Traficantes de Sueños.
Nozick, Robert (1974) Anarquía, Estado y utopía. Madrid: Siglo XXI.
Rasmussen, Mikkel Bolt (2018) “Postfascism, or the Cultural Logic of Late Capitalism”, Third Text, 32: 5-6, pp. 681-688.
Slobodian, Quinn (2021) Globalistas. Madrid: Capitán Swing.
Stefanoni, Pablo (2021) ¿La rebeldía se volvió de derecha? Madrid: Siglo XXI.
Toscano, Alberto (2021) “Editorial Perspective: Fascist, Freedom and the Anti-State State”, Historical Materialism, 29, 4, 3-21.
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