Mi papá siempre le ponía nombre a las vacas y a los terneros, los escribía en el almanaque Bristol con algunos dibujitos pa’ no olvidarse de cada miembro de su manada. El nombre de los hijos los meditaba largo rato, días después de los partos de mi mamá, y terminaba escribiéndolos en un pedazo de biblia roída por la polilla y el comején, que estaba ubicada en el centro del patio, a una distancia prudente de la pila y dentro de una casita de madera que le había construido apuntando al oriente, dizque para que la palabra se iluminara con la salida del sol.
Yo creo que esa era su forma de bautizarnos, porque nosotros de chinos no conocimos ni cura ni iglesia. Hasta que no tenía tres o cuatro chinos, papá no salía de la finca para ir a Lebrija a registrarlos. Todos nacían en casa, donde tocara y él era el partero. No era un oficio que hiciera por herencia, es que tocaba, porque allá en esa lejura de la parte alta de Lebrija, no había nada, solo la ley del monte. Y como mamá quedaba rápido embarazada –salía de uno y se encargaba el otro–, mi papá debía atender cada nacimiento.
Nosotros fuimos 16 pero nos criamos 10; fui la cuarta de los primeros: uno vivía, uno moría, uno moría, uno vivía, y entre esas cuentas me salvé yo. Vi morir como a dos chinitos, dos bebecitas, una que llamaban Rosita y otra que se llamaba Helena. Los que no se criaban les daba algo que mi mamá llamaba el mal de los 8 días, una cuenta que comenzaba desde el primer momento en el que a algún bebé se le ponía el ombligo verde. A partir de ahí la casa quedaba en silencio, como estancada, como una semana santa eterna. Mi mamá se refugiaba en la cocina a espantar los sollozos con el sonido de las ollas y mi papá en el patio a espantar el susto con un hacha y unos maderos con los que hacía los cajones.
De toda esa camada Nubia era la mayor, me llevaba como unos seis años, un día la vi irse en dirección a la vía hacia el tren, con una gallina bajo el brazo y una tula con ropita.
Años después, cuando regreso con marido, supe que ese día la habían echado. Cuando estaba por nacer mi hermano Marcos, mi papá había dejado ya de últimas para comprar las cosas que siempre usaba en los partos. Salió muy temprano un domingo de ramos en dirección hacia el tren que quedaba como a dos horas a caballo, desde donde nosotros vivíamos, en la vereda El Conchal. Ni sé si todavía existe, la última vez que fui ya habían acabado el tren y no quedaban sino pocas casas a punto de caerse y unos cuantos viejos abandonados, que hasta la muerte los había olvidado.
Me acuerdo que uno cogía el tren a las 9 de la mañana, y por eso había que madrugar al sol, pa’ estar ligero en ese punto, después del cerro Muela de Perro. En hora y media una llegaba al café Madrid, a la gran ciudad. El viejo solía traernos algunas veces dulces y nunca le faltaba la Malta a mi mamá, que era una cerveza que le daban a las embarazadas. También traía siete tipo de granos que yo molía con mis hermanos para hacer la mazamorra de los 40 días, post parto, acompañándola de 20 pollos. Mi mamá con esa barrigota debía tostar toda esa ollada y guardarla.
Pero Marcos, ese domingo de ramos se adelantó. Al medio día mi mamá me dijo:
Su papá se quedó…
Yo vi que ella se sentía mal y que empezó con dolores. Cuando eso, una no sabía lo que era tener un chino y como tampoco decían nada, entonces una terminaba creyendo que la cosa con el marido era como los perros, que se quedaba uno pegado. Luego los niños llegaban por la ventana con la garza, ella se metía y se lo entregaba a la mamá.
Cuando nosotros sentíamos el grito del niño, corríamos pa’ la calle a ver por dónde es que salía volando la garza. Toda la camada de chinos nos hacíamos por fuera de la casa preguntándonos a que hora se metió ese animal, porque ya entendíamos que si mamá se había adentrado a la pieza, era para esperar que la garza llegará con la sorpresa.
Pero esta vez no vino garza, lo que escuché sobre el medio día fue un grito de mi mamá que retumbó en toda la casona. Gritaba y gritaba por los dolores y como el viejo nada que llegaba, ella no se aguantó más. El siguiente grito venía con mi nombre:
¡Irma…!, venga para acá le digo una cosa…
Salté de un brindo del banco de madera del antejardín y me metí rapidito a buscarla en la casa.
Mire: ¡aquí está el cuchillo, el hilo grande y el mercurio! ¡Cuando sienta llorar al chinito, usted se dentra a la pieza y me ayuda!
Entonces mi mamá entró a la pieza y yo me quede afuerita a la espera, mirando la ventana por donde yo creía que iba a entrar la garza. Al rato yo escuchaba gritar de dolor, quejarse y llorar… le escuchaba pedir a todos los santos que conocíamos. Sonaban tablas, sonaba la cama que traqueaba como los árboles con el viento… y ella soplaba y soplaba fuerte, como inflando y rogando al divino. Y yo lloraba y soplaba con ella. Por dios que yo me puse nerviosa y sin saber qué hacer. Cuando sentí que el chino gritó me timbre y me subí por la ventana. Salté hacia la cama.
Lo primero que vi fue a mi mamá sosteniéndose de la aldaba que había puesto en la pared, sus dos manos estaban como clavadas en ese madero y su cabeza se apoyaba en él, el vestido y el caballo estaban empapados de sudor. Cuando iba bajando la mirada la escena comenzó a ser más aterradora, en el piso, por donde alcanza a ver había sangre que también bajaba a chorros por las piernas de mi mamá. Entre ellas vi algo que le colgaba y la unía al niño, que tirado en el piso también estaba lleno de sangre, chillando y pataleando, con la cara irreconocible. Así nació Marquitos y mi mamá se encurrucó como pa’ desmayarse, el susto que se me vino fue tan arrecho, que yo con la misma grité y volví a salir por la ventana hacia la calle.
Con los años yo comprendí lo que era tener un chino, lloraba recordando esa imagen, pobrecita mi cucha ese reguero de sangre y ese chino ahí pataleando me acobardó y a ella le tocó arreglarlo sola. Quién sabe cómo en medio de semejante dolor. Ese fue un trauma para mi cuando tuve los míos. Yo pensé que me iba a pasar lo mismo, estar sola. Yo fui a parir mi hijo, el primero, y pensaba que el niño nacía chiquitico de tamaño y cuando salía al aire, se crecía. Yo me casé y no sabía cómo nacía un chino. Sabía por donde iba a salir, pero creía que nacía chiquito y que el aire y la mama lo soplaban, como el solo divino.
* “Memorias contadas”, relato extraído del libro: En algún de la cuadra, ediciones La Bellecera, Pie de Cuesta, Santander, pp.77-79, 2023.

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