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Soberanía alienada

Soberanía alienada

Las águilas de la Escuela de las Américas han llegado para quedarse. El asunto es así de simple. O, para mejor decirlo, ya estaban aquí. Sólo que ahora se ha hecho necesario oficializar y demandar su impúdica intromisión.

Y, por fin, su establecimiento deja de ser el tema mítico que han silenciado soterradamente los analistas políticos –y toda la gama de áulicos del Gobierno– a la hora de cubrir con gloria los logros de la seguridad democrática.

Ante la renuncia a la soberanía, el asunto pasa a convertirse en esa realidad inocultable que expresa la cristalización del poder hegemónico que obliga, a la par del gesto de sumisión política y económica de unos súbditos complacientes, al hecho de sodomizar todas las instituciones que tengan que ver con la aprobación de la presencia de tropas foráneas en nuestro territorio. No habrá debate de la abdicación en el Congreso; mucho menos será sometida al control de legalidad por parte del Consejo de Estado o la Corte Constitucional. Será una entrega directa. Al igual que en las posturas eróticas, existen posiciones políticas con las que se experimentan goces voluptuosos y placeres alienados.

La promesa de sumisión es, además, generosa. No serán tres ni cinco, como tampoco siete, los nidos que se preparan para el acople nupcial con los colosos del Norte. Todo el territorio nacional está a la entera y complaciente entrega de los intereses del poderoso. La trata fue leonina y sólo era concebible con la participación de una mentalidad tan ardorosa y lisa como la de nuestro parroquial y casquivano autócrata.

Bastó un gesto de poder displicente, el autógrafo de Obama sobre una servilleta usada, para despertar la cándida lujuria, el pávido gesto de postración de quien, para aquella primera cita, venía precedido de la fama de ser el mejor farandulero de tribuna caliente que había producido nuestra región. La foto posterior, ya en la Casa Blanca, dejó para la posteridad la caricaturesca semblanza de ese mismo gobernante, en actitud abnegada y mansa, dispuesto a propiciar la generosa dádiva de nuestra dignidad como nación.

De inmediato, para no perder el calor de la oferta celestina, el Comando Sur de los Estados Unidos impuso las condiciones del convenio. El viejo sueño de la Escuela de las Américas (que, por cambiar de denominación –hoy se llama Instituto para la Cooperación en Seguridad del Hemisferio Occidental, WHINSEC–, nunca ha claudicado en sus genuinas intenciones) se había cristalizado: ¡We took the corner of America…!

Tras el permisivo arribo, los halcones del norte reproducirán su vieja estrategia pero la aumentarán de escala. Harán evolucionar el modelo de guerra del mismo modo como, a las patadas, ha ocurrido con la teoría de la democracia de opinión. En su primera fase, la doctrina del enemigo interno implicaba que, para matar el ratón, hay que derrumbar toda la casa. En la fase superior, justo la que ahora comienza, se esgrime que, porque el bicho es escurridizo y se alimenta con las sobras de los colindantes, habrá que socavar y desbarajustar lo poco que han edificado los vecinos.

El ensayo de esta propuesta de la defensa preventiva ya tuvo ocasión en Ecuador, estando aún los halcones instalados en la base de Manta, solapando sí que los honores se los llevaran nuestras provinciales lechuzas.

Pero ni creamos que la puesta en escena de esta nueva consolidación geopolítica sugiera que de aquí en adelante el desarrollo de sus destrezas será más diáfano. Si se destapan algunas evidencias, es para ocultar los designios siniestros que demandan la alta pericia. Bajo cualquier pretexto, so cualquier disculpa, lo que se haga público, así aparezca en el texto del acuerdo, encalla en la mendacidad. Si antes se solicitó la colaboración yanqui con el fin de derrotar al narcotráfico, luego se extendió para combatir el terrorismo de las guerrillas. Ambos, proyectos fracasados. Ahora se invoca el subterfugio de combatir “el terrorismo y otras amenazas de carácter transnacional”.

En un clima de propaganda mediática que quiere hacer ver como engendros del mal a algunos gobiernos del entorno suramericano, ya se sabe hacia dónde apunta todo el asunto. Los invitados de honor, en tanto que invierten algunas nobles millonadas, alistan igualmente sus afiladas garras para el saqueo oportunista. Tienen harta experiencia en propiciar y dirimir conflictos entre países limítrofes, dando por sentado que siempre se han de llevar la mejor rebanada.

El guión ni siquiera es para película. Está diseñado en los famosos manuales de entrenamiento de la Escuela de las Américas, símbolo de la política exterior estadounidense para nuestro hemisferio. De esta institución se dice que ha sido el principal obstáculo para el desarrollo de la democracia y los derechos humanos en Centroamérica y el sur del continente. De sus técnicas se ha propalado que son las más sofisticadas para transferir mañas operativas y militares de combate, contrainsurgencia y guerra psicológica para ser aplicadas en países donde los combatientes son de extracción campesina, desterrada y desplazada, o con alta incidencia de activistas de los derechos humanos. De sus fines se afirma que utilizan la desestabilización de los Estados a nombre de la democracia.

El asunto sería para una artificiosa novela si no fuera porque este megaproyecto, que encubre la seguridad democrática, tuvo sus genuinos comienzos por allá, hace algunos años, en un punto que geográficamente se distingue como el Urabá antioqueño. Es decir, la verdadera esquina del sur de América. Y se propagó bajo una consigna espuria que se supo incubar en el corazón de los colombianos: la autoproclama de una “refundación de la Patria”.

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