El metro se detuvo, se abrieron las puertas y cientos de personas iniciamos nuestros respectivos trayectos. Yo tenía que salir de este mundo subterráneo, lleno de serpientes metálicas que transportan miles de personas de un lugar a otro por las entrañas de la Tierra. Ya se escuchaban los ruidos de una ciudad que nunca duerme. Las gradas daban directamente a La Rambla, calle emblemática que la recorren de arriba abajo miles de personas cada día.
Cruzando la calle, estaba la plaza. Era la misma que he cruzado tantas veces apresurado, sin pensar más que en las preocupaciones o las deudas. Pero hoy no era ya esa plaza vacía, silenciosa y de cemento. Crucé la calle y entré en otro mundo.
Son las 9 de la noche, aún con un sol queriendo despedirse, que ilumina y calienta. Comienza el cacerolazo. Miles de personas hacen escuchar su indignación. Estamos en la Plaza Cataluña. Van a ser 10 días que este lugar céntrico y emblemático de la ciudad de Barcelona se ha transformado en un espacio de encuentro de miles de personas que, de manera espontánea, decidieron construir colectivamente, solidariamente, recíproca y complementaria, otro mundo, más justo, más humano y más real.
El ruido producido por todo tipo de instrumentos se hace escuchar, y con las manos en alto y el corazón compartido anuncia un día más de sueños realizados y un día menos de sueños imposibles e impuestos. Era un abrazo inmenso lleno de dignidad.
Levanto la mirada y leo uno de los tantos carteles que cuelgan por todas partes: “La plaza es nuestra”. Y sigo caminando, deteniéndome, contagiándome, y leo otro: “Vamos lento porque vamos lejos”, y otro, y otro: “Si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir”. “Power to the people”. “¡Nous sommes indignés!”. “Sólo hay dos clases de políticos, los que roban y los que esperan para robar”. “Sólo faltas tú” “¡Hoy reflexionamos, mañana también! ¡Paciencia!”.
El viento recorría suavemente por los cientos de carpas instaladas, y por los techos improvisados, para cubrirse del fuerte sol o de las posibles lluvias. La plaza tenía una disposición muy bien pensada y organizada para que cada actividad pudiera contar con su espacio y su autonomía. Habían dividido la plaza en otras plazas más pequeñas, como un mundo dentro de otro. Una tenía un digno nombre: la Plaza Tahrir, conmemorando la revuelta egipcia, o Plaza Islandia, como agradecimiento a ese pueblo que les dijo NO a los poderes financieros mundiales y se negó a pagar las deudas de los bancos. A un extremo de la plaza se comenzó a sembrar, luego de las adecuaciones del espacio para el huerto. Recordé que el día anterior un grupo de personas nos trasladamos a una casa ocupada y transformada en centro social, y pudimos traer tierra, palos, herramientas y semilla. Los espacios de la plaza habían sido repartidos, dando prioridad para que la gente se encuentre, se detenga, se reúna, reflexione y actúe.
De pronto, el cacerolazo terminó. Miles de personas de todas las edades y condiciones se sentaron en disposición circular. Sonaron los megáfonos anunciando el comienzo de la Asamblea General. Era una dinámica asamblearia, horizontal y verdaderamente participativa que me llenó de un aprendizaje enorme.
La comisión de contenidos expuso las diferentes reflexiones que se realizaron a lo largo del día en torno a distintos temas como: educación, salud, medio ambiente, consumo, energía nuclear, democracia, los saqueos en países hermanos a nombre del desarrollo, entre otros. También las comisiones de comunicación, convivencia, cocina, limpieza, resistencia, entre otras, compartían su camino.
Todos y todas escuchaban con atención y emoción al ver realizado su esfuerzo de reflexión y de acción. De a poco cada comisión también iba construyendo la agenda del día siguiente, los asamblearios proponían y se formaban nuevas subcomisiones para cada propuesta. En estos espacios a nadie se le decía que su propuesta era imposible, a nadie se le interrumpía la palabra, a nadie se le negaba soñar. El sueño era colectivo y real.
En menos de una semana, esta gente indignada, alegre y rebelde construyó otro mundo. Un mundo repleto de ilusiones, de sueños, de colores, de sabores, de olores tan diversos como dignos. La cocina se convirtió en el espacio para compartir momentos de trabajo pero también de enseñanza y aprendizaje. Se prepararon las comidas para miles de personas. Cada día el menú sorprendía por su exquisitez, su sabor y su calidad, casi todo hecho con los productos de las huertas ecológicas y solidarias de toda Barcelona y con las contribuciones de numerosas familias. Además, había tres cocinas solares que sorprendían por su eficiencia y su sencillez. No había que pagar; sólo se tenía que llevar su plato, su cuchara y su vaso, eso sí, evitando producir basura.
La comisión de medio ambiente se encargaba de reciclar los envases, de fomentar la reducción del consumo de estos materiales, de poner tachos para separar los desperdicios. El material orgánico se iba al huerto, que ya comenzaba a tomar forma. Había unas bicicletas que las personas se turnaban para hacer girar las ruedas y producir energía para que la consola entonara su música. Avanzada la noche, se formaban grupos improvisados de música, de teatro, de malabares, todos transmitiendo alegría y esperanza. Ya para dormir se disponía de miles de carpas e incluso algunos habían adecuado sus camas encima de los árboles de la plaza.
Cada persona, organización, colectivo, asociación, tenía su espacio, con la única condición de no ser integrante de partido político alguno ni tener relaciones con bancos, empresas privadas, o ser portador de un mensaje excluyente. La gente estaba indignada pero no lo exteriorizaba en odio, rencores o violencia; más bien, al contrario, todo era alegría y solidaridad. Todos sabían que la respuesta a la crisis era esa gran vía colectiva.
Mi abuelo solía decirme cuando salíamos al bosque: “La selva puede parecer muy tranquila o puede mostrarse muy violenta, eso va a depender de cómo sean tus pasos”. Y continuaba diciendo, mientras preparaba su tabaco: “Nuestros pasos son como nuestra vida; se vive como si estuviéramos siempre en peligro. Siempre hay que tener cuidado donde uno pone su huella, pero también es importante saber cómo se marca esa huella”.
Sin duda, ahora, a más de 9.000 kilómetros de distancia, hay muchas huellas que recorrer y reconocer.
Viernes 27 de mayo 2011
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