Al caer la tarde, el edificio de cinco pisos ubicado en el costado occidental de la Carrera Séptima con Calle 47 en Bogotá sigue siendo el blanco de las miradas de quienes se dirigen de regreso hacia sus casas. Desde la ventana de los autobuses han visto en las últimas semanas arremolinarse frente al edificio a policías, funcionarios, periodistas, jóvenes y transeúntes, así como a quienes esporádicamente se asoman por las ventanas del tercer piso. Cuando el bus avanza, todos vuelven a sus asuntos cotidianos: qué preparar para la comida de esta noche, pedir una cita médica, etcétera.
Por la ventana del tercer piso del edificio, doña María* se asoma desde esa altura del costado occidental de la carrera séptima, para observar a quienes con curiosidad dirigen sus miradas hacia ella y al inmueble que desde la noche del domingo 30 de septiembre se tomaron junto con un grupo de familias desplazadas de diferentes zonas del país. Mientras mira los autobuses, piensa en lo que podría ‘preparar’ para la comida de esa noche (a pesar de que no cuenta con luz eléctrica) y lo mucho que necesita una cita médica para ella y sus familiares. Pero, sobre todo, se pregunta a dónde irán a parar con su familia y todos los problemas de salud, educación, vivienda y alimentación que tienen encima y que no parecen tener solución en el corto plazo.
En casa de herrero, cuchara de palo
Desde la patrulla parqueada frente al edificio, un policía habla por teléfono, al parecer con un familiar, de lo que está sucediendo. La cosa para él es muy simple: se trata de gente que se metió a la fuerza a una casa que nos es de ellos y tienen que sacarlos. Sin embargo, no pueden entrar mientras no tengan la orden de un juez. Luego se concentra en asuntos domésticos y finalmente comenta su deseo de llegar rápido a la casa para comer, porque el almuerzo al parecer se les envolató. A los pocos minutos llega Gladys, una de las familiares de los ocupantes, con algo de comida para su gente. La policía no permite que la entreguen: “A veces no dejan entrar comida porque los policías dicen que la supuesta dueña –quien no ha demostrado papeles en mano que lo es– se lo tiene prohibido; ¡Como si ella fuera la comandante del cuadrante! Imagínese, hasta a los presos les dan comida y a nosotros nos quieren impedir que comamos y la policía se presta para eso, cuando se supone que ellos velan por que se cumplan los derechos de la Constitución”, dice indispuesta Aura*, una de las ocupantes del edificio, quien se asoma por la rendija de la puerta para poder hablar.
La alusión a los “presos” la hace Aura porque quien se reclamó primero como propietaria y luego, con el pasar de los días, como apoderada del propietario, decidió sellar con soldadura las puertas del edificio para que no pudieran salir y nadie más pudiera entrar. Los ocupantes del edificio aseguran que esto sucedió en presencia de la policía: “Luego de una hora, el amigo del cerrajero que contrataron les hizo caer en la cuenta a todos que podían estar cometiendo un delito, y quitaron de nuevo la soldadura”.
El buen hijo vuelve a casa
A pocos metros del edificio, quien se reclama como apoderada pregunta: ¿Y por qué no se devuelven a dónde estaban viviendo antes? ¿Por qué no se devuelven para la casa? La pregunta es la misma que les hace el Sisben a quienes les niega la afiliación debido a que aparecen registrados en una EPS del municipio donde vivían: “La solución que ellos proponen es fácil: regresen y pidan una certificación de que ya no están afiliados, pero ¡cómo vamos a regresar si por no poder ir allá es que somos desplazados!”, dice Alexander*, quien ha salido del edificio para hablar con los funcionarios del gobierno distrital que han llegado a proponer una mesa de diálogo.
La propuesta que le lanzan al vocero es pragmática: “Desocupen la construcción y luego iniciamos la negociación”. El argumento es, básicamente, que se está reformando la atención y los programas dirigidos a la población desplazada, y adicionalmente pudieran también ingresar al programa de las 100.000 viviendas del gobierno nacional, todo esto en el mediano plazo. Luego de consultarlo con las demás personas del edificio, el vocero sale de nuevo y declina la propuesta debido a que “en realidad no hay garantías para que nuestra situación cambie en algo, y nosotros debemos velar por el bienestar inmediato de nuestras familias. En una mesa de diálogo no existirían garantías que nos permitan pensar que luego podríamos exigir el cumplimiento de lo que acordemos”. Hasta el cierre de la edición, los ocupantes de la Calle 47 con séptima siguen insistiendo en que “¡Si la vivienda no es un hecho, okupar es un derecho!”.
Lo que conviene a la casa viene
El viernes 5 de octubre se convocó por una red social a una “Jornada solidaria con l@s desplazad@s okupas de la 47” –se tienen programadas otras más– a la que asistieron jóvenes de diferentes colectivos políticos y culturales, quienes les entregaron a los ocupantes de la casa: alimentos, mantas y medicamentos, así como su apoyo a través de carteles: “Derecho al techo”, “No más especulación urbanística”, “No más viviendas en ruinas y vacías”, “El techo es un derecho”. Luego, en la carrera séptima agitaron carteles como: “Pite si apoya la lucha por la vivienda”, “¡Arriba la lucha por una vivienda y una vida digna!”, “Okupa por techo, luchar por dignidad y derecho”.
En medio de la jornada llegó una “Carta de solidaridad. Presos políticos”, en la cual apoyan la ocupación del edificio: “Ante su victimización, la ciudad los recibe con desprecio, indolencia, “código de policía”, política de “seguridad ciudadana”, Esmad y un nuevo proceso de victimización que sólo les deja la disyuntiva de someterse a la indigencia y la lumpenización, o dignificarse en la lucha con esta acción directa de Okupación […]” (Lea la carta completa en www.desdeabajo.info). Al final de la jornada, los ocupantes del edificio manifestaron su agradecimiento: “Gracias por su colaboración y apoyo a nuestra causa, busquemos un grito que estremezca al país para que se den cuenta de que existimos”.
* Los nombres han sido cambiados por su seguridad.
Recuadro
“Algunos somos desplazados del sur de Colombia, desplazados por la violencia de los paracos y la guerrilla. Yo salí sola en el 2005, en ese momento era menor de edad, no supe dónde quedó mi mamá y hasta tres años después vinimos a encontrarnos. Mi hermana está aquí en el edificio, ella está reconocida en el registro único de víctimas. Cuando mi hermana salió de donde vivía, al niño de ella le rozó una bala y necesitó cirugía plástica. Ella es cabeza de familia, tiene un niño discapacitado, un niño de 14 años y la niña de 9. El gobierno se lava las manos diciendo que nos da las ayudas cada tres meses, pero es mentira, a veces es una sola al año, además si no es con tutela eso no le llega nunca. La gente dice: ¿Y por qué no trabajan? Yo trabajo como vendedora ambulante y la policía no hace sino corretearlo a uno y quitarle las cosas. ¿Y entonces?”
Gladys.
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