Después de un sosiego lo suficientemente acogedor, como para olvidar durante unas pocas horas la despiadada e inclemente realidad cotidiana, un runrún que con el paso de los segundos pareciera pedir con más fuerza libertad, anuncia de manera intensa que ya son las 6:00 de la mañana de un día cualquiera de mayo. Un nuevo día, uno que para otros pudiera ser oportunidad para apreciar el espectacular amanecer, pero para ella sólo es un día más, otro donde debe dejar a un lado el placer de la cobija y del descanso para abandonar su cama y disponerse a 12 o más horas de trabajo en el taller de confecciones.
Y así lo hace. Desde las primeras luces del día el tiempo apura, hay que dejar la casa ordenada y algo de alimento para su pequeño de 8 años, y aunque lleva 3 largos años en la misma rutina, aún se le desgarra el alma todas las mañanas al dejarlo solo, encomendado al Espíritu Santo. Aquí la escoba para el aseo, allí la olla al fogón para calentar la aguapanela, más allá el llamado al hijo para que se levante, luego de lo cual, pasados unos segundos, recuerda que hace algunas noches el pequeño muestra desánimo en sus estudios y le cuenta que varios de sus compañeros de clase han dejado de asistir, y él tampoco quiere seguir en la escuela, ¿para qué perder tiempo en lo que poco sirve? ¡Vaya pensamiento, un niño razonando como un adulto!
La rutina la gana. El baño propio, sin tiempo suficiente para gozar la frescura del agua que vitaliza, y el aseo del hijo, dan paso al desayuno –si es que un pan con aguapanela es digno de ese nombre–, para de inmediato salir de la casa. Con las preocupaciones que la confunden, toma el bus que la lleva al taller con aspecto de campo de concentración. Al ingresar la sensación que experimenta es la misma de todos los días: no hay alegría ni tranquilidad en los rostros de sus compañeros de labor, todos los cuales exteriorizan conformismo, caras cansadas, miradas distraídas, pensamientos que abruman.
El reloj colgado en la pared central, desde donde se domina todo el taller marca las 8:00 a.m., y la jornada laboral empieza, ni un segundo se puede perder, allí está el supervisor que controla, ordena, apabulla. Ahora deberán trascurrir 12 horas y 30 minutos para poder salir de regreso a casa, al reencuentro con su hijo. Las horas pasarán, una a una, entre miles de costuras, pulidas de hilos sueltos como hilachas, jirones de flores y demás pinturas decorativas en las telas, sesiones de planchado que intentan borrar arrugas de largas jornadas de trabajo mal remuneradas, procesos todos estos que asaltan la razón y convierten a los trabajadores, entre los cuales se encuentra Magnolia, en máquinas que funcionan en cadena y que no paran hasta que no se les ordene.
Cuando el reloj da toda la vuelta a los números, y de nuevo marca las 8, pero ahora de la noche, más treinta minutos, sin mayor energía para terminar el día, Magnolia abandona el taller. En su mente está Simón, que ojalá haya comido bien y realizado las tareas de la escuela, que ojalá deje a un lado esas ideas de no estudiar. Pero también está presente en su mente el deseo de la quincena, para recibir los pocos pesos que gana y poder cumplir con las deudas que la ahogan. Quincena, ¡día de pago!, exclaman algunos de los que cuentan con un trabajo seguro, bien pago y con una jornada de trabajo menos extensa, que seguramente no pertenecen a ese 51,6 por cierto de trabajadores informales que tiene Colombia en sus 13 principales ciudades1. O como ella, que hace parte de ese 52,1 por ciento que cuenta con educación secundaria, pero que por “cosas de la vida” no pudo acceder a la educación superior2.
¡Quincena! De todas las deudas la que más le duele es la del arriendo, pues llevaba 3 años pagándolo en una casa que no es ni sería suya, y no podía evitar recordar a su esposo –y padre de Simón–, cuando estuvieron a punto de tener su casa propia, sueño que se esfumó cuando él, que trabajaba por cuenta propia vendiendo frutas y verduras en el centro de la ciudad, en un momento de confrontación con las personas de espacio público sufrió un accidente que le costó la vida. Como ella, Simón lo recordaba con cariño, incluso entre el poco conocimiento de cifras que Magnolia tenía, concluía que si su esposo aún viviera pertenecería al 57,7 por ciento de trabajadores independientes, sin empleo, sin garantías laborales, sin salario fijo, sin seguridad social, en fin, sin trabajo digno, que ahora llenan todas las calles y plazas públicas de todo el país3.
Los pensamientos vuelan, y el cansancio, ahondado por el movimiento del bus, la adormece. Por fin el barrio y a lo lejos su casa, donde debe esta su hijo. Con el deseo de verlo y poder compartir con él la comida, acelera el paso. Pero en el camino aparece un vecino cercano que poco le agrada, padre de uno de los niños que estudia con su hijo, precisamente uno de aquellos que han dejado de asistir a clase. El saludo rutinario va y viene, pero, como nunca había sucedido, la curiosidad no le permite guardar silencio y la pregunta por la inasistencia escolar del niño llena el ambiente de miradas formales y saludos de rutina. La respuesta fue aterradora, al recibirla Magnolia prosigue su camino, más confundida, preguntándose, “¿cómo puede ser posible que los padres le nieguen la asistencia escolar a sus hijos, para que empiecen ha aportar económicamente en la casa?”.
Ella veía a los niños, por aquí y por allá, rebuscándose: vendiendo confites en semáforos, buses y algunas esquinas, limpiando parabrisas de señores ricos e insensibles al tema, haciendo espectáculos en circos ambulantes o, peor aún, mendigando, y sus grandes ojos verdes se le llenaban de lágrimas con el sólo hecho de imaginarse a Simón en semejante situación. En este trance, meditando sobre la difícil situación que vivían cada día más y más familias, con la amargura que le oprimía el pecho, finalmente concluyó que por más difícil que fuera su situación jamás obligaría a su hijo a realizar tales actividades a cambio de dinero, y eso que no estaba considerando la más peligrosa y atroz… ¡la prostitución!, dado que la mayoría de niños y niñas se encontraban en esta hoguera maldita.
Magnolia no acostumbraba ver noticias, el poco tiempo que le quedaba en las noches y el exorbitante cansancio que la invadía no la estimulaban a ello, pero ahora, en la puerta de su casa, afanada por abrir para ver a su hijo, recuerda que en algún canal de televisión había escuchado una noticia referente a la problemática de los niños trabajadores, donde destacaban que en ciudades como Montería, Bucaramanga, Cúcuta, Neiva, Ibagué, Pasto, Villavicencio, Armenia y Manizales, era donde había más infancia trabajadora. Pero Magnolia no sabía que de 11’288.000 niños de todo el país, 1’465.000 laboran hasta 15 horas diarias, sin contar con tiempo para estudiar4.
Mientras meditaba sobre estos sinsabores de la vida que sufren los más pobres, abrió de manera mecánica la puerta de su casa y una vez adentro, al ver a su hijo lo abrazó de manera instintiva. Lo besó, y lo invitó a que la escuchara, con la intención de hacerle notar la necesidad de estudiar y los enormes riesgos de empezar a rebuscarse, en un trabajo que no tiene nada de digno.
Pero Simón, que siempre fue una caja de sorpresas, respondió de manera impactante y espontánea que él quería trabajar, como sus compañeros, para ¡poder tener su propio sustento!
La mirada de la madre colmó con ternura y tristeza a su hijo, y de manera ingeniosa le relató el verdadero panorama de muchos niños no solo del barrio, la ciudad o el país, sino también de países como Guatemala, México, Argentina, Chile, Brasil y muchos otros más que tratan de enfrentar la realidad y no tienen ni la más mínima remuneración, por lo cual no pueden garantizarse su propio sustento. En realidad, son esclavos modernos, aprisionados por una realidad que nos les permite gozar su niñez ni crecer con la satisfacción de sus derechos cubiertos y garantizados por toda la sociedad.
Simón, con una actitud de niño engañado asintió de manera tímida –recostando su cuerpo sobre su madre–, diciendo en voz bajita que de ahora en adelante solo estudiaría, que sería muy juicioso, cuidándose solo como siempre.
La noche lo cubría todo, el minutero del reloj avanzaba sin reparar en la noche, el cansancio invitaba a la cama, y la cercanía de una nueva jornada de trabajo exigía que así fuera. Con un beso de tranquilidad la madre acostó a su hijo, cubriendo con las cobijas también su cuerpo, sus tristezas y sus sueños de una vida mejor para ellos, como para quienes siempre han sido negados de la esperanza.
1 http://www.eltiempo.com/colombia/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12506108.html
2 ibídem.
3 ibídem.
4 http://www.eluniversal.com.co/cartagena/nacional/en-colombia-hay-mas-de-1400000-ninos-trabajadores-88510
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