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Fútbol, ¿identidad? y nacionalismo

Fútbol, ¿identidad? y nacionalismo

Durante el Mundial Brasil 2014, la selección Colombia tuvo su más destacada participación en sus cinco citas mundialistas, alcanzando los cuartos de final del torneo más importante a nivel de selecciones, eliminada finalmente por el país anfitrión. Sin lugar a dudas, el paso del seleccionado encendió las chispas de un sentimiento de orgullo nacional, donde las diferencias existentes históricamente entre las clases sociales quedaron disueltas entre los goles que lograba la tricolor en tierras brasileras. Un profundo sentimiento de arraigo hacia los triunfos tomó cuerpo durante las tres semanas en que el combinado nacional despertó admiraciones en todo el mundo por su forma de jugar.

 

Sin embargo, sobre este acontecimiento que tuvo gran impacto en la cotidianidad de la sociedad, cabe cuestionarse la manera en que la selección de fútbol, al menos por un tiempo transitorio, logró convertirse en un factor de referencia sobre lo nacional ¿Cómo logra el fútbol articular tantas diferencias y contradicciones bajo una expresión eminentemente espontánea y hasta cierto punto paradójica? ¿En qué escenarios logra dilucidarse la identidad con el otro, y hasta qué lugar, la diferencia se torna transparente, aún con manifestaciones de violencia?

 

La identidad nacional, ¿hasta dónde y hasta cuándo?

 

El fútbol, como deporte rey, es el juego que logra seducir a más corazones en el mundo. Potente, mediático, tiene como característica singular su capacidad de trascender esa condición natural de juego, tornándose un acontecimiento total, de carácter global, que logra involucrar particularidades sociales, culturales, políticas y económicas. Además, como dice el conocido dicho: “el fútbol es lo más importante de lo menos importante”, por lo que no puede reducirse a entenderse como un mero entretenimiento o una actividad donde se desgranan las horas del ocio; su contenido es mucho mayor.

 

Mucho más profundo, el fútbol también es una práctica de identificación colectiva, donde se resuelven determinados problemas de identidad, ya sean subjetivos o comunes. Ligado en el caso del Mundial con los colores de la bandera de cada país, alcanza a involucrar en su escenificación y resultados tanto aficionados como a personas que nada tienen que ver con su práctica. Identidad e interés con efecto transitorio, pues una vez concluido el certamen en cuestión, los ánimos vuelven a su punto.

 

Entonces, la condición básica que logró despertar el seleccionado colombiano fue ubicar territorialmente esa identidad, darle un espacio y una condición de pertenencia, que en este caso es la adscripción a un territorio determinado, que si bien en un primer lugar se maneja sobre los bordes que separan a Colombia de otros países, luego se difunde ante la inmensidad de la geografía latinoamericana. Así, en fase de grupos, el colombiano alardeaba su triunfo sobre Grecia, Costa de Marfil y Japón; su identidad era justificada a partir de la superioridad ante el rival de turno, esto es, en la derrota del otro. No existe acá todavía una afirmación de un “nosotros”, o al menos no en la exclusiva negación futbolera del que está al frente.

 

No obstante, existieron dos elementos que catalizaron la identificación con la selección nacional en el transcurso de la primera ronda mundialista: a) El constante camino de derrotas sufrido por Colombia en la cancha durante los últimos mundiales, que dejaban una sequía de 16 años sin disputar el certamen; b) Con raíz en la tradición misma del ser colombiano: la carencia de símbolos, mitos e ídolos con los cuales sentir una identificación y que funcione como mecanismo de cohesión nacional

 

A esto se debe, que la aparición de fenómeno mundialista llene tal carencia, supliéndola en lo inmediato con un carácter espontáneo y poco reflexivo. Esto sólo indica que nuestra sociedad tiene hambre de representaciones artificiales que ayuden a entender la dirección de su modo de ser, que suplan la colcha de retazos urdida con la colcha de retazos de su mal contada historia de independencia y de vida republicana.

 

Sin embargo, acá encontramos una compleja paradoja cuando en el grueso de nuestra sociedad emanan rasgos de una identidad colectiva alrededor de la selección nacional. Mientras por un lado, la selección dirigida por José Pekerman busca jugar bien, ser atractiva en su misma esencia, incluso respeta los principios culturales sobre los que ha girado la tradición futbolera del país, la identidad nacional alcanza picos no imaginados sobre la marcha de las victorias.

 

No interesa el cómo jugar, ni el cómo ser colectivamente, importa el resultado. Eduardo Galeano dice “Juego, luego soy: el estilo de jugar es un modo de ser, que revela el perfil propio de cada comunidad y afirma su derecho a la diferencia. Dime como juegas y te diré quién eres”. En Colombia se da la tensión entre la identidad con el éxito, y la diferencia con la representación simbólica que ocasiona dicha identidad, lo que demuestra que el ascenso del fervor patrio tiene un carácter efímero, alimentado por el poder de los medios de comunicación.

 

De hecho, la filiación la definía el rival enfrentado. Así, a diferencia de los primeros partidos, que eran de ‘fácil’ trámite, en octavos de final tocó disputar contra Uruguay, doble campeón del mundo, que en esta ocasión llegó con un equipo mermado, pese a lo cual el triunfo aumentó el caudal de identidad: “vencimos un histórico”, y aunque estaba presente el paso por primera vez a los cuartos de final el orgullo provenía del hecho de vencer a uno más grande.

 

Ahora llegaba el sueño –imaginado– del triunfo en la nueva ronda, “daríamos de que hablar a todo el mundo”, pero no fue así, y en cambio llegó la eliminación.

 

Ya fuera de Brasil, aunque mediada por el buen desempeño logrado durante el Mundial, la justificación de la eliminación no redujo el nacionalismo, pues la culpa de la derrota fue instalada en el otro, no en “nosotros”. Es curioso, la identidad colombiana aumentó con las victorias, y a la hora de la derrota, y como consuelo, la justificó diciendo que no concernía a la selección. Aquí no importaba si jugaba bien, importaba el triunfo.

 

Exceso mediático y oportunismo político

 

Algo quedó claro con lo sucedido y es que el buen papel que tuvo el seleccionado fue parcialmente instrumentalizado, más que por el gobierno nacional –aunque también– por los medios de comunicación. En su vociferar diario alimentaron el fervor nacional, ocultando la difícil situación económica y social que sobrellevan las mayorías nacionales. Alimentaron un discurso nacional-popular, a partir del cual el Gobierno insufló su mensaje sobre una supuesta capacidad de la sociedad colombiana para grandes cosas, por ejemplo, para la reconciliación.

 

Sin embargo, al colocar esta reflexión en tales planos, de tajo cortaron las posibilidades de que el país nacional sea o haga diferente, pues la política no les llega, no los satisface o no los representa. Entre política y fútbol hay una gran distancia, como entre identidad nacional –histórica– e identidad nacional pasajera; sin duda, sobre cada uno de los sectores de nuestra sociedad pesa el hecho mismo de cómo se vive, y por ello la igualdad a que la quieren llevar tanto medios de comunicación como Gobierno resulta ficticia. Labor mediática que alimentó, incluso, un supuesto destino manifiesto del seleccionado criollo para nuestra sociedad, mensaje que la realidad deshizo tan rápido como fue creado.

 

Mensaje persistente. Queda claro que los medios de comunicación pretendieron encarnar una idea del fútbol como representación de las sociedades democráticas, donde es posible, además de igualar en oportunidades cualquier tipo de diferencia racial, social y cultural, llegar a consagrarse mundialmente, adquirir un status impensado desde otros escenarios sociales.

 

çFalsedad. Muestran el fútbol como la esencia de la democracia, como la manifestación del esfuerzo individual que llevó a cada jugador a la selección, ejemplo de la conquista de lo imposible. Esta forma de representar este deporte trae consigo una nueva falsedad sobre sí misma, ya que son algunos individuos –excepcionalidades– las que logran el ascenso, no es posible que todos accedan al sitial del ‘triunfo’, el que por demás no sólo refleja el esfuerzo individual –como dicen– sino, además, el profundo tratamiento del ser humano como mercancía, con la que es posible especular, sacando rédito en el ámbito del espectáculo.

 

Alimentan los medios, de esta manera, un sueño casi imposible de coronar: “esfuérzate para que seas el mejor, para que asciendas y seas rico”. El fútbol como simple mercancía. Alimentan el arribismo y destruyen tal práctica deportiva como espacio para la socialización, la recreación, el divertimento, la imaginación, la alegría, la satisfacción por el triunfo o la comprensión de la derrota, lo cual puede suceder en el barrio, el centro de estudios, la empresa, etcétera.

 

Ni nacional, ni popular

 

Con esta manipulación e instrumentalización mellan el potencial de esta práctica deportiva, y neutralizan, incluso, su potencial para la construcción de un discurso nacional. Mercantilizado hasta el extremo, con los jugadores como marca, continuará sirviendo para recrear y distraer pero no para forjar identidades profundas, sí pasajeras.

 

Tenemos aquí una paradoja, pues el fútbol es y seguirá practicándose por millones en canchas improvisadas o no, continuará sirviendo como elemento de socialización, pero una vez controlado por las multinacionales, profesionalizando su práctica, globalizándolo como mercancía, ya tienden una cortina entre quienes son aficionados y/o fanáticos y quienes lo gozan de manera ocasional. El fútbol seguirá como referente, la selección persistirá como motor –temporal– de identidades, pero no lo consolidarán como motivo identitario permanente ni vehículo homogenizante.

 

Manipulación imposible de concretar, mucho más, cuando detallamos que el seleccionado está constituido por las regiones, por la diversidad que somos y debemos seguir siendo, donde las historias singulares son sumadas o pegadas con babas, tratando de hacer de ellas un todo irreal.

 

Esta “identidad”, construida desde arriba, desde los medios de comunicación y desde los discursos del alto gobierno, sugiere un simbolismo de la unidad del todo por el todo, y no del todo por las partes, la cual sólo sería posible si de verdad toma cuerpo un proyecto nacional que reivindique a las mayorías, alimentando con todos los recursos sus potencialidades e imaginación, cubriendo sus necesidades, abriendo espacios para todos los sueños. Construir lo nacional desde lo regional, desde las realidades que cargamos como historia común, recuperando al mismo tiempo nuestra semejanza con todos nuestros vecinos (venezolanos, ecuatorianos, peruanos, panameños, centroamericanos, etcétera) de manera que la identidad no quede traducida en vulgar nacionalismo, en elemento de discordia o diferencia, sino en simple energía para facilitar la convivencia.

 

El reto que deja el Mundial es claro: tomar conciencia de lo que somos para que ni el Gobierno ni los medios de comunicación nos manipulen. Saber, con seguridad, que con el fútbol emergen nuestras virtudes y defectos como grupo social, pero que éste debe ser una posibilidad de recreación, de encuentro, de goce, de placer, que con ocasión de eventos competitivos no puede traducirse en instrumento de confrontación entre pueblos. Nuestra unidad puede ser nacional pero ligada estrechamente a nuestro ser latinoamericano y mundial.

Información adicional

Autor/a: SERGIO RIVEROS
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