Tras la exigencia de sus derechos, 70 pobladores del territorio sur de la ciudad fueron detenidos el miércoles 10 de febrero en el Tintal, localidad de Kennedy, Bogotá; otros 60 sufrieron igual circunstancia el viernes 12 en el municipio de Soacha, sector León XIII.
Unos y otros, pobladores laboriosos de la capital del país, se vieron obligados a ocupar las vías por las que transita Transmilenio ante la deficiencia de este servicio. En el primer caso, por la avería de un biarticulado y la falta de solución oportuna del impase, que para quienes madrugan cada día para cumplir con el horario de trabajo matutino significa no llegar oportunamente a su puesto y la muy posible sanción por el retraso. En el segundo, el cierre de una estación, y por tanto el incremento de la congestión de los usuarios del sistema de transporte ‘masivo’, traducido en mayor incomodidad y demoras para abordar el bus. El malestar por el reciente incremento en el costo del servicio, así como el cansancio con un sistema de transporte incómodo, ineficiente e inseguro, salió de las gargantas de los ahora llamados terroristas.
Sin duda, los usuarios de este sistema de transporte estaban en su derecho. Resulta que para ser escuchados en este país hay que pasar de la petición respetuosa a la voz en alto, y de ésta a bloquear un servicio para que los funcionarios se dignen tomar cartas en el asunto.
Así sucedió en ambos casos. A nadie se le ocurre bloquear una vía pública por el simple gusto de sentirse héroe. No. Si la gente acude a este expediente es porque no tiene otra opción. Están en su derecho. Y en toda circunstancia de protesta que se presenta en el país, los manifestantes saben que si levantan el bloqueo no serán escuchados. Mucho menos se resuelve el entuerto.
Esa es la razón por la cual la gente persiste sobre la vía si no siente resuelta la exigencia que motivó la protesta. En todas las circunstancias, y en estas dos en particular, la respuesta del gobierno local es aquella que no resuelve nada y en cambio sí agrava los conflictos: ordenar la presencia del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), con la orden de romper el bloqueo al precio que sea. Es la voz del autoritarismo, tanto en el calificativo de los manifestantes –terroristas–, como en el tratamiento de sus exigencias, respondiéndoles con bolillo, gases, bombas de estruendo, patadas, golpes, etcétera.
Nada arregla ese autoritarismo. Las voces de manifestantes respondiéndole al Alcalde que ellos no son terroristas así lo confirman. Con razón la gente se siente vilipendiada con ese calificativo, y con razón exige respeto, pues siempre se sabe que cada día son violados los derechos de la gente en el momento de tratar de abordar los buses rojos, recordando cada que intenta ingresar al vehículo que llevan meses, años, exigiendo solución a esta problemática sin ser escuchados.
Es precisamente ese recuerdo, acumulado día tras día, formado luego de atragantarse el malestar que siente al abordar el sistema, lo que estalló el miércoles 10 de febrero en Kennedy, y lo que también se hizo manifiesto el viernes 12 en Soacha. Lo que allí logró expresión es el inconsciente colectivo, el mismo que no encuentra canalización inmediata, pues no hay espacios políticos para ello ni instancias institucionales que de verdad funcionen en pro del ciudadano de a pie.
Tal inconsciente explica la rabia, la decisión y la contundencia con que los inconformes actuaron, en especial en el sector de El Tintal, al romper carros, estaciones y vidrieras. ¿Quién, en su sano juicio, está dispuesto, sin taparse el rostro ni tomar alguna forma de precaución, a enfrentarse con la llamada ‘fuerza pública’, y a romper buses y similares? Nadie. Eso solamente lo hace aquel que siente que el malestar acumulado durante semanas, meses y años, brota de improviso, lo embarga, en esta ocasión por las demoras e ineficiencias en la prestación del servicio de transporte, y además como defensa y protesta ante la acción violenta del Esmad, organismo de la Policía que resume en toda su crudeza la militarización sufrida por un cuerpo que debiera ser un organismo de seguridad a disposición de la ciudadanía, para su protección, y no a disposición del Estado y para su defensa.
De soslayo habría que decir que resulta incomprensible que los policías, personas comunes y corrientes, habitantes de los barrios populares de la ciudad y del país, siempre actúen con rabia contra sus propios compañeros de clase y territorio. Inaudito, pero la psicología logra cosas maravillosas y perversas, y actuar en contra de sus propios intereses es una de ellas.
Ante el tratamiento dado a estas coyunturas, es necesario recordar que una de las características del autoritarismo es despachar a sus críticos con un adjetivo, descalificarlos. Por mucho tiempo fueron bárbaros, luego comunistas o algo similar, y ahora son terroristas. Quien protesta, quien demanda el respeto de sus derechos, es terrorista. Y así despachado, lo que merece es bala –en esta ocasión no se llegó hasta allá pero en la mayoría de los casos así es.
¡Qué lamentable el accionar cotidiano del poder para negar sus irresponsabilidades y no reconocer su inoperancia! Es de resaltar su preeminencia. Actuar para infundir miedo, para que en otra ocasión los inconformes no se atrevan a lo mismo. Por ello, además de la violencia directa y desenfrenada –para que no haya duda sobre quién manda–, se le da forma a la violencia resumida en los códigos, aquellos que dicen que quien bloquee una vía pública o ‘ataque’ a la autoridad se hace merecedor de castigos que suman varios años, muchos más de los que decreta el juez contra quien roba, malversa, etcétera, los bienes públicos.
Autoritarismo. Todo lo contrario de la democracia real, directa, plebeya, que, si de verdad tuviera espacio en nuestro país, debiera resolver cada uno de estos episodios escuchando, dialogando, solucionando entre todos, sí, entre todos, porque una democracia participativa, actuante, empodera a todos los ciudadanos con lo que es público, que más que ello debe ser común.
Es este tipo de democracia lo que está a la orden del día para ser fundamentada entre todos los pobladores de este país, para que la justicia no sea una quimera; para que los derechos dejen de ser de papel y para que la violencia oficial sea contenida al reorientar tales aparatos e instrumentos que la hacen posible contra las mayorías. Emprender su construcción implica comprender y defender, en el caso del servicio público, que el mismo no debe ser un negocio y, por tanto, lo determinante no es su rentabilidad sino su eficiencia. Peñalosa ni el poder hoy existente en el país, autoritario y excluyente por excelencia, nunca lo comprenderán. El negocio es su objetivo en la vida, como si el servicio público fuera un simple enunciado para engañar incautos.
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