
El 16 de junio de 1917, Kerenski, recién nombrado Ministro de Guerra por el primer gobierno de coalición, dio la orden de iniciar la ofensiva militar rusa que, desde varios frentes y mediante un golpe rápido, debía llevar a una derrota decisiva de las fuerzas alemanas. Es cierto que contaba con la aprobación del Congreso de los Soviets que a la sazón estaba sesionando, donde, después de encarnizadas discusiones, los revolucionarios, particularmente los bolcheviques, habían sido derrotados. Pero era una pura formalidad, ni siquiera hacía falta pues la ofensiva ya se venía preparando desde mucho antes. A finales de mayo, en efecto, se había iniciado la movilización de las tropas en todos los frentes. Con ello los partidos de la conciliación –socialrevolucionarios y mencheviques– le daban gusto a la burguesía, presente mayoritariamente en el gobierno, e incluso a la vieja clase terrateniente que se expresaba en el alto mando y en la oficialidad.
En el fondo casi nadie creía en las posibilidades de triunfo. El general Denikin –el antiguo oficial zarista que luego encabezaría la contra-revolución de la guerra civil– lo había sugerido desde el principio. Y, una semana después, el soviet de la barriada revolucionaria de Viborg, con toda claridad responsabilizaba al Gobierno provisional, por semejante aventura criminal. Pero el interés político que animaba a los promotores de la insensata ofensiva era otro. Y habían logrado convencer al pueblo (que todavía respaldaba a los conciliadores), y sobre todo a los soldados, con el argumento muy simple pero convincente de que el ejército alemán se encontraba debilitado y amenazado por el ingreso de EEUU a la guerra, y que, por lo tanto, un golpe bien asestado era la mejor forma de alcanzar la paz.
La paz era, y casi sobra recordarlo, la meta que anhelaba todo el pueblo ruso. Incluidos los soldados que no eran otra cosa que campesinos en armas. De ahí el esfuerzo de persuasión que tuvo que hacer el gobierno. Dada la escasa disposición para el ataque (aunque no para la defensa) desde el principio se vieron las dificultades para aplicar el plan de operaciones y por ello los avances conseguidos fueron menores y efímeros. Es cierto que las fuerzas alemanas se retiraron, pero sólo para reagruparse e iniciar su contraofensiva el seis de julio. Fue entonces cuando los soldados rusos comprendieron la magnitud del engaño. El gobierno aspiraba a conseguir un efecto político y sicológico positivo como resultado de las victorias pero sucedió lo contrario. Cundió la desmoralización y después de los primeros golpes los soldados se negaron a ir más allá; varios regimientos abandonaron las posiciones y se inició una verdadera deserción masiva. El 12 de julio el colosal desastre ya era evidente.
El objetivo político, que no era por supuesto la derrota de Alemania, sino la liquidación del proceso revolucionario mediante la disyuntiva falsa de la guerra patriótica o la paz de la traición no parecía pues tan fácil de alcanzar. Semejante disyuntiva, sin embargo, seguiría siendo rentable políticamente durante varios meses más; acusar de traidores a quienes se oponían a la guerra era un recurso infalible. Es más, los bolcheviques fueron señalados descaradamente de ocasionar la vergonzosa derrota con su propaganda desmoralizadora. Y el colmo: Lenin fue acusado de ser agente del Estado mayor Alemán, en lo que Trotski llama “la gran calumnia” de julio. El objetivo, sin embargo, no era tan patriótico: detrás estaban los intereses y las exigencias de los aliados –la Entente– en la guerra mundial. Era en ellos en quienes pretendía apoyarse la burguesía que en el fondo lo que buscaba era preservar el status quo, mediante una Monarquía Constitucional o cuando menos una simple República Parlamentaria. El gobierno de coalición se había inaugurado, pues, con un nuevo intento de detener el proceso revolucionario. Y a ello estaban contribuyendo, en medio de un mar de dudas, los partidos conciliadores. En contra del sentimiento no sólo del proletariado sino de todos los sectores populares. Fue el comienzo del fin de la conciliación.
La imposibilidad de reconstruir un ejército
Si en alguna parte se sentía y se expresaba con mayor fuerza el anhelo de paz era, contrariamente a lo que pensaba el gobierno, en el frente de guerra. No era cuestión de cobardía o de valentía. Para los soldados, desde luego, era claro que, en las condiciones existentes, se debían continuar las acciones militares defensivas, pero al mismo tiempo se esperaba que en algún momento tenía que ponerse fin a lo que para ellos ya era una absurda carnicería. Absurda pues carecía de objetivos que pudieran ser asumidos como propios; para las clases dominantes no pasaban de mezquinas ambiciones imperialistas como las anexiones en los Balcanes y la muy apreciada Constantinopla. Una vez que los soldados adquirieron conciencia del cambio revolucionario que se estaba produciendo, nació en ellos la esperanza de que el nuevo régimen procedería a hacer realidad la posibilidad de la paz. Por eso, con la debacle de la estúpida ofensiva, no solamente se sintieron estafados sino que comenzaron a desconfiar del régimen que así procedía. De esta manera se sumaban a la desconfianza que crecía y se ampliaba entre las masas de obreros y campesinos de todo el Imperio.
Las razones materiales y tácticas de la derrota eran fácilmente explicables. Pero el problema, además, era que, en realidad, no había ejército. El viejo ejército zarista, reflejo de las relaciones feudales, con sus oficiales aristócratas y sus prácticas de opresión y humillación, había entrado en crisis, al igual que el resto de las instituciones del viejo régimen. La revolución de febrero no hizo más que poner en evidencia esta crisis, llevando al extremo la insubordinación permanente. Es cierto que en los últimos tiempos, en la oficialidad, habían ingresado algunos elementos de la burguesía y de la pequeña burguesía, pero aquello no alcanzaba para cambiar la fisonomía de las fuerzas militares. Para los soldados campesinos los oficiales equivalían a los odiados terratenientes, y así como la revolución había derrocado al Zar, en el ejército tenían que derrocarse sus equivalentes. No obstante, la primera reacción del gobierno provisional fue la de conservar o restaurar en sus posiciones a los antiguos oficiales, incluso en el alto mando y sobre todo en el Cuartel General ya que, al mismo tiempo, consideraba que precisamente el esfuerzo de la guerra serviría para recuperar la moral y reconstruir el aparato militar.
Todo era en vano. Es cierto que algunos oficiales acogieron, a su manera, los postulados del nuevo régimen y otros por conveniencia dijeron aceptarlos, a la espera de mejores tiempos. Sin embargo, la descomposición avanzaba a pasos agigantados y el colapso era tanto mayor cuanto que la magnitud de tal aparato era considerable y se encontraba repartido en todos los puntos de la extensa frontera terrestre y sobre todo marítima. En muchos regimientos los soldados no sólo deponían sino que apresaban a sus mandos y llegaban hasta ejecutarlos, a manera de retaliación por años de humillación y tortura. La insubordinación era particularmente consciente y eficaz en la Marina. No gratuitamente los marineros de Kronstadt llegaron a convertirse en el símbolo por excelencia de la revolución rusa. La continuación de la guerra y sus desastres lo que hizo fue profundizar la descomposición. Las cifras de las deserciones periódicas alcanzaban ya los millones; los campesinos retornaban a sus localidades a pelear por la tierra, aunque entre sus prioridades lo primero era la paz.
La actitud del Comité Ejecutivo de los Soviets, por su parte, era, como la de los partidos que allí predominaban, confusa y dubitativa. En una de sus primeras reuniones luego del triunfo de febrero y bajo la presión de los soldados se expidió el notable Decreto No. 1 que consagraba para ellos un conjunto de derechos y libertades que incluía la creación de comités directivos en todos los regimientos y la elección de representantes de soldados en un soviet. Sin embargo, al mismo tiempo, el comité ejecutivo enviaba una circular en la que condenaba las insubordinaciones y exigía sometimiento a los viejos mandos. Y luego, en un decreto No. 2, pretendía circunscribir el campo de acción del No. 1 tan sólo a la región de Petrogrado. Pero era inútil, la autoridad de los oficiales no necesitaba abolirse, se había hundido por sí misma. Es más, desde las primeras semanas de marzo comienza a tomar fuerza la proposición de las corrientes revolucionarias de base, especialmente anarquistas, de que los mandos fuesen elegidos por los propios soldados. Como si fuera poco el Comité Ejecutivo, consciente de la poca confianza que le merecían los oficiales, instituye la figura que después se consolidaría y se haría famosa como aporte de la revolución rusa, esto es el nombramiento de “Comisarios Políticos” para ejercer funciones de asesoría y vigilancia. En estas condiciones, se tenía una triple relación: las tropas elegían los mandos, el Comité Ejecutivo nombraba sus comisarios y en cada unidad militar había un comité electivo. Sin embargo, como se comprobó pocas semanas después, el esfuerzo no estaba mal encaminado pero en aquellas circunstancias resultaba inaplicable. En tiempos de revolución un ejército no se forma a la sombra de las clases derrotadas por ella sino bajo la política de las nuevas clases en el poder. Eso era justamente lo que no podía materializarse en las inestables condiciones de una dualidad de poder.
Entre la paz y la guerra se jugaba el destino de la revolución
Para las clases aún dominantes el propósito de sostener la participación de Rusia en la guerra mundial era, como se ha dicho, bastante claro. Permitía, en primer lugar, conservar y fortalecer la estructura del ejército con el fin de asegurar un sólido pilar de continuidad del Estado que pudiera restarle peso a los Soviets. Las urgencias militares, por lo demás, justificarían de manera convincente el aplazamiento indefinido de la prometida Asamblea Constituyente. Y con ella se esfumarían también las ofertas de reforma agraria con la temida entrega de tierras a los campesinos. Como quien dice el fin de la revolución.
Era el objetivo compartido por todos, desde los Monárquicos más reaccionarios muy bien representados por los Generales Alexéiev, Denikin y Kornílov, hasta los burgueses que se expresaban a través de los prohombres liberales del gobierno provisional como Gushkov, Miliukov e incluso Kerenski. Estos últimos, por cierto, se esforzaban en repetir cínicamente, al oído de las potencias aliadas, que la revolución había sido un levantamiento patriótico y que, una vez removidas las resistencias aristocráticas, se facilitaba la guerra democrática en contra de dinastías como la alemana. Para los oídos del pueblo ruso tenían otra canción igualmente mentirosa. Se trataba de la defensa de la patria, en busca sobre todo de una paz justa, por lo cual se podía renunciar incluso a todo tipo de anexiones.
El discurso patriótico, además tenía un objetivo complementario ya comentado. Permitía desprestigiar las corrientes revolucionarias pacifistas, especialmente los bolcheviques que para entonces ya encarnaban el peligro demoníaco, pero incluso algunos de los propios “Socialistas Revolucionarios” que compartían esta posición. Con ello se contribuía a restarle peso a los Soviets. El argumento era eficaz. Lo que buscan –se decía– es una paz por separado con Alemania. Así favorecen los intereses de esta potencia al debilitar el frente aliado. Estaban además los evidentes riesgos, incluso para la integridad territorial, de un armisticio como ese.
En las filas, tanto de los demócratas y socialistas moderados como de las corrientes revolucionarias, la situación no se presentaba muy clara y no era fácil de superar la encrucijada. Es cierto que la desmovilización se había producido espontáneamente como rechazo a la guerra (no era el resultado de la propaganda de los bolcheviques), pero entre la población civil de las grandes ciudades, comenzando por los obreros, predominaba la confusión. No propiamente porque hubiera muchos que creyeran el cuento de los “agentes alemanes” pero sí porque parecía razonable la actitud de la defensa militar de la revolución. En el Comité Ejecutivo de los Soviets aun los que antes preconizaban la paz entraban en dudas: ¿cómo no vamos a enfrentar, desde la recién conseguida democracia, a la reaccionaria tiranía de los Hohenzollern? A mediados de marzo los conciliadores habían logrado un manifiesto en el que los Soviets terminaban apoyando la continuidad de la guerra; sin embargo, en julio, después de la derrota nuevamente volvían las dudas.
La clave de la discusión estaba justamente en que no se trataba de la defensa de la revolución sino todo lo contrario como se señaló anteriormente. Para los conciliadores el parámetro que definía si la guerra seguía siendo imperialista estaba en si se renunciaba o no a las anexiones y las indemnizaciones. Evidentemente era el colmo de la ingenuidad. Aunque Rusia lo hiciera, lo cual era por demás falso en el discurso de los liberales, la guerra en su conjunto seguiría siendo un choque entre potencias imperialistas que buscaban sus propios objetivos geopolíticos. Rusia continuaría haciendo parte de la entente y sería ridículo pedirles a los aliados, que no daban espera y presionaban, que dejaran de ser depredadores. Y lo más importante: es que no se trataba de un gobierno socialista y revolucionario sino capitalista e imperialista pues eran estos quienes tenían la mayoría y los principales Ministerios. Por eso Lenin insistía en que no se trataba de que la paz fuera separada o no, sino del gobierno que la firmara y por ello desafiaba a los conciliadores, a sabiendas de que no serían capaces de hacerlo, a que asumieran la totalidad del gobierno, es decir todas las carteras. Y Trotski añadía que sólo cuando el poder fuera de los Soviets exclusivamente se podría hablar en verdad de una defensa de la revolución.
La discusión, sin embargo, no se liquidó, sino que se pospuso. Hasta principios de 1918 cuando el nuevo poder de los soviets negoció y firmó la paz de Brest-Litovsk con Alemania. En circunstancias en que la descomposición del viejo ejército ya había tocado fondo, poniendo de manifiesto una realidad que al principio no se había reconocido y que constituyó el telón de fondo de la construcción del nuevo ejército: una conflictividad social, campesina, regional, étnica, que habría de expresarse, canalizada por la contra-revolución, en la espantosa guerra civil que asoló durante casi cinco años el territorio del antiguo Imperio.
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