En enero de 1992, luego de una existencia que constitucionalmente se inició el 31 de enero de 1924, desapareció oficialmente la URSS. Desde la aparatosa caída del zar Nicolás II, el 2 de marzo de 1917, hasta la toma (casi pacífica y, en todo caso, sin excesos de violencia) del Palacio de Invierno el 6 de noviembre de 1917, Rusia experimentó una movilización de masas apenas con precedentes. Una vez los bolcheviques, dirigidos por Lenin, en el poder, tuvieron que asumir demandas inmediatas, urgentes y definitivas para consolidar el direccionamiento del más grande imperio existente (y el más atrasado), con más de 120 millones personas.
La Revolución de Octubre del 25 de octubre (en el viejo calendario juliano, con trece días de retraso del gregoriano) fue un hecho definitivo en el curso de la historia mundial. En esa fecha memorable un puñado de personas organizadas para ese efecto, realiza, sin mayores perspectivas de éxito, en medio de un mundo destrozado por la Primera Guerra Mundial, el golpe que da ese giro del que hoy conmemoramos su centenario. Este hecho no fue un azar, fue producto de circunstancias favorables, pero no menos de una planificación de la que difícilmente se tenga noticia. Fue la culminación o conclusión, si así deseamos verlo, del largo ciclo de la revolución contemporánea.
Los hechos más inmediatos transcurren, muy sintéticamente, así: un vez caído el zar (manipulado por la zarina Alejandra Fiódorovna, que a la vez era manipulada por el disoluto monje Rasputín), se sustituye por un gobierno provisional, débil e improvisado, de mayoría conservadora y liberal; al tiempo, se organizan los llamados soviets, de origen popular, lo que da lugar a un muy ambiguo doble poder, mientras Rusia se debate en una guerra con Alemania, desde 1914 como parte de la Entente. En medio de ese caos, Lenin logra, con una maniobra que tuvo una tenaz oposición en su partido, convencer a sus partidarios, sacar las últimas consecuencias de la abdicación del zar y desterrar de una vez por todas al gobierno provisional que dirigía Kerenski, un personaje brillante, pero oportunista (un demagogo liberal para más señas). Lenin proclama, una vez desciende de la Estación Finlandia y luego de diecisiete años de exilio, en Petrogrado, en abril de 1917 desde el balcón del elegante palacio de la bailarina Kshesinskaya (una querida del zar), el lema: “Todo el poder para los soviets”.
Los soviets eran una especie de parlamento proletario-plebeyo, una espontánea organización de delegados obreros, campesinos y soldados que habían surgido en medio de las revueltas de 1905 y remozado decididamente durante la profunda crisis de 1917. El lema de Lenin “todo el poder para los soviets” era desconcertante, pues negaba de hecho al gobierno existente de Kerenski y desconocía tácitamente la convocatoria de la una Asamblea constitucional, que se había aplazado de un modo desconcertante y hasta misterioso. A partir de esa proclama, Lenin se pone de lado decididamente de la fuerzas desde abajo, sin titubeos. Su terquedad calculada, triunfa sobre el sentido convencional y común.
En adelante, los sucesos se precipitan de un modo inédito, de modo zigzagueante, pero no menos perentorio. Al ser perseguido por la policía Lenin se refugia en los bosques de Finlandia (en donde escribe su iluminado El Estado y la Revolución), hasta la víspera de la toma del Palacio de invierno, la vieja residencia de los zares y ahora refugio del gobierno provisional (Kerenski dormía cómoda y desvergonzadamente en la cama del zar Alejandro III, padre del débil Nicolás II). Kerenski debe afrontar, entre tanto, el golpe militar del jefe del ejército, Kornilov, que era apoyado por las clases feudales, lo que en el fondo desprestigia a ambos. Esto es aprovechado por los bolcheviques que hacen todos los esfuerzos por dominar la dirección del soviet de Petrogrado, corazón de la revolución.
La toma del Palacio constituye un hecho central, tan simbólico como la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789 en Francia. La toma militar es coordinada por Trotsky (antiguo menchevique y adversario político de Lenin), cuyo brazo armado es la Guardia Roja. Fue un golpe de Estado sin resistencia. Kerenski salió de la ciudad y de allí al extranjero. Al día siguiente, Lenin se presenta al Congreso Panruso de los Soviet a decir solemnemente: “La revolución de los obreros y campesinos, cuya necesidad los bolcheviques han urgido siempre, se ha cumplido […]”. En seguida se toman las disposiciones, sin las cuales no podrían sobrevivir un solo día los bolcheviques en el poder, a saber, el llamado a la paz incondicional con Alemania, la entrega de tierras colectivas a los campesinos, el control obrero de la producción y distribución de los productos de primera necesidad y la estatización de la banca. Se nombra el nuevo gobierno, con Lenin a la cabeza, naturalmente.
La Revolución rusa nace en medio de la conflagración mundial y tiene que arrostrar sus más duras consecuencias. Lenin debe firmar la paz en Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918 (“una paz vergonzosa”, la llama el mismo líder soviético) con el comando mayor alemán, al que se le entrega la cuarta parte del territorio y la tercera mitad de sus habitantes. Era un asunto de sobrevivencia, incomprendido por casi todos, mientras se protegía el núcleo de la revolución. Derrotada la potencia imperial germana por la Entente, las cosas no se hicieron menos severas, pues Rusia debió afrontar una guerra civil despiadada contra la revolución.
Si Rusia se había desangrado en el frente de la Guerra Mundial (con dos millones de víctimas y cinco millones de prisioneros), los ejércitos contrarrevolucionarios, “el ejército blanco”, con apoyo de las cuatro potencias triunfadoras de esta conflagración, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Japón, desangrarán la Rusia soviética. Durante otros casi cuatro años, hasta 1921 Lenin tuvo que resistir la violencia antibolchevique de los generales Kolchak y Denikin. Al cabo de esta sangrienta lucha, que cobró la vida de unos nueve millones de rusos (entre ellos muchos cuadros capacitados de la inteligencia revolucionaria), el mundo se partió en dos.
La Revolución rusa significó, visto desde la filosofía de la historia occidental, una ruptura de magnitud incalculable. La vieja, atrasada y medio-europea Rusia se constituyó en la vanguardia de la revolución mundial, la antorcha de los anhelos anti-capitalistas y antiburgueses. Por primera vez, pues, el eje primordial de la historia occidental moderna no pasaba primero por Londres, París o Berlín. El mundo se volvía pues plural y esa pluralidad era la consecuencia (indeseada y quizá impensada) de las fuerzas globalizadoras del capital. Así como Alemania se constituyó, en la época de Hegel-Marx, en un imperio políticamente anacrónico, pero culturalmente primordial, ahora Rusia, ese imperio rezagado en todos los aspectos, social, económico y cultural, se convertía en la capital mundial política del futuro del mundo libre.
La Revolución rusa se hizo conscientemente como el primer paso a una revolución proletaria internacional. El internacionalismo proletario era una convicción filosófica, pero a la vez un slogan de propaganda, que enarboló la III Internacional. De este modo, y a diferencia de la Revolución inglesa de 1640, de la Revolución francesa de 1789 o de la Comuna de París de 1871, que eran los precedentes más insignes, la rusa nace bajo el signo de la universalización, que expresó el mismo Lenin, al día siguiente de su victoria: “Ahora se inicia una nueva página en la historia de Rusia, y esta tercera revolución rusa llevará, por fin, al socialismo a la victoria… ¡Viva la revolución socialista mundial!”. Solo esta vocación internacionalista proletaria, explica la agresiva reacción nacionalista, excluyente, exclusivista y terrorista de Hitler en las siguientes décadas.
“Explicar con paciencia”, fue consigna de Lenin. “La vida dirá la última palabra”, fue otra consigna suya. Llamó también a trabajar con paciencia y conciencia, en bien de la comunidad, a romper los egoístas y agresivos impulsos del hombre privado que solo vela por sus mezquinos intereses. Luchó para que todos los niños procuraran aprender a leer y escribir; a que se dignificara las labores de las mujeres. Fue en esto marxista, hegeliano, un ilustrado. Hoy deberíamos ocuparnos, como colombianos, un poco más en ese momento estelar de la vida histórica, un momento histórico, como todos los momentos históricos, irrepetibles e inimitables, pues si algo reiteró la Revolución rusa es que ya no se puede confiar en el apotegma clásico “historia magistra vitae”, sino que vivimos en un época en que el estado de emergencia es la norma común de la forma con que los seres humanos tratan a los seres humanos.
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