Inmersos en el nuevo mundo donde hay Internet en cada bolsillo, nos acostumbramos a vivir y convivir con la publicidad y su gran estimulo al consumo; tanto en el exterior, cuando tomamos nuestro amado transporte, como a la hora de consumir contenido, sea por medios tradicionales –como la televisión– o a través de la red más grande de información a la cual ya podemos acceder desde nuestros celulares; pareciera que la gran crítica al capitalismo moderno se ha vuelto totalmente real, la publicidad y el consumo nos han seducido casi que por completo. Pero ha llegado la cereza del pastel.
Comencemos con nuestros celulares, el precio que pagamos por ellos. Sea de gama media o alta, la extravagancia está socialmente aceptada; nos da prestigio e integración social tener uno de estos dispositivos y mostrarle al mundo a cada instante lo que estamos comiendo, a donde vamos en nuestras bicicletas o los lugares que visitamos en Semana Santa. Ya nos hemos acostumbrado a eso, y no está mal tampoco, trabajamos duro como para no merecernos unos cuantos lujos. También hay que decir que vivir conectados no es solo una tendencia, se ha convertido en una necesidad; muchos trabajamos con ello, buscamos clientes, arreglamos negocios, escribimos artículos y explotamos a fondo las posibilidades que nos brindan estos dispositivos.
Ahora bien, consumimos estos lujosos productos gracias a las influencias que nos rodean, publicidad, círculos sociales, tendencias de consumo, etcétera. Pero en esta ocasión, y haciendo un esfuerzo por no parecer un punk radical en contra del capitalismo, me encantaría que conocieran lo que para mí ha llegado a ser el extremo consumo.
Pensar en un buen vestir es pan de cada día en esta sociedad. Sin discriminar a nadie, tanto estudiantes universitarios como adultos jóvenes nos preocupamos por cómo nos vemos y qué demostramos con nuestra apariencia. En mayor o menor medida nos hemos vuelto cada vez más vanidosos y esto lo vemos reflejado, por ejemplo, en la tendencia de las barbas sexys que se alimenta de las redes sociales, de la cultura hipster, de las migraciones desde el Pacifico y hasta de los deportistas como Gerard Piqué, Arturo Vidal o Isco Alarcón, que sirven de inspiración a quienes compramos desesperadamente tratamientos capilares y buscamos que nos consientan en alguna de las barberías que aparecieron en el mapa de la noche a la mañana, después de pasar 10 años afeitando con una cuchilla desechable los 3 pelos que teníamos.
A diferencia de comprar nuestros lujosos celulares que nos mantienen conectados e informados, o de soñar con tener nuestra barba de leñador para exhibirla en Instagram, esta nueva tendencia de consumo nos lleva a ver qué tanto estamos dispuestos a pagar para ser aceptados dentro de un grupo de personas. El “HypeBeast” es una tendencia derivada del “Street Wear” o moda urbana, muy conocida a través de redes sociales, más específicamente en Instagram, donde encontramos gente que no compra su ropa por amor a la marca o por ser una necesidad de primera mano, tampoco porque sean amantes de la moda. Lo hacen siguiendo el ideal de ser un chico cool a quien no le importa el precio o la marca; la prioridad es consumir y sobre todo tener esa prenda que algún famoso usó.
Hasta ahora todo suena muy normal, gente comprando ropa y luciendo su compra. Pero siendo específico, podría asegurar que pocas personas tienen presupuesto a final de mes para comprar uno de estos “outfits”, o ¿por qué no? No se les antoja iniciar el mes con una gorra Palace por solo $170.000, con un abrigo Superdry en $340.000; hay que pensar en estos climas fríos y nada mejor que un Jersey Hackett por $391.000, una buena camisa Ralph Lauren por $374.000. Aunque nos falta la mitad, unos jeans de cualquier marca medianamente renombrada nos costarían alrededor de $119.000, y nada mejor que darle un buen estilo con un cinturón Gucci de $850.000; para terminar, unas buenas zapatillas Jordan Retro 8 en $500.000. Perfecto, estamos totalmente a la par con la moda urbana de hoy en día, y nos costó $2’744.000, mal contados.
No suelo ser el gran comprador de ropa, o al menos eso creo; pero algo me dice que si en mi próxima quincena me compro este outfit, comeré sopas instantáneas todo el mes y los del banco me romperán las piernas. Por suerte y dios nos libre de este mal, esta tendencia no ha llegado a ser gran cosa en países latinoamericanos; en Europa y Estados Unidos es mucho más fuerte, y ojalá que ni se acerque al país del Sagrado Corazón donde un pasaje de servicio público vale más que una lata de cerveza.
Pero todo esto no está lejos de un ejecutivo de alguna multinacional, un traje última colección de Emporio Armani llega a costar $2’676.000. Ahora bien, es muy diferente tener más de 40 años, manejar una empresa exitosa, ganar un jugoso salario e ir a reuniones con clientes. Pero resalto con diferencia el gasto sin motivo de los amantes de esta moda urbana, estamos hablando que por el mismo precio podría comprar 61 canastas de cerveza, ¡61! Lo sé, es una mala analogía, pero 61 canastas son mucha vida social y todos lo sabemos; pero para no parecer tan alcohólico, equivale también a tres y medio salarios mínimos.
Tal vez muchos de nosotros nos gastaríamos ese dinero pagando un par de materias pendientes en la universidad, ¿o por qué no? invertiríamos en un nuevo computador, en arreglar nuestra bici, meternos al gimnasio, un curso de inglés, pagar deudas, la cuota del carro o del apartamento, el estudio de nuestros hijos; cosas importantes para nuestras vidas, realmente importantes. Más allá que despilfarrar comprando ropa de marca que algún Dj o futbolista usó en su Instagram. Es cuestión de prioridades, somos demasiado susceptibles al contenido que consumimos a través de las nuevas plataformas, y allí es cuando no debemos olvidar ser autónomos a la hora de elegir qué comprar y sí realmente lo que compramos nos es útil, o simplemente es una vuelta más para la bola de nieve que llamamos consumo.
¿Y usted? ¿Qué haría con esos $2’744.000?
*Publicista
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