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Contra el realismo político

Contra el realismo político

En este mes, en estas fechas, es inevitable hablar de elecciones. Un enorme aparato publicitario, estatal y privado, se ha encargado, casi desde el comienzo del año, de repetirnos la importancia del evento y quiénes son los candidatos y candidatas. Sí, los candidatos, aureolados con los logos de su partido o grupúsculo, ya que pocas personas se enteran del contenido de sus programas; a la gran mayoría les tienen sin cuidado.

Realidad criolla. No obstante, el hecho político más importante del mes es el levantamiento popular, principalmente indígena, en Ecuador. Y no es “en otro país”. Junto con Venezuela son los vecinos más influyentes en nuestra situación. No es posible ignorar las identificaciones culturales, el comercio fronterizo, el permanente trasiego de personas (hoy, obviamente, la catastrófica inmigración de venezolanos), y la vida en común a uno y otro lado de la línea artificial. Basta recordar que el departamento de Nariño es, hoy por hoy, uno de los más violentos y afectados por el narcotráfico, así como los de Norte de Santander y Arauca, particularmente la región del Catatumbo, en nuestra frontera oriental (Ver “La guerra no para en el Catatumbo”, página 9). Con el agravante de que hoy las relaciones oficiales, institucionales, se encuentran seriamente averiadas. Pero, claro, el pueblo colombiano está obligado a pensar en una puesta en escena donde lo que se juega no es el destino del país sino los destinitos fatales de los miles de candidatos y candidatas. El destino, como se sabe, ya viene escrito.

En efecto, cuando este número del periódico esté en circulación, llegará el momento de los balances, en apariencia el más importante. Como diría Serrat: “Y con la resaca a cuestas/ vuelve el pobre a su pobreza/ vuelve el rico a su riqueza/ y el señor cura a sus misas”. Sí, por un día se olvidó que cada uno es cada cual. He ahí la trampa de las elecciones: individualiza e iguala a todos. Los números, sólo los números, nos dirán quién ganó y quién perdió. No importa cómo se consiguieron esos números. Y lo peor: nada nos garantiza que lo que gana sea una propuesta de política pública. Lo más probable es que sea una figura, sustentada en la maquinaria clientelista, en el poder del dinero, en el poder de la violencia abierta y brutal, o todos los anteriores; en el menos malo de los casos, sustentada en la “popularidad” que es el componente fundamental en las grandes ciudades. Popularidad que se obtiene en una mínima proporción con la biografía pero sobre todo con una costosa publicidad abierta o disfrazada. Si al final representa un cambio, será sólo fruto de una afortunada coincidencia. ¿Pero es que alguien estaba pensando en un cambio?

Así las cosas, lo que más sorprende es que todas las agrupaciones, grandes, pequeñas y minúsculas, de carácter nacional (unas pocas), regional o local, que se presentan como distintas y alternativas, algunas francamente de la “izquierda”, están de acuerdo en que “hacer política” es competir en las elecciones. Una idea equivocada que se ha impuesto como consenso. El error probablemente proviene de una creencia muy colombiana, que lleva más de medio siglo (o más todavía), según la cual la única alternativa a lo electoral sería la acción armada. Se desconoce aquello que, en Europa y Estados Unidos, entre finales del siglo XIX y principios del XX, solía llamarse acción “extraparlamentaria”, o “social”, como sencillamente la denominaban los anarquistas.

Lo más inquietante, de todas maneras, es que no parece vislumbrarse aquí ninguna idea de cambio. –Como es lógico, ese sería el criterio de diferenciación frente al mundo político del establecimiento–. Cabría, para empezar, una pregunta: ¿creen estos grupos que, desde las posiciones, por ahora exiguas, en los cuerpos colegiados y en los ejecutivos municipales o departamentales (más escasos), se podría inducir algún cambio de rumbo en las políticas públicas? O, aceptando el terreno electoral en gracia de discusión: ¿No sería necesario conseguir, previamente, un cambio sociopolítico que permitiera otro tipo de condiciones para la competencia? La oronda respuesta de “nada va primero, lo uno ayuda a lo otro y viceversa” que es la habitual, francamente no convence.

Además, en unas campañas electorales como éstas, en las que no se ventilan asuntos de contenidos, no hay posibilidad de diferenciación. Los grupos a los que hemos estado haciendo referencia ni siquiera lo intentan. Todos compiten por hacerse un lugar en el “centro”; adobándose, según el público, con diferentes proporciones de temas “políticamente correctos” que no resultan suficientes para ganar una identidad. El recién nacido Partido de la Farc, por ejemplo, quiso debutar, haciendo honor a su calificativo de revolucionaria, exponiendo las ideas fuerza de su orgullosa tradición y de su épica –a la que, por lo demás, tenía legítimo derecho– y luego de la desaprobación y de innumerables rechazos, incluidos los de los amigos, terminó reduciendo su programa a la defensa del Acuerdo de Paz; últimamente, al mínimo, que es la reincorporación de los excombatientes a las actividades productivas en condiciones de posibilidad comercial y seguridad física.

No hay, pues, partidos, ni movimientos, ni siquiera grupos, con señas de identidad. Lo único que podemos identificar son personajes, con mayor o menor presencia en los medios. Para ello, probablemente, es para lo que más sirve detentar una curul o un cargo público. Todo, en medio del más absoluto vacío ideológico (Ver “Encuestas electorales…”, página 10). Pero no seríamos tan injustos de atribuirlo a defectos individuales o decisiones equivocadas. Seguramente es la atmósfera de los tiempos que corren. Cuando aludimos a la voluntad de “cambio” lo hicimos deliberadamente para señalar apenas el más elemental rasgo de diferenciación. Porque lo que ha quedado sepultado con el pasado siglo, y no sólo en Colombia, es la propia idea, no digamos ya de revolución, sino simplemente de transformación, y con ella el cultivo de las esperanzas. Ha desaparecido así el referente que antaño evocaba el vocablo “izquierda”. El tamaño de las ambiciones llega, si acaso, al de “lo menos malo”, cuando no a la filosofía de “peor es nada”.

En aquella confusión del mínimo común denominador no es posible identificar a la famosa izquierda, ni a los grupos que la componen, como no sea por lo que dicen de sí mismos o por lo que les atribuyen los otros. ¡La izquierda es un acto de fe! Votar por Holman Morris en Bogotá, por ejemplo, es votar por la izquierda. ¿Por qué? Al final es la “derecha”, la más cerrera y ultramontana, la que define quienes son de “izquierda”. La categoría, según las conveniencias, puede abarcar desde Jesús Santrich hasta Roy Barreras. Desde Orlando Fals Borda hasta Ernesto Samper, pasando por Antanas Mockus. Por eso es tan difícil llevar a la práctica la popular recomendación que ya es un cómodo lugar común: “¿por qué no se une toda la izquierda?” La respuesta es sencilla: porque no se sabe dónde ni cómo colocar la línea divisoria.

No se nos oculta la objeción inmediata, de uso corriente en la politología. La argumentación presentada –se diría– corresponde a un andamiaje de “grandes relatos”, propio de una modernidad ya superada. Es completamente vano seguir en busca de la “izquierda perdida”. No hay diferenciaciones social o históricamente necesarias; las diferenciaciones son contingentes y transitorias, o mejor, coyunturales. Por ejemplo, en Colombia, tiene que ver con el cumplimiento y puesta en marcha del Acuerdo de Paz que es la materialización concreta de la oposición entre guerra y paz. Algunos de manera más callejera dirían: entre uribistas y no uribistas. El problema consiste en que un partido político e incluso una corriente política, están obligados a dar respuestas a un conjunto significativo de problemas de diferente orden; históricos, seguramente, pero también de coyuntura. Y ese conjunto de respuestas tiene que ser coherente para que conquiste credibilidad.

Desde luego, el punto que más se menciona como ejemplo es el de la lucha contra la corrupción. Y, ciertamente, es de innegable actualidad. Un problema que tiene, tan clara diferenciación, consiste en que, en el plano de las imágenes y las consignas, nadie se ubica en el lado de la corrupción. Corre por cuenta del debate que cada quien haga el señalamiento en los demás. Una puja moralista. Y no tiene nada de raro que termine ganando quien cuente con más poder mediático (y judicial). Una mancha –cierta o falsa– puede acabar con la reputación de todo un partido. El Polo jamás se levantará de la tragedia de haber postulado y respaldado a Samuel Moreno a quien siguen condenando a decenas de años de prisión, una y otra vez, con una sevicia que jamás destinarían a un tipo como el otro Moreno, el exfiscal. Además, se le aplica también la reflexión anterior. ¿Qué coherencia tiene, por ejemplo, una candidata que prometa incorruptibilidad a toda prueba y guerra implacable contra los corruptos si al mismo tiempo coincide con los adversarios en política económica y social?

Pero no es un problema solamente de los grupos y partidos a los que venimos aludiendo. Si así lo fuera, estaríamos, tal vez, perdiendo el tiempo. A la hora de los balances cada quien habla de la fiesta según como le haya ido en ella. Y en la discusión siempre va a triunfar el realismo político. Es posible que, en la pequeña dinámica que hemos señalado pueda faltar grandeza pero no deja de haber algunos dividendos y así puede continuarse indefinidamente. El verdadero problema toca con nuestro pueblo. Es poco lo que se le está ofreciendo que apunte a transformar sus condiciones de vida, no sólo materiales sino espirituales, pero también a los mecanismos, espacios y procesos por desatar para que desde sus intereses y fuerzas se desate una acción por el cambio. “Solo el pueblo salva al pueblo”, era común escuchar décadas atrás. Pero, ¿acaso se le está consultando? ¿Acaso se abren los canales para desde sus fuerzas se confronte abierta y de manera decida al establecimiento? Esto a pesar que desde algunos sectores de opinión se observa la queja y el temor acerca del avance de la “derecha”. Pues bien, aparte de lo que ya tenemos, no se sabe cuánto más podrá llegar.

En todo caso, semejante peligro solamente podrá ser conjurado cuando aparezca una corriente, que apoyada en espacios de participación social realmente convocantes y decididos por el liderazgo del ‘común’, que prometa un vuelco verdaderamente cautive y arrastre, despertando esperanzas, desatando energías comprimidas por décadas de negaciones y mala vida, y ofreciendo fuertes convicciones. Mientras la misma toma cuerpo, ninguna alternativa podrá provenir de esta retórica de las pequeñas cosas, del moralismo del cambio en el comportamiento individual y del “pensamiento positivo”. Si algún imperativo es hoy oportuno en Colombia es éste muy sencillo: ¡poner fin a esta filosofía de la resignación!

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Autor/a: Equipo desdeabajo
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