Aunque existan o surjan a futuro disensos legítimos entre el gobierno entrante y los actores sociales, todos tienen la responsabilidad ante su sociedad de aportar, construir, defender e implementar el proyecto progresista, promoviendo numerosos ejes de debate antiguos o recientes. La protesta social, tradicionalmente estigmatizada y criminalizada, debe ser reconocida y protegida. Se precisa aprovechar los espacios de contienda política, ante una excepcional apertura política.
Expectativas versus enseñanzas: movimientos sociales y gobiernos progresistas
Suele ser un momento de esperanza y efervescencia, para la protesta social, la llegada al poder de un gobernante que, aunque no directamente vinculado con los actores sociales, ha recogido en gran parte sus aspiraciones. Los gobiernos llamados progresistas en Ecuador (Rafael Correa, 2006-2017) y Bolivia (Evo Morales, 2005-2019), evidencian, al menos en sus primeros mandatos, la apertura de nuevos espacios de debate, participación o deliberación social, cultural y política, mediante canales institucionales y a través de dispositivos específicos (presupuestos participativos, leyes de participación, ampliación de poderes locales descentralizados u autónomos).
También se dieron procesos de reforma constitucional (consultas, asambleas constituyentes), que sin embargo mostraron el desfase que puede existir entre una fuerte movilización social y su traducción en términos electorales. A su vez, el texto constitucional, sin perjuicio de sus contenidos progresistas, no resuelve las fuertes tensiones sociales, políticas y culturales en sociedades tan fragmentadas en múltiples ámbitos. Sin mencionar los desencuentros posteriores entre los gobernantes electos y la franja mayoritaria de actores sociales que los “llevaron al poder” y luego se sintieron abandonados, olvidados o acaso traicionados por los mismos. El caso chileno actual también evidencia la tensión entre una fuerte movilización (octubre de 2019), y las dificultades para llevar a cabo el proceso constituyente, cuyo resultado final (la aprobación del nuevo texto constitucional) resulta aún incierto.
Este “recorderis”, más que una profecía de mal augurio, puede servir de enseñanza para el caso colombiano con la llegada al poder de Gustavo Petro y Francia Márquez. Pues, aunque recién inicia el proceso de transición antes de su posesión el próximo 7 de agosto, ya existen muchas expectativas y una legitima preocupación respecto a la orientación, la velocidad y sobre todo el alcance o profundidad del cambio que propiciará el nuevo gobierno, en el corto o mediano plazo.
En efecto, se trata de responder con cambios concretos a una multitud de aspiraciones, demandas y reivindicaciones expresadas por una gran diversidad de actores, entre ellos pacifistas, ecologistas, feministas, actores organizados en contra del racismo, la discriminación o la exclusión socio-racial. Colombia experimenta un ciclo de protesta desde 2011, con múltiples momentos cruciales de movilización: paros estudiantiles (tanto del sector público como privado) en 2011 y 2018, Paro Nacional Agrario en 2013-2014, Paro Cívico en Buenaventura en 2017, paros multisectoriales en 2019 y 2021, así como las “jornadas del 9S” en septiembre de 2020 contra la violencia policial, por mencionar solo los procesos más nacionales.
Todos estos actores y procesos de movilización expresan reivindicaciones que han sido ignoradas o desestimadas por décadas. Esto significa que el anhelo de cambio rápido y real es muy elevado; la impaciencia es notoria. Por ello, el momento actual es clave, pues aunque muchos actores sociales entienden que el cambio tiene sus ritmos y procesos, el camino a recorrer es estrecho y arduo, por la complejidad de los retos.
Múltiples retos, en un contexto de violencia sociopolítica
En primer lugar, la multitud de temas y debates que surgieron en los pasados paros nacionales y en el ciclo de protesta, evidencian una serie de retos apremiantes, sobre los cuales se moviliza una parte importante de la sociedad colombiana. Pueden mencionarse, como cascada y sin ser exhaustivos: la redefinición del modelo de desarrollo agrario ante el incremento de la pobreza rural; la reforma agraria y rural que ha enfrentado muchos obstáculos y retrasos, así como la redistribución de la tierra y la sustitución de cultivos ilícitos que no ha recibido el empuje y el financiamiento previsto en el marco del Acuerdo de Paz; el debate sobre la transición energética y la reorientación de la economía basada en recursos minero-energéticos y primarios, ante la fuerte contestación del modelo extractivista y del fracking en particular, como se evidenció en las consultas populares de 2017-2018 en contra de varios proyectos de extracción con altos impactos sociales y ambientales; la discusión en torno del empleo informal y de la pobreza urbana que afecta con especial realce a la población femenina, realidad más agravada durante la pandemia, lo que llevó a ampliar el debate sobre un posible ingreso básico en el paro de 2021, sin olvidar la situación precaria de los jóvenes sin estudio ni empleo, o de la población de la tercera edad con una jubilación muy escasa, o dependiente de un precario subsidio estatal. Todo lo cual obliga a repensar la redistribución social de la riqueza, en un país altamente inequitativo como lo es Colombia.
A esos retos económicos se suman otros, de índole cultural, social y política. Existe un debate creciente en torno a la definición cultural y política de la nación colombiana, como se vislumbró con el derrumbe de varias estatuas de invasores y fundadores de ciudades de la época colonial, cuyas estatuas fueron tumbadas en el paro de 20211. Este debate puede ampliarse, por su magnitud, tanto en el sector educativo como académico y en la sociedad en su conjunto, con el aporte e impulso de los actores tradicionalmente excluidos por motivos de racismo y discriminación.
A ello deben añadirse dos retos políticos tal vez aún más contundentes e inmediatos: uno tiene que ver con la agravación en los últimos años de la violencia social y política, con el regreso notorio, durante la pandemia, de la modalidad de masacres, en particular contra los jóvenes2, en muchos territorios marginados (algunos abandonados por las Farc después de su desmovilización) y copados por múltiples actores armados. La mayoría de estos grupos armados están relacionados con el narcotráfico y controlan gran parte del territorio nacional, como lo ilustró el “paro armado” del Clan del Golfo (5-9 de mayo de 2022) en casi una cuarta parte del país.
Finalmente, el segundo reto surge cuando se presenta ante el país el Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que fue entregado el 28 de junio de 20223 y por socializar durante los próximos dos meses; lo que puede generar, entre diversos sectores sociales y políticos, álgidos debates sobre los contenidos relativos a la historia del conflicto y la persistencia hasta la fecha de los patrones de violencia; particularmente la violencia sexual, la desaparición forzada y los “falsos positivos”, que representan los temas más sensibles y sin resolver en la mayoría de casos.
Proteger los líderes y garantizar el derecho a la protesta pacífica
Por la magnitud, diversidad y complejidad de los retos y debates mencionados, y a pesar del contexto violento, puede existir, en el próximo gobierno, un conjunto de movilizaciones sociales en torno a la defensa de los derechos de los más marginados y excluidos –en parte representados o cercanos a la vicepresidenta electa– a los que el gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez podrían incorporar mejor en el debate y la vida pública. También es probable que se amplíen las movilizaciones en pos de defender y promover la paz –en consonancia con lo anunciado por los gobernantes electos, al hablar de una “paz total” y de la posible reanudación de las negociaciones con el Eln– y por la defensa del medio ambiente.
La posibilidad de lograr ser escuchados es mayor para los actores sociales, dado que el presidente electo ya mencionó el abandono del fracking en la explotación de recursos mineros-energéticos, y del glifosato para la erradicación de los cultivos ilícitos. No obstante, para los defensores de la paz y del medio ambiente, el primer y más inmediato reto es lograr que se protejan efectivamente los líderes sociales movilizados en estas temáticas, que han sido entre los más afectados por la violencia socio-política. Tarea nada fácil ante la persistencia, incluso posterior a la elección del nuevo gobierno, del asesinato de líderes y de desmovilizados de las Farc, pese al aparente consenso político en torno al “Gran Acuerdo Nacional” convocado por Petro.
Más ampliamente, el derecho a la protesta pacífica, que entró en el debate público sobre todo desde el paro de 2019, debe volverse objeto de un debate legal amplio y más apaciguado, en aras a despenalizar la protesta, la cual debe ser el derecho, garantizando lo consagrado en el artículo 37 de la Constitución Política de 1991, Constitución que el gobierno entrante ha llamado a cumplir a cabalidad. Ello implica, a más largo plazo, desmontar un complejo andamiaje judicial que ha penalizado la protesta (incluyendo la última Ley de Seguridad Ciudadana votada en diciembre 2021), y fomentar una reforma de la institución policial mucho más efectiva y profunda, como fue reclamado ante el nivel de represión del paro de 2021. Un propósito que podría generar fuertes roces con las instituciones que aún se rigen por la Doctrina de Seguridad Nacional y siguen estigmatizando la protesta como violenta y subversiva, aunque las investigaciones recientes evidencian una baja continua desde los años 1970 del nivel de violencia en la protesta social, con escasas excepciones4.
Movimientos sociales, oportunidad única
Finalmente, si bien el nuevo mandatario recogió en parte el sentir y las demandas de ciertos sectores del Paro nacional de 2021, principalmente en el ámbito socioeconómico, la relación entre el gobernante electo y los múltiples actores sociales presentes en la sociedad colombiana, dista de ser siempre consensual o armónica.
Francia Márquez, en tanto lideresa afro-descendiente y vicepresidenta electa, puede ayudar a apaciguar un poco la relación con varios sectores feministas que no apoyan la coalición del gobernante electo, escépticos con diversos líderes del Pacto Histórico (PH). Pero es de esperar que surjan disensos entre las agendas feministas diversas y las propuestas del futuro gobierno en este ámbito.
También podrían surgir discrepancias entre las diversas tendencias agrupadas en el PH, algunas más cercanas al los movimientos sociales y otras a la clase política tradicional con la que Petro ha buscado tejer alianzas para tener mayoría legislativa, y que tienen prácticas y trayectorias políticas distintas. En cualquier caso, las alianzas hacia dentro y hacia fuera son claves para garantizar el “Gran Acuerdo Nacional” promovido por Petro, en temas de paz, de justicia social y de justicia ambiental, tres ejes fundamentales del proyecto político del gobierno entrante.
En este sentido, tanto los movimientos y actores sociales afines o pertenecientes al PH, como los que están más distanciados de él, tendrán que definir su estrategia, entre la participación en debates legislativos y otros espacios de contienda política local y nacional, o más bien la autonomía y distancia crítica hacia el gobierno, que deberá aceptar, a su vez, la crítica constructiva a medida que va implementando las reformas anunciadas. Hay una inmensa responsabilidad social y política para los movimientos sociales, pues está en juego la implementación real del proyecto político alternativo, en un contexto excepcional de apertura política democrática.
Esta oportunidad de apertura política, que se perdió en el momento del Plebiscito por la Paz, en el que el “no” ganó por 50.2 por ciento de los sufragios expresados (y con 63 por ciento de abstención) en octubre de 2016, o que se esfumó otra vez con el fracaso del referéndum para reformar la clase política y luchar contra la corrupción, en agosto de 2018, es por ende ineludible para los actores sociales y para el nuevo gobierno. Las expectativas altísimas que hay alrededor de esta alternancia política, al ser defraudadas, tendrían un altísimo costo político para la sociedad colombiana.
Aceptar las divergencias, el disenso, el conflicto entre adversarios como lo ha planteado el nuevo Presidente, abandonar la doctrina del “enemigo interno”, proteger a los líderes sociales y excombatientes desmovilizados que promueven la paz, fomentar la justicia ambiental, la lucha por los derechos de los excluidos, la igualdad entre los géneros, la diversidad social y cultural y finalmente, propiciar la aceptación del pasado y de las responsabilidades históricas mutuas y compartidas en el conflicto, dejar de lado los silencios y los tabúes, reconocer a todas las víctimas por igual, son algunas de las tareas pendientes para el nuevo gobierno, sus aliados y sus oponentes, para hoy, mañana y pasado mañana. No hay tiempo que perder.
1 Saade M. «Cuando caen las estatuas: acciones públicas para hacer historia», en: Las 2 orillas, 25-05-2021.
2 Indepaz (2020). Informe de masacres en Colombia durante el 2020. Bogotá: Informe-Masacres.pdf (indepaz.org.co)
3 Disponible en varios capítulos temáticos y transversales, accesibles aquí: Inicio | Informe Final Comisión de la Verdad (comisiondelaverdad.co)
4 Barrera V. & Hoyos C. (2020). “¿Violenta y desordenada? Análisis de los repertorios de la protesta social en Colombia”. Análisis político, enero-abril, nº 98, pp. 167-190.
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