“Nosotros vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia…”. Así lo aseguró el hoy presidente Gustavo Petro al celebrar el pasado 19 de junio la votación con la cual la sociedad colombiana lo seleccionó como el mandatario nacional para el período 2022-2026.
La confirmación, consecuente con su pensamiento y con la raíz histórica del proyecto político del cual proviene, sorprende por lo contradictoria que puede resultar a la luz de los objetivos y las iniciativas fundamentales del programa blandido en la campaña electoral, tanto con la iniciativa de la transición energética como con la preeminencia por la conservación ambiental, propósitos consecuentes con el objetivo central del programa y de la acción política liderada a lo largo de la campaña electoral: “Colombia potencia mundial de la vida”. Dos objetivos enlazados en una visión general, que discrepan claramente del sistema de producción capitalista y su historia, origen y evolución, contrario en todo momento con lo que significan e implican los mismos.
La prueba empírica demuestra lo antes dicho, a través de centenares de acciones de ocupación de varias naciones y numerosos pueblos por parte de los defensores del capitalismo, amparados en supuestas acciones civilizatorias o de modernización de los pueblos ‘atrasados’. Es un accionar negador de la pluralidad de la vida e impositor de una visión uniforme, única, de la vida y sobre la misma, algo totalmente irreal e inexistente.
La muerte, como mensaje constante y permanente de imperios y potencias económicas y militares de todo tipo, significó y continúa significando el asesinato de cientos de miles y hasta millones de personas a lo largo y ancho de nuestra casa planetaria; también la extinción de infinidad de especies animales y vegetales. La afectación al extremo del ecosistema también queda como huella de su proceder. Es el resultado de la llegada del ‘progreso’.
Pero sus acciones avasalladoras no solo significaron y significan la muerte física de quienes son sometidos por las armas sino también su muerte espiritual. El asesinato se extiende a sus entornos naturales, bosques, ríos…, generando inmensos e inocultables desastres naturales, verdaderos ecocidios.
De la mano del ‘progreso’ avanzó la industria de todo tipo, y la vida se aceleró en un frenético devenir de gases y monóxidos lanzados al aire, producto de una matriz energética que superó a la leña, el carbón, la electricidad, llevando hasta el paroxismo la vida de los millones que quedaron englobados bajo el dominio del primer sistema de producción que logra cubrir todo nuestro planeta con su alargado día, que ya no conoce el descanso nocturno.
Es aquella una realidad propiciatoria del hoy denunciado cambio climático y del evidente riesgo de colapso de la especie humana; una constante depredadora de la naturaleza y de todas las especies que la integran, extendida a la biósfera y más allá. Hoy se trata de remediar esa realidad, aludiendo a un irreal e imposible capitalismo verde.
Estudiosos de los más diversos saberes reconocen que la esencia del capitalismo es la producción y la circulación sin límite, de lo cual depende su reproducción misma. Bajarle el ritmo a su imparable carrera sería aceptar su lenta y segura muerte, y el sistema no tiene vocación suicida, así su accionar diario vaya en tal dirección. También reconocen que el sistema está basado en la reproducción de disparidades, tanto al interior de las naciones como en las relaciones entre estas, y que en su última etapa ha trazado la tarea de profundizarlas como estrategia.
Ante esta realidad, darle marcha a la separación abismal entre los apropiadores de los medios que reproducen la materialidad y los demás pasaría por una redistribución del trabajo y el reconocimiento de que la distribución de la riqueza no es un asunto técnico sino político, y llegar hasta allí no es modernizar el sistema sino dinamitarlo. La ideologización del yo en un mundo interconectado que tan solo acerca existencias incapaces de identidad, pese a su comportamiento uniforme, y que garantiza la multiplicación de negaciones que ignoran lo social y protegen la continuidad del individualismo más vulgar.
Tal proceder está asociado a valores de imposición, de culto a la fuerza y al ‘ingenio’ individual, que da paso al enriquecimiento del ‘más inteligente’, el ‘más guapo’ o el ‘más vivo’; a la segregación y la atomización social, al despojo, la explotación y la opresión de las mayorías por segmentos minoritarios que, validos del control del Estado y sus aparatos de dominio y coerción, así como soportados en sutiles –y no tanto– mecanismos de control ideológico, garantizan la apropiación de lo que es del conjunto pero en beneficio de unos pocos.
Una realidad así, asociada a particularidades de nuestra formación social que se enraíza desde la época de la Colonia, da sustento para que en nuestro territorio tomen forma y se extiendan como algo connatural a nuestro ser social, no solo el clientelismo, la corrupción, la ilegalidad, aquello de que “el vivo vive del bobo” o “el que más saliva tiene más traga”, sino también el narcotráfico y el predominio del más fuerte sobre el débil. Entonces, si el capitalismo es lo contrario a la vida, ¿por qué asumir que su desarrollo en mayor escala es la vía ideal para que la sociedad colombiana pase a una etapa distinta en sus circunstancias de vida?
¿Para superar la premodernidad y el feudalismo a que aludió Petro en su discurso del 19 de junio, celebratorio del triunfo electoral, es indispensable vivir a plenitud el capitalismo? ¿Acaso el paso de un modo de producción a otro, en este caso del capitalismo deformado que conocemos –capitalismo con expresiones premodernas o feudales, según el ahora Presidente– es un acto secuencial, lineal y mecánico? ¿No puede ser de otra manera?
No hay que olvidar que la modernización fue el lema de las élites latinoamericanas en el tránsito del siglo XIX, que, apuntalada en la supuesta disyuntiva entre civilización o barbarie que esgrimió a finales del siglo XIX Domingo Faustino Sarmiento, presidente de Argentina entre 1868 y 1874, fue la base ideológica que dio lugar a la famosa “conquista del desierto”, que no fue otra cosa que un verdadero etnocidio contra los pueblos mapuche, tehuelche y ranquel en el extremo sur del continente, y que inspiró a los herederos de los encomenderos a acelerar la destrucción de los pueblos originarios en todo el continente, pues para ellos se trataba de una expresión viva de la barbarie.
Aquella visión, con nítida raíz eurocéntrica, como modelo único de pensamiento y vida, ha sido la lógica de las modernizaciones entre nosotros. En los 90 del siglo XX fue el caballo de batalla para el desmantelamiento de la propiedad colectiva, representada por las empresas del Estado, que significó para el capital un proceso de acumulación por desposesión de una cantidad ingente de activos como no se había visto desde los comienzos del coloniaje moderno.
En esta lógica, ¿modernizar el capitalismo en el campo no ha significado acaso, para un amplio abanico de reformadores, despojar, desplazar o proletarizar al campesinado? Si, de otra manera, lo que se persigue es fortalecerlo, es claro que el campesinado, como categoría social, no responde a la lógica capitalista y, por tanto, tampoco a la modernización aludida.
Lo mismo sucede en las ciudades con los trabajadores informales, cuya integración debe pasar por su reconocimiento integral y la valoración de su función social, que debe tener como remuneración todos los derechos a una vida digna. Quizá se diga que esas son sutilezas, pero no: las metas y el lenguaje no pueden desdecirse, e identificar y categorizar lo buscado sin ambigüedades y concesiones nos ubica en el plano de los instrumentos y las estrategias. No hay ciudadanos ni sectores ‘atrasados’; las formas que asumen unos y otros están definidas por su funcionalidad al interior del sistema, y, aunque suene paradójico, de lo que aquí se trata es de la desvinculación de algo que los somete a condiciones infrahumanas de trabajo y vida.
Lo evidente es que, para llegar a una mejor sociedad, se debe reivindicar y propiciar el predominio de lo público y común sobre lo privado e individual, la solidaridad sobre la competencia, lo cooperativo y mutual sobre el emprenderismo, la redistribución sobre la concentración de riqueza, el africano ubuntu (exactamente bantú) reivindicado por Francia Márquez sobre el CVY, y todo esto es posible acometerlo en una sociedad poscapitalista.
Estamos por una sociedad que esté más allá del capitalismo y en la cual la defendida democracia liberal, limitada a su formalidad –derecho a elegir y ser elegido–, sea superada por una democracia directa, participativa, radical, refrendataria, en la cual la justicia, la redistribución de la riqueza entre todos y para todos y la vida digna sean soporte de una cotidianidad en la que el devenir de la colectividad dependa de la activa participación, el debate y la decisión del conjunto que somos, en un proceder en el cual la naturaleza es asumida como ser vivo, efectivo, con derechos plenos.
Estamos por una sociedad ‘otra’, distinta, en la cual se rebase la creencia en que la naturaleza es simplemente una cosa y con ello se dé un paso hacia delante, siempre en procura de un modelo social en el que el extractivismo en cualquiera de sus versiones sea negado, privilegiando la producción en pequeña y mediana escala, definida y delimitada en sus características esenciales por las propias comunidades. Se trataría de una producción que satisfaga el autoconsumo y aporte al mercado nacional, además de excedentes para el internacional, pero sin el afán de producir para el mercado global, dejando por fuera a las propias comunidades asentadas en el territorio donde se produce y quienes habitan sus alrededores mediatos e inmediatos.
Estamos por una producción para la vida y no para la especulación ni para la concentración de ganancias, con producción limpia, liberada de agrotóxicos y toda clase de sustancias contaminantes, derivadas, entre otras fuentes, del petróleo. La producción que anhelamos, en el caso del campo, deja a un lado los latifundios, desconcentra la tierra como mercancía para la especulación y el control político y social, y garantiza a quienes la trabajan su propiedad y las condiciones para valerse de la misma como fuente para supervivir en dignidad.
Un ejercicio así de libertad y democracia no es compatible con el ingreso de capitales multinacionales, asociados a la especulación global, impulsores de producción con base en Organismos Genéticamente Modificados y el envenenamiento de la naturaleza.
Tal proceder debe ser común asimismo en las ciudades, en todas las unidades de producción, en las cuales, pese a que sean de propiedad privada, se debe garantizar la concertación con quienes venden su mano de obra. Ese proceder, más allá de ello, debe dar paso al diseño de la vida en común, en todos los planos, en un ejercicio de libertad que concrete que, en efecto, el Estado somos todos, y para ello ponga en marcha, más allá de los Congresos o poder legislativo nacional, órganos de poder y legislación ciudadana paralelos, y en los cuales se discuta y se definan, con poder de mandato, uno o dos temas de prioridad ciudadana cada año.
Retos y propósitos que implican una inmensa transformación en nuestro cuerpo social y que implican, además, luchar por condiciones reales de vida digna, justicia, libertad, medio ambiente equilibrado, propiedad común y solidaria, ebullición de lo público como patrimonio común, algo que va más allá del capitalismo y que no implica someterse a su desarrollo para experimentar aquí y ahora que otro modelo de sociedad sí es posible.
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