
Eran las siete de la mañana cuando nos separamos a la entrada de la gran selva. Me interné por una trocha que me condujo a un zanjón de arenales crujientes, sombreado por cauchos y palmarites. Por doquiera miraba en el fango rastros frescos de tigres, chigüiros, venados y “dantas”, y de pronto retrocedía azorado al pisar los sapos verrugosos y enormes que medran a la margen de las aguas podridas. Mi machete cortaba de un tajo las lianas y los espinosos bejucos de “sardinato” que se tendían sobre la zanja formando hamacas inverosímiles, repletas de hojarascas y frutas de pasados otoños, de donde saltaban las ardillas inquietas, abriendo sobre su lomo, como un plumero, la cola de peluche suavísimo. Con los calibres de mi escopeta removía los bejuqueros cercanos, receloso de las “tayas” y de las “macaureles”, cuyo mortal veneno corta la sangre y la hace rebasar por los poros en medio de los más atroces dolores.
Yo no olvidaba la advertencia de mis compañeros: “No pierdas los rumores del río, si quieres volver a vernos”. Sin embargo, ya no percibía ningún murmullo de aguas corrientes y sólo escuchaba a lo lejos las desmayadas quejas del mono “araguato”, tan doloridas y misteriosas que llenan el alma de una angustia infinita. Entonces experimenté una vaga zozobra y decidí buscar el río, siguiendo invariablemente el rumbo que me indicara la zanja.
Aguzado el oído, medí a zancadas los bancos de arena húmeda sin hacer caso de las iguanas verdosas, ni de los “morrocoyes” de rojizo caparazón, ni de los “cachirres” de rugosa funda, tan parecidos a los caimanes, que desfilaban delante de mí con tardo meneo. Una y otra vez crucé el exhausto cauce, que a trechos mantenía pozos profundos de aguas amarillosas, llenos de arañitas y libélulas tornasoles. De pronto sentí en la inmensidad los ladridos de un perro, y regocijado imaginé la jauría acometiendo a la manada de “zainos” feroces.
Era un ladrido agudo, suavizado por la distancia, que se desvanecía de repente. Quizás la sorda voz de nuestros grandes perros venía a través de los follajes adelgazada y llorona, porque su timbre me era desconocido. Indudablemente, no ladraban “Combate” ni “Vencedor”, ni “Palo negro” ni “Caronte”, pero el ladrido se me acercaba, estimulando mi afán de correr a su encuentro. ¡Mas cuál sería mi pasmo cuando media hora después sentí sobre mi cabeza el ladrido que perseguía! Pronto descubrieron mis ojos sobre la copa de un caimitero las parejas de “yátaros” ladradores que, con sus anchos picos de oro, tan largos como una hoz, saltaban desgranando los gajos maduros y haciendo fulgir en la luz el sepia, el verde mar y el rubí de sus lustrosos plumajes.
La aguja de mi reloj señalaba las nueve, y el sol filtraba sus rayos por entre las frondas estremecidas, salpicando las hojarascas del suelo con grandes manchas luminosas y móviles, codiciadas por enormes lagartos y arañas tremendas que salían a adormilarse bajo el reflejo. De las telarañas suspendidas a manera de anchos columpios salía el ronco zumbido de los cucarrones aprisionados por tarántulas tan grandes como mis puños y cubiertas de un vello erizado y maligno. Millares de abejas runruneaban, revoloteando sobre los hobos fragantes, y algunas al sentirme, ingresaban en la densa nube de zancudos que me perseguía, obligando más y más a mis manos a agitarse sobre mi rostro y a desenredarlas de mis cabellos.
Hacía ya dos horas que vagaba solo entre aquella selva imponente, pródiga en peligros de toda clase. Aunque además de los churucos pirueteadores, veía doquiera rastreros, y a corta distancia, los corcobados, las camaranas, los carpinteros de azabache y gualda, las “chilacoas” de rojizo calzón y cromadas plumas, las chorólas tristísimas que ayean como una flauta, mi escopeta seguía silenciosa. Pájaros de encendidos plumajes saltaban en las palmeras de canánguche, en los cumares y moriches, y las comadrejas de rabo desnudo, desde lo alto de los troncos guarecedores se asomaban a la puerta de sus agujeros ensayando leves gruñidos. Pero nada valía mi entusiasmo de cazador entre aquella naturaleza abrumante, y hasta me sentía temeroso de turbar el silencio con un disparo. Hacía rato que la manada de micos de todo pelo me seguía paralela por sobre los árboles menores. Algunos se adelantaban y suspendidos del rabo a la altura de mi cabeza hacían extraños visajes, o ladeando el rostro sobre las manos me curioseaban silbándome … Otros se descolgaban a observar en los bejucos lechosos el tajo de mi machete o me tiraban chamizas y corocitos. Las madres se devolvían a pasar sus hijos de un árbol a otro, y meciéndolos al extremo de sus brazos larguísimos, los aventaban sobre los follajes cercanos con una precisión admirable, o los cargaban sobre la nuca sin cuidarse de sostenerlos. Vi muchos que retorciendo las hojas frescas trepaban a los troncos a tapar los agujeros de las comadrejas, con ademanes risibles y picarescos, o se distraían atrapando abejones entre las macetas floridas.
Al fin, por entre un claro del monte divisé los playones del río. Antes de salir a ellos maté un hermoso paujil, y mientras examinaba el ave muerta, semejante a un pavo, de color negro-azul y rizado copete, oí rodar hacia mí, por entre las marañas salvajes, un trueno intermitente y profundo coreado por gruñidos chillones, chasquidos y castañetazos. A poco vi moverse los palmichales y bajar a la zanja, por debajo de un guarumo caído, cosa de una treintena de puercos que, alarmados por el escopetazo, se ponían en marcha. De pelaje grismoro, cariblancos y carinegros, los zainos, de pequeño tamaño y ruidosos colmillos, trotaban moviendo a compás sus orejas vellosas y deteniéndose a recoger los caímos maduros. Los machos, encelados y peleadores, se desgarraban a colmillazos, entre gruñidos terribles, mientras las hembras se tendían momentáneamente sobre el fango mullido hasta que el guía, adelantando diez pasos de la manada, continuaba su trotecito entre un rumor de trueno soterrado y distante.
Desde las altas raíces del higuerón en que estaba trepado, martillé mi escopeta, más o menos a setenta metros, sobre un ejemplar que se detuvo a remover con la trompa las hojarascas, y al instante lo vi dar un salto y voltear rápidamente sin lanzar un solo chillido. Súbita la manada se dispersó gruñendo, y erizado el cerdaje y alto el hocico, retrocedió hacia el moribundo, chasqueando los dientes. Antes de que me descubrieran, disparé de nuevo y todos se pusieron en fuga.
Entonces corrí a las playas y tuve grande alegría al ver a un llanero que amarraba su “curiara” para entrar en la selva a buscarme. Presurosos llegamos al lugar donde estaban los “zainos” muertos. —¡Suba usted aquí, aliste la escopeta y aguárdeme!
Lo vi seguir en la dirección que tomaron los puercos, puso rodilla en tierra, y después pegando la lengua en el paladar producía sonidos rotundos y secos, semejantes a los de la botella que se descorcha, y ahuecando las manos daba palmetazos sonoros. Rabiosa, la manada gruñó a lo lejos, y abierta en semicírculo avanzó hacia nosotros mascando las malezas y los bejucos.
Mientras mi compañero les palmoteaba, yo hacía fuego sobre los que mordían el árbol en que nos habíamos encaramado. A veces el llanero los lanceaba con su cuchillo o les disparaba mi revólver a quemarropa.
Inyectados los ojos, erectas las púas, entre gruñidos y chocar de dientes las alimañas morían sin retroceder o se lanzaban sobre los heridos a olerles la sangre y a darles topes hasta obligarlos a salir del semicírculo trágico. Cuando a las dos de la tarde atracamos en el puertecito de la fundación, sacaron del fondo de la “curiara” once zaínos muertos.
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