Cuando Donald Trump, en su discurso de posesión como presidente de los EE.UU., el 20 de enero del año en curso, señala que, a partir de ese momento, “el declive” del país “ha terminado” dando inicio a una “Edad de Oro”, que le permitirá al país reclamar el lugar “que le corresponde como la nación más grande, más poderosa y más respetada de la Tierra”; para cuyo efecto va a constituirlo en “una nación manufacturera” con base en que “ […] tenemos algo que ninguna otra nación manufacturera tendrá jamás, la mayor cantidad de petróleo y gas de cualquier país de la Tierra y vamos a usarlo, y ellos lo usarán […] y por eso hoy también declararé una emergencia energética nacional. Vamos a perforar, nene, perforar”.
Al así hablar, implícitamente reconoce que es un país en decadencia y que pretende rescatar su decadente poder hegemónico con base en el petróleo, su tipo de industria antiambiental, apelando a vetustas políticas imperialistas para conseguirlo donde esté, sea en Venezuela o el Golfo de México, entre otros. Una decisión que no echa mano, como podría suponerse, de las nuevas fuentes energéticas limpias, fundamento de la nueva época civilizatoria, como lo están haciendo, en mayor o menor medida todos los países del mundo –destacándose China y los países europeos; por el contrario, señala que “revocaremos el mandato de los vehículos eléctricos […] y se, podrá comprar el coche que elijan. Volveremos a construir automóviles en Estados Unidos a un ritmo que nadie podría haber soñado posible”. Energías limpias que, por su condición productiva y de uso localizado, ponen en tela de juicio histórico la existencia –hasta ahora– de formas hegemónicas imperialistas de dominación única y, además, propicia la autosuficiencia energética de cada país o comunidad.
En ese propósito, Trump también pretende echar para atrás las políticas tarifarias que caracterizan el mercado global y sus tratados de libre comercio, para volver a formas ahora ultranacionalistas, instituyendo un monstruoso híbrido capitalista, de libre mercado hacia afuera y proteccionista hacia adentro o, como lo entiende el sentido común, donde “lo ancho sea para ellos y lo angosto para el resto del mundo”. (Aspecto que será objeto de otro artículo).
En ese marco, igualmente, si bien se considera que las personalidades históricas tienden a repetirse, también lo es que la primera vez emergen como tragedia y la segunda como comedia. Esto por cuanto Trump nos va a resultar, seguramente, una caricatura de John Adams, citado en el mencionado discurso como su referente a seguir. No sobra señalar que Adams (1735-1826), considerado un padre fundador de los EE.UU., fue el primer vicepresidente y el segundo presidente de los EE.UU., entre 1797-1801; quien, entre otras acciones políticas, firmó las polémicas Actas de sedición y extranjeros que hacían más difícil que alguien se convirtiera en ciudadano estadounidense, permitiéndole al presidente encarcelarlos y deportarlos al considerarlos peligrosos, al tiempo que cohibía la crítica de la prensa hacia el gobierno, entre otras acciones.
Los ruidos fósiles
A Trump puede no faltarle razón histórica en sus propósitos, pues ciertamente el poder de los Estados Unidos que copó al siglo XX, se cimentó, propagó y mantuvo con base en el petróleo, al ser el primer país que realizó con métodos científicos y tecnológicos modernos su explotación en 1859, cuando el coronel Edwin Drake perfora el primer pozo en Oil Creek, Pensilvania; desde entonces, convertido en el primer productor, comercializador y consumidor del mundo.
El petróleo, a su vez, se constituyó en el respaldo de su moneda el dólar (USD), que, convertido en moneda de reserva mundial y universal del intercambio, le permitió la conformación de su poder y dominio financiero mundial, respaldado en su poderoso complejo industrial-militar y la libre impresión de divisas. Trinidad de factores sustentadora de la fortuna y destino manifiesto de los EE. UU., promoviendo invasiones, magnicidios, golpes de Estado, etcétera, que ha justificado como asuntos necesarios para garantizar “su Seguridad Nacional”.
A ese intento de refundar el poder de los EE.UU., con base en el petróleo, le anteceden dos momentos. El primero, la crisis energética de los años setenta del siglo XX, cuando dejó de ser el principal productor y comercializador del mundo, se vuelve un importador dependiente y prohibe sus exportaciones; de otra parte, lleva a Nixon a romper el tratado monetario de Bretton Woods, que pone en evidencia la fragilidad del dólar y sentar las bases de un especulativo sistema financiero en crisis crónica. Crisis que llevó al sector energético mundial a sentar las bases para la búsqueda de nuevas zonas petroleras y gasíferas, como a la emergencia de las de origen limpio, verde o descarbonizadas; aupadas, además, por el impacto ambiental propiciado por el uso de las fuentes fósiles convertidas, por su producción y uso, en su principal factor de obsolescencia.
El segundo, a raíz de la crisis financiera del 2008, cuando el 3 de julio de aquel año el precio del petróleo alcanza los 145,29 dólares por barril (WTI), debido a la incapacidad de la oferta de satisfacer la demanda, realidad que llevó al aumento de la inflación, al endeudamiento privado y al hundimiento del mercado hipotecario, el eslabón más débil de la economía. Situación crítica que encuentra salida en el impulso de la producción por la vía del fracking, con base en Energy Policy Act of 2005, emitida por George, W. Bush, y cuyos efectos convierten nuevamente a los EE.UU., a partir del 2015, en el primer productor y exportador de crudo y gas de esquisto; que llevó a las tensiones con Rusia y otros productores por los mercados europeo y asiático, como el Japón y, que, además, oxigenó su alicaído poder hegemónico bajo el gobierno de Barak Obama (2009-2017).
Es precisamente el agotamiento de esa política, a partir del 2024, a raíz de la disminución que empieza a mostrar su producción, lo que explica las pretensiones de hacerse al manejo –como suyas– de las reservas de Venezuela y el Golfo de México, entre otros, y de implementar políticas arancelarias proteccionistas anti libre mercado, como supuestos sin equa non para el logro de la nueva edad dorada.
Para su efecto Trump cuenta en su haber con el talante ético de un mercader o negociante utilitarista, para quien el único valor que reconoce es el de la ganancia contante y sonante. Valores como la solidaridad, lo justo, la dignidad, la resiliencia, la defensa de la vida o el planeta, sino se enmarcan en ese valor único, no tienen sentido.
Un proceder que políticamente se traduce en lo que se considera acuñó otro presidente norteamericano, Theodore Roosevelt (1901-1909), denominado de “la zanahoria y el garrote”, es decir de negociar pacíficamente pero siempre respaldados por la fuerza militar, quien, por este medio estableció, entre otras, la base de Guantánamo en Cuba (1903), intervino en Santo Domingo (1904) y ocupó Cuba (1906). Igualmente, no le interesará si sus socios son dictadores, poseedores de fortunas de dudoso origen, capitalistas, comunistas, negros, indígenas, mestizos o de la comunidad LGTB, etcétera, quienes, si le facilitan su cometido, serán sus socios, de lo contrario serán declarados como sus enemigos, así sean demócratas, u oficien como madres Teresa de Calcuta. Igual, evitará tener discordias al interior del país, pues se jugará su accionar político en el ámbito internacional aupando un chovinismo imperialista trasnochado.
Trump es uno de esos personajes bufonescos que emerge en la historia de los pueblos y la humanidad para cerrar los portones de su decadencia bajo el trágico y costoso efecto de sus balandronadas. En un escenario cómico en donde resulta patético el comité de aplausos que conforman las personalidades más sobresalientes del establecimiento político colombiano, que se apresuran a asistir a la apertura del telón de esa comedia sin haber sido invitados.
Enero, 30-2025
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