De Ricardo II a Trump

La experiencia humana en las condiciones de la sociedad capitalista planetaria hoy dominante, es paradójica respecto a la idea de la historia y la eternidad. Vivimos en un torbellino de procedimientos y mercancías que emergen y desaparecen en plazos brevísimos. El principio de obsolescencia postulado por la economía de consumo hace casi un siglo, vuelve inservible todo tipo de mercancías. El arquetipo de lo inservible es el pañuelo desechable.

Pero simultáneamente vivimos la exigencia de la estandarización. Todo procedimiento industrial, comercial o en la esfera de los servicios, se ejecuta a partir de reglas fijas y su secuencia es siempre la misma (algoritmos). Este modo algorítmico de existencia es universal e imperativo. La experiencia se evalúa como si todo fuera un eterno repetir lo mismo en función de cantidades que establecen un umbral de cierre.

Tenemos, pues, la paradoja de existir en una sociedad planetaria en donde el cambio es el contrapunto de lo estandarizado. Se postula el fin de la historia y, al mismo tiempo, se anuncia la emergencia continua del genuino y novedoso acontecimiento histórico.

Estas paradojas nos plantean dilemas conceptuales al parecer irresolubles. Nos debatimos entre la pulsión de consumir sin freno ni medida y la constatación de límites infranqueables. Este modo de funcionamiento de la sociedad capitalista corresponde a una transformación radical de los intercambios entre sociedad y naturaleza. En el siglo XIX se consolidaron en naciones como Inglaterra, Francia, Estados Unidos y Alemania procesos industriales de intercambio que alteraron ritmos de funcionamiento biosociales considerados eternos. El surgimiento de la fábrica de la gran industria como unidad de producción de las mercancías a consumir por la población, estableció condiciones inéditas para la actividad humana.

No era así en las sociedades preindustriales. En éstas, el sistema mediador de los intercambios entre sociedad y naturaleza estaba constituido por el esfuerzo del organismo, las herramientas que el trabajador podía manejar y las elaboraciones linguísticas propias del taller arsenal y posteriormente la fábrica manufacturera. Ese modo de producir se disolvió en un ciclo temporal de cuatro siglos: del XVI al XX.

Hoy en el planeta es dominante el modo de producción donde impera la fábrica de la gran industria y se están adelantado procesos que van más allá. El Capitalismo Global funciona orientado por teorías científicas y dispositivos tecnológicos que operan a partir de pautas estandarizadas. En sentido estricto, el organismo de los trabajadores y de los capitalistas es un estorbo para este modo de producción. El ideal a consolidar, es el de la fábrica automatizada. Era post-industrial es una de las formas de indicar el umbral alcanzado. Esta realidad histórico cultural es pura invención humana.

En las sociedades preindustriales la naturaleza es considerada todopoderosa y la actividad humana con sus rutinas se piensa como hecho innato. La historia personal se asume como un acontecimiento decidido de antemano. Se nace destinado a un oficio o una posición social: se es herrero por naturaleza, sastre por naturaleza, zapatero por naturaleza, comerciante por naturaleza, rey por naturaleza y sabio o mago por naturaleza. Teológicamente, la naturaleza, la sociedad y las personas son criaturas, hechura divina.

Lo establecido por la experiencia humana en virtud de la gracia divina, se transmite de los adultos a los jóvenes sin alteraciones significativas. La formación de las nuevas generaciones se mantiene estable y es regulada por valores y principios culturales que se consideran eternos y sagrados. Levy Strauss caracterizó este modo de existencia social como frío y la economía política de Smith, Ricardo y Marx la caracterizaron como de reproducción simple. Las sociedades industriales las caracterizaron como calientes o de reproducción ampliada.

Así, pues, la experiencia humana se transforma radicalmente cuando el proceso industrial se consolida. El esfuerzo físico es asumido por los dispositivos mecánicos y luego los electrónicos durante la segunda mitad del siglo XX. En ese modo de mediación, la naturaleza deja de ser pensada como inmodificable y muchas de las regularidades que la evolución espontánea ha construido en ciclos temporales de milenios se violentan y liquidan.

La conciencia ecológica que advierte sobre la necesidad de respetar y cuidar los ciclos de los procesos de la naturaleza es un acontecimiento cultural que obliga a repensar las relaciones entre arte, ciencia y ética. La irresponsabilidad respecto al imperativo ético de cuidado y respeto de la naturaleza, la sociedad y la humanidad comenzó a mostrar su poder destructivo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los desarrollos científico-tecnológicos cristalizaron en la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki. En la segunda mitad del siglo XX se vivió con la angustia de una posible tercera guerra con armas nucleares. El colapso del socialismo burocrático al finalizar el siglo, alejó la posibilidad de tal desenlace apocalíptico.

Se postuló, entonces, la idea del fin de la historia y el advenimiento de una realidad inalterable y eterna. Estas rotundas afirmaciones hicieron más intolerables los rasgos inherentes al funcionamiento del capitalismo que siempre ha creado bienestar para una élite y hambre y penurias para los trabajadores. Adicionalmente los nuevos desarrollos de las empresas tecnocientíficas están consolidando procesos de intercambios entre sociedad y naturaleza de una novedad sin antecedentes en la historia de la humanidad. Mencionemos solamente el desciframiento del genoma humano, la Inteligencia Artificial, las experiencias virtuales, la exploración planetaria. La cultura como cristalización de las diversas formas de la experiencia histórica de la sociedad, las personas y las instituciones, están en un proceso macro de transición.

¿Cómo orientarnos frente a esta situación? Marx en alguno de sus textos señaló que las ideas de los muertos oprime el cerebro de los vivos. La conclusión desoladora de tal afirmación es que la experiencia no sirve de nada. En sentido contrario, se afirma que quien no conoce la historia se arriesga a repetirla y en ese sentido vivirá como comedia lo que primero experimentó como tragedia. El expresidente Trump, sin embargo, logró convertir en sainete la experiencia de la insurrección del año 2020.

Estamos frente a un acontecimiento que nos recuerda al joven Calígula. Pero aquí estamos frente a un personaje que pronto cumplirá ochenta años y con un prontuario delictivo de cincuenta años. El aporte norteamericano a la historia de la decadencia de un imperio es análogo a la caída del imperio romano, pero con una novedad: el protagonista es un vejete. Sus actos y acciones parecen inexplicables pero son relevantes y develan los imperativos políticos del modo de funcionamiento del capitalismo hoy planetario.

En la experiencia de la humanidad una situación de transición semejante se experimentó cuando colapsó la sociedad preindustrial y comenzó el proceso que cristalizó en el surgimiento del capitalismo que hoy padecemos. Este proceso tiene en los viajes de Colón un referente cronológico inevitable. Estamos frente a un ciclo que comprende cinco siglos o para decirlo de otra manera: 20 generaciones.

La experiencia humana se transformó radicalmente y una de las formas fundamentales de elaboración de esa experiencia fue estética. Hablamos del teatro. Uno de los protagonistas ilustres de ese momento fue Shakespeare en los inicios del siglo XVII.

Shakespeare vive personalmente la experiencia histórica del surgimiento de una época nueva. En tiempos de transición se disuelven instituciones, formas de existencia, valores, modos de pensar, experiencias psicoculturales. Así mismo comienza a surgir la nueva sociedad pero todavía en el modo de lo imaginario, de lo posible, lo no constituido. Las personas pueden creer que una potencia divina, la providencia, define todos los acontecimientos pero también se tiene la intuición de obrar y actuar por voluntad propia. Surge, entonces, la tensión entre la condición de criatura sin albedrio o de actor orientado por saberes y conocimientos personales y humanos históricamente posibles.

Shakespeare, en Ricardo II, explora esa tensión y la pone en términos de la experiencia psicocultural de la transformación del yo. En esta obra el escritor inglés imagina un acontecimiento donde el súbdito se transforma en rey y este en súbdito. Se produce, entonces, la disolución de un yo monárquico y la constitución de otro yo monárquico.

En la obra el Rey Ricardo II es destronado. El proceso político que desencadena ese hecho es reconstruido desde los pensamientos del rey destronado, permitiéndonos un conocimiento de cómo se disuelve el yo de una persona y como se afecta el funcionamiento de su organismo. Ricardo II, cuando conoce la noticia del levantamiento que concluirá con su destitución como rey, piensa del siguiente modo: “Esta tierra se hallará dotada de sentimiento y estas piedras se transformarán en soldados armados antes que su rey legítimo sucumba bajo los golpes de una infame rebelión”.

En otro momento, el rey al evocar la presencia de quien conspira contra él, Bolingbroke duque de Hereford, afirma su condición de rey en los siguientes términos: “Ni toda el agua de la mar irritada y mugidora puede borrar el óleo santo de la frente de un rey ungido. El soplo de los simples mortales no puede desposeer al diputado elegido por el Señor. Por cada hombre que Bolingbroke obligue a levantar un acero dañino contra nuestra áurea corona, Dios opone, a favor de su Ricardo, uno de los ángeles gloriosos de su solio celestial. Si los ángeles combaten, los débiles humanos deben sucumbir, pues los cielos son siempre guardianes del derecho.”

Estos pensamientos se ven confrontados con los hechos que le demuestran al rey que la sublevación crece y se afirma. El desaliento hace dudar a Ricardo II, sin embargo sus áulicos lo alientan y le recuerdan que él es el rey. Estas voces lo obligan pensar su experiencia del yo. Dice: “Me había olvidado de mi mismo. ¿No soy rey? ¡Arriba, perezosa majestad¡ Duermes. ¿El nombre del rey no vale veinte mil hombres? ¡Ármate, ármate, hombre mío¡ Un súbdito ruin hiere tu gloria soberana. No inclinéis vuestros ojos hacia la tierra, vosotros favoritos de un rey. ¿No estamos altos? Sean altos nuestros pensamientos”.

Las condiciones histórico sociales de la disolución de su yo se tornan irreversibles. Los veinte mil hombres en los que el rey confía no aparecen. El ejército del rey ha sido derrotado. Enfrentado a estos hechos el yo real de Ricardo II comienza a sucumbir. Dice: “¿Qué debe hacer el rey ahora? ¿Debe someterse? Lo hará. ¿Debe ser destronado? Quedará satisfecho. ¿Debe perder el nombre de rey?”.

Consumada la rebelión, Ricardo II comparece frente a quien ya es su sustituto. En su condición de rey destronado, de súbdito de su rey, su yo y su organismo se transforman. Ricardo II debe obrar y actuar como un súbdito más pero su yo y su organismo todavía siguen funcionando en el modo de la realeza. Ricardo II se queja: “¡Ay¡ ¿Por qué me veo obligado a comparecer ante un rey antes de haber sacudido los pensamientos reales por los cuales reinaba?”.

Él ya no es rey en términos sociales, políticos y culturales pero sigue siéndolo en su juicio íntimo. Los gestos propios de los súbditos no son todavía los suyos, por eso dice: “Apenas he aprendido a insinuarme, adular, inclinarme y doblar mis miembros”. Su organismo se rebela frente a las exigencias gestuales de su condición de súbdito.

Shakespeare nos muestra así el modo de existencia biológico y psicocultural del yo. Ricardo II ya no puede obrar como un rey. Los vínculos socioculturales de su condición real han desaparecido, entonces se queja: “[…] recuerdo bien los trazos de estos hombres. ¿No me pertenecían? ¿No solían gritar, saludándome: “Salve”? Así hacia Judas con Cristo. Pero Él, entre doce hombres, no encontró más que uno falso: yo, entre doce mil, no hallo uno solo fiel. ¡Dios salve al rey¡ ¿Nadie contestará: Amen?”.

Ricardo II llega al final de su experiencia como rey y asume su nueva condición: “Considera ahora cómo me destruyo a mi mismo: retiro de mi cabeza este peso abrumador, de mi mano este cetro incómodo, de mi corazón este orgullo real; lavo con mis propias lágrimas el óleo que me ha consagrado; entrego mi corona con mis propias manos; anulo mi poder sagrado con mi propia lengua…”. Ricardo II al ser despojado de su condición real se enfrenta finalmente a la experiencia de un organismo que ahora le parece ajeno: su lengua, sus lágrimas, su corazón, su mano, su cabeza. Shakespeare en esta obra muestra el nexo entre experiencia íntima y acontecimiento histórico-cultural.

La tensión inevitable que ese nexo plantea, nos permite pensar cómo el yo portador de nuestros actos y obras se transforma en el curso de los acontecimientos que definen nuestro destino o nuestro designio. Trump reelegido comienza a comportarse como un Rey. Puede hacerlo porque la constitución norteamericana fue concebida con ese propósito en caso de necesidad. Hoy esa necesidad ha surgido, su vocero es el mismo Trump quien en el año 2016 cuando se postuló como candidato a la presidencia proclamó: El sueño americano está muerto (The American Dream is Dead).

El ciudadano Trump ahora actúa como Rey del capitalismo norteamericano. Se ha develado el secreto oculto de esa Constitución y del funcionamiento de la política y las constituciones en las sociedades capitalistas de todo tipo que han surgido en los tres continentes: el americano, el euroasiático y el africano. Los áulicos gritarán: ¡El sueño americano está muerto viva el sueño americano!

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Información adicional

El sueño americano está muerto: el cambio de época
Autor/a: Gonzalo Arcila Ramírez
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Fuente: Periódico desdeabajo N°321, 20 de febrero - 20 de marzo de 2025

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